Ya era hora que David Fincher se atreviera a andar por otros pagos. No más asesinos escondidos, policías frustrados o mentes que se desdoblan. A lo largo de su carrera, estableció un entorno cinematográfico plagado de la atmósfera del crimen, de fragmentos de ciudades en penumbra, de habitaciones que apenas acogen, de personajes en ascuas, pero cuyo estilo en la puesta en escena fue mutando desde el vértigo de Pecados capitales (Seven), El juego o El club de la pelea, hasta la sobriedad de Zodiac, por ejemplo. Teniendo altibajos como el caso de La habitación del pánico o Alien 3 (bueno, era su primer filme y venía con toda la carga de la saga). La pregunta es si el paso que dio era el indicado.
No hay escena tan emblemática de su cine, de pistas y verdades que engranar, como aquel interrogatorio de los tres policías a un sospechoso de ser Zodiac en su propio centro de trabajo. "Yo no soy el Zodiac y, si lo fuera, tampoco se lo diría", dice el dudoso hombre, al parecer con poca inteligencia, mostrándose firme en sus respuestas, luciendo su mameluco gris, y tratando de decir que su pasado de pedofilia y maltrato, que hace desconfiar a Mark Ruffalo y compañía, no es nada. Sin embargo, no hay presa, la caza se hace inconclusa y la verdad se esfuma.
Un año después de Zodiac, su filme más logrado, Fincher regresó rápido con una cinta que a primera vista resultaba llamativa, que despertaba expectativa por lo menos desde los trailers, y que en suma resultó una propuesta distinta y un acercamiento al cine que era impensable en un cineasta de su naturaleza. Pero si Paul Thomas Anderson pudo hacer una película tan fascinante como Petróleo sangriento, luego de cintas como Embriagado de amor o Magnolia, Fincher podía dar el gran salto a una apuesta más arriesgada (aunque ya la había dado en cierto sentido con Zodiac) pero la diferencia es que ahora tenía más exigencias de Hollywood pero en vísperas de navidad (época de su estreno en EE.UU.).
El curioso caso de Benjamin Button (EEUU, 2008) cuenta por lo menos con una primera hora que atrapa y mantiene la promesa, hasta que se agota, de desarrollar una historia sobre una persona extraña en este mundo, o al menos que intenta ser normal en un mundo de extraños. La metáfora del tiempo que regresa, reflejada en ese episodio donde un Elias Koteas ciego pierde a su hijo y crea un reloj que cuenta las horas al revés, convirtiéndose en la alusión al flashback como recurso más poética del cine (o como la del reloj sin agujas en el sueño de Las fresas salvajes, guardando las distancias, como la metáfora de la muerte) se encarna en la figura que Brad Pitt da a Benjamín Button, aquel que hace corpóreo el retroceso del reloj.
Si entramos en el terreno de lo freak, porque de hecho en otras fantasías fílmicas un bebé envejecido iría para el show principal de un circo, a la manera de los personajes de Tod Browning, o para el ambiente enrarecido donde habitan los típicos monstruitos lyncheanos (como en Eraserhead o El hombre elefante), el bebé que idean los guionistas, quienes se inspiraron en el relato corto de Scott Fitzgerald, tiene toda la apariencia viscosa del bebé Sinclair (no pude evitarlo, sorry), o del bebé zombie de Braindead, pero que de raro sólo luce la vejez física (porque al final de cuentas es un bebé con las características de uno normal, llora, se le cambia pañales, se chupa el dedo). Button deja de ser diferente en un dos por tres, no hay conciencia de su condición, no tiene ninguna discapacidad, al final no llega ser un extraño para nadie. Todos son buenos y mejores amigos en el mundo de Fincher. No hay repelencia, no hay crisis.
Al crecer el hogar de ancianos lo mira y trata como un anciano igual que a ellos pero en versión diminuta, o sea su vejez de nacimiento se normaliza. Button nunca cuestiona su naturaleza ni asume su condición sino es en relación al envejecimiento de aquellos que más quiere: no hay rareza que hace crecer al personaje, sólo el devenir del tiempo y el típico drama de cualquier filme de aprendizaje o historia de amor, pero la diferencia aquí es que los verdaderos "extraños" son los que enseñan: el pigmeo negro que vivía en una jaula con monos, el marino tatuado en todo el cuerpo, la nadadora frustrada que baja cada madrugada a tomar el té.
