“La ciudad de las tormentas” (“Green Zone”), del director inglés Paul Greengrass, es un logrado thriller político de conspiración. Se ambienta durante las primeras semanas de la ocupación estadounidense a Iraq. En esos días, Bagdad es un espacio caótico recorrido por grupos militares que tratan de encontrar los lugares donde se esconden las armas de destrucción masiva que motivaron la invasión. La búsqueda de esas armas y los intereses contrapuestos entre sectores del propio comando estadounidense, dividido entre los que buscan la verdad y los que la ocultan para justificar la guerra, es la trama que sustenta la acción.
Pero esa trama de inspiración liberal es lo más convencional del filme, ya que lo ata a una fórmula un tanto rígida del género. Lo que interesa en “La ciudad de las tormentas” es el tratamiento de las imágenes y la intensidad que aporta un estilo visual que Greengrass ha ido perfeccionando de película en película. Tanto en “Domingo sangriento” como en “Vuelo 93” apostaba por un estilo de reconstrucción documental, agitado y preciso, mientras en “La supremacía Bourne” y en “El ultimátum de Bourne” abordaba el género del espionaje transnacional y tecnificado jugando las cartas del contraste entre tranquilidad y caos, intimidad y tumulto. El protagonista de esas cintas interpretado por Matt Damon, con la estólida simplicidad de un actor clásico del cine de acción, era zarandeado por el torbellino de los espacios recorridos (de Nueva York a Berlín y de allí a Moscú, a París, al Asia o a cualquier lugar donde el peligro mande) y por la velocidad de las acciones. El thriller de espionaje era filmado por Greengrass como un reportaje urgente, teniendo como hilo conductor la fría serenidad que transmitía Damon.
“La ciudad de las tormentas” también tiene a Matt Damon en el centro de un laberinto que se pone en escena con la pensada racionalidad de una coreografía de Busby Berkeley, pero sin su perfecta simetría. Por el contrario, todo aquí es asimétrico, desequilibrado, inestable. Los espacios son precarios y el tiempo se acelera. Bagdad, más que un territorio disputado por los intereses cruzados de la Casa Blanca, del Pentágono y de la CIA, es un paisaje diseñado por líneas quebradas, callejones sin salida, edificios desconchados, muchas sombras. Imágenes que la cámara desestabiliza una y otra vez en recorridos por senderos sinuosos mientras los destellos de las bombas apenas aclaran la oscuridad amenazante de la ciudad. Los colores ocres y verdes apagados dominan el encuadre. El caos está construido con rigor milimétrico y velocidades de vértigo. Un crítico ha cronometrado el promedio de duración de cada imagen en las secuencias finales: 1.9 segundos. La acción tiene el ritmo del parpadeo.
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Ricardo Bedoya
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