Lo expuesto supone algunas de las ideas que hace que la película me parezca simpática en su primera hora (la secuencia de los "niños" jugando bajo las sábanas en una casita de mentira tiene el tufillo de lo prohibido), donde se nota más un virtuoso rigor fotográfico (la sesión en la iglesia, el relato del relojero), que se va limpiando conforme las épocas se modernizan.
No hay escena tan emblemática de su cine, de pistas y verdades que engranar, como aquel interrogatorio de los tres policías a un sospechoso de ser Zodiac en su propio centro de trabajo. "Yo no soy el Zodiac y, si lo fuera, tampoco se lo diría", dice el dudoso hombre, al parecer con poca inteligencia, mostrándose firme en sus respuestas, luciendo su mameluco gris, y tratando de decir que su pasado de pedofilia y maltrato, que hace desconfiar a Mark Ruffalo y compañía, no es nada. Sin embargo, no hay presa, la caza se hace inconclusa y la verdad se esfuma.
Un año después de Zodiac, su filme más logrado, Fincher regresó rápido con una cinta que a primera vista resultaba llamativa, que despertaba expectativa por lo menos desde los trailers, y que en suma resultó una propuesta distinta y un acercamiento al cine que era impensable en un cineasta de su naturaleza. Pero si Paul Thomas Anderson pudo hacer una película tan fascinante como Petróleo sangriento, luego de cintas como Embriagado de amor o Magnolia, Fincher podía dar el gran salto a una apuesta más arriesgada (aunque ya la había dado en cierto sentido con Zodiac) pero la diferencia es que ahora tenía más exigencias de Hollywood pero en vísperas de navidad (época de su estreno en EE.UU.).
El curioso caso de Benjamin Button (EEUU, 2008) cuenta por lo menos con una primera hora que atrapa y mantiene la promesa, hasta que se agota, de desarrollar una historia sobre una persona extraña en este mundo, o al menos que intenta ser normal en un mundo de extraños. La metáfora del tiempo que regresa, reflejada en ese episodio donde un Elias Koteas ciego pierde a su hijo y crea un reloj que cuenta las horas al revés, convirtiéndose en la alusión al flashback como recurso más poética del cine (o como la del reloj sin agujas en el sueño de Las fresas salvajes, guardando las distancias, como la metáfora de la muerte) se encarna en la figura que Brad Pitt da a Benjamín Button, aquel que hace corpóreo el retroceso del reloj.
Si entramos en el terreno de lo freak, porque de hecho en otras fantasías fílmicas un bebé envejecido iría para el show principal de un circo, a la manera de los personajes de Tod Browning, o para el ambiente enrarecido donde habitan los típicos monstruitos lyncheanos (como en Eraserhead o El hombre elefante), el bebé que idean los guionistas, quienes se inspiraron en el relato corto de Scott Fitzgerald, tiene toda la apariencia viscosa del bebé Sinclair (no pude evitarlo, sorry), o del bebé zombie de Braindead, pero que de raro sólo luce la vejez física (porque al final de cuentas es un bebé con las características de uno normal, llora, se le cambia pañales, se chupa el dedo). Button deja de ser diferente en un dos por tres, no hay conciencia de su condición, no tiene ninguna discapacidad, al final no llega ser un extraño para nadie. Todos son buenos y mejores amigos en el mundo de Fincher. No hay repelencia, no hay crisis.
Al crecer el hogar de ancianos lo mira y trata como un anciano igual que a ellos pero en versión diminuta, o sea su vejez de nacimiento se normaliza. Button nunca cuestiona su naturaleza ni asume su condición sino es en relación al envejecimiento de aquellos que más quiere: no hay rareza que hace crecer al personaje, sólo el devenir del tiempo y el típico drama de cualquier filme de aprendizaje o historia de amor, pero la diferencia aquí es que los verdaderos "extraños" son los que enseñan: el pigmeo negro que vivía en una jaula con monos, el marino tatuado en todo el cuerpo, la nadadora frustrada que baja cada madrugada a tomar el té.
Lo expuesto supone algunas de las ideas que hace que la película me parezca simpática en su primera hora (la secuencia de los "niños" jugando bajo las sábanas en una casita de mentira tiene el tufillo de lo prohibido), donde se nota más un virtuoso rigor fotográfico (la sesión en la iglesia, el relato del relojero), que se va limpiando conforme las épocas se modernizan.
Pero la película cuenta con casi tres horas, dos de las cuales se hacen tediosas y simples, sin la cuota de "extrañeza" que tenía el bebé o niño Button. Esbozo unas razones por las cuales la cinta de Fincher me parece floja:
1. Se pierde el ritmo. Mientras Pitt se hace más joven, al ritmo del filme le va dando artritis. Cuando la película se va haciendo una historia de amor más evidente y común, la fotografía logra sus momentos de ebullición y se embelesa como los diálogos y actuaciones. Fincher ha perdido todo halo de duda y los pasos de su protagonista frente al tiempo terminan siendo poco significativos o reiterativos: un Button prodigando a su padre el último sunset o un reloj moribundo en medio del Katrina. La fábula decae.
1. Se pierde el ritmo. Mientras Pitt se hace más joven, al ritmo del filme le va dando artritis. Cuando la película se va haciendo una historia de amor más evidente y común, la fotografía logra sus momentos de ebullición y se embelesa como los diálogos y actuaciones. Fincher ha perdido todo halo de duda y los pasos de su protagonista frente al tiempo terminan siendo poco significativos o reiterativos: un Button prodigando a su padre el último sunset o un reloj moribundo en medio del Katrina. La fábula decae.
Parece decir Fincher que no se puede hablar del tiempo si no es a través de la percepción machacona de lo que pasa durante toda una vida, pero como Hollywood está llena de estas historias de nacimiento, crecimiento, reproducción y muerte, no le ha quedado más opción que darle ese halo de extrañeza invirtiendo estos procesos, donde morir es igual que nacer, pero que termina siendo más de lo mismo pero necesitando la ayuda del dencorud y de los Tena al inicio. Fincher perdió una buena idea del transcurso del tiempo.
2. David Fincher ha bajado un escalón en su filmografía y ante los logros de los cineastas de su generación. Si directores estadounidenses, años atrás tildados de jóvenes promesas, tienen ya un estilo claro (Wes Anderson o para ir más lejos, Tarantino) o por lo menos, como el caso mencionado de Paul Thomas Anderson, ya han producido alguna obra maestra, Fincher dio un paso atrás con una historia clásica y típica de la sensibilidad del Hollywood más consumista: el de las taquilleras Titanic o Forrest Gump, con la que se le compara exageradamente pero vale la gracia. Quizás para la siguiente película de Ben Stiller se tenga en cuenta ya no al Tom Hanks para inspirar a Simple Jack en Una guerra de película, sino que se tendrá que buscar algún muñeco al estilo de Carlo Rambaldi para hablar un poco de los gustos dramáticos de la Academia.
3. Button es un Matzerath de un Hollywood más cauto y menos exigente. Sí, la narración tiene ese estilo, a modo de diario y en primera persona (obvio por el objeto que lee la hija de la moribunda y envejecida Cate Blanchet) y que en algunos momentos me recuerda al modo sardónico de narrar de Oskar Matzerath en El Tambor de hojalata, claro que en Button no hay burla ni exigencias. En este sentido, es una voz en off modosa, desconectada con su tiempo: no es la Alemania bajo el dominio Nazi de la novela de Günter Grass ni mucho menos, sino un drama donde la guerra asoma sin mucha belicosidad. A Benjamín le importa el amor y descubrir el mundo en todas las dimensiones posibles, como a Matzerath, otro tipo de freak que decide no crecer a los tres años, un caso de lo más curioso también, pero resulta convencional y nada curiosa en su relato. Mejor hubiera sido poner las cinco partidas de rayo y ya.
Mónica Delgado