jueves, 30 de septiembre de 2010

Arthur Penn y Tony Curtis




Mueren dos grandes del cine norteamericano: Arthur Penn (1922-2010) y Tony Curtis (1925-2010)

Hombre de la generación de la televisión, las películas de Penn tienen un costado áspero, exacerbado, intenso, crispado, sensible como una herida en carne viva, abierto al "aire de los tiempos". Era un liberal y un intelectual que supo tomar las enseñanzas del cine realista, introspectivo y lírico de Elia Kazan, pero también del cine europeo de los 50 y 60, así como del teatro del "realismo psicológico".

Era, sobre todo, un director de actores. Paul Newman en "El temerario", Patty Duke y Anne Bancroft en "Ana de los milagros", Marlon Brando en "La jauría humana", Dunaway y Beatty en "Bonnie y Clyde", Dustin Hoffman en "Pequeño gran hombre", Gene Hackman en "Secreto oculto en el mar", Jodi Thelen como Georgia en "4 amigos", tuvieron sus papeles más icónicos o emblemáticos. Algunos preferirán al Brando de Kazan, pero la paliza que recibe en "La jauría humana" en ese pueblo sureño tradicional y asfixiado por prejuicios, se ajusta perfectamente a la mitología sufriente y masoquista del actor, que queda potenciado por el rol.

Lo mismo ocurre con la sensualidad depredadora de Dunaway en "Bonnie y Clyde", o con el filón taciturno, desengañado, lánguido, de Hackman en "Secreto oculto en el mar", título con que se estrenó "Night Moves", uno de los "film noir" más logrados desde que Orson Welles resumió, exaltó, distorsionó y liquidó el ciclo "negro" con "Sombras del mal". Y Paul Newman, ese niño bonito torturado por pulsiones violentas, fue el Billy the Kid emblemático de la generación que cuestionó la autoridad paterna.

Pero además Penn, como Peckinpah, es un hombre que está entre dos épocas. Asiste a la agonía del sistema de estudios tradicional y de los géneros clásicos. Sin embargo, los toma para trabajar al interior de ellos, forzarlos, llevarlos hacia otros derroteros. El western exhibe las manías del "Método" en "El temerario" o reescribe la "Historia" de la Caballería y el genocidio de los nativos (encontrando un formidable antecedente en "Fuerte Apache", de John Ford), con el estilo de relato picaresco de "Pequeño gran hombre". Lo mismo hace en la vertiente gansteril del filme criminal, en "Bonnie y Clyde", aportando una violencia estilizada y un sustento erótico inéditos en el género.

Hay un lado iconoclasta en Penn, que reivindicó siempre una libertad a la europea en el seno de la industria. Una libertad que a veces lo llevaba por el lado del homenaje, del pastiche, de la cita, del guiño culto, de la mímesis. Es el filón menos logrado, menos auténtico de su cine: las películas en que rinde tributo al cine "artístico" europeo, a la "Nueva Ola", como "Mickey One" o "Déjennos vivir".

Tony Curtis no ponía la crispación en vitrina. Era relajado, entrañable, seductor, frívolo, experto en el arte de vivir bien, al menos en sus películas más célebres, es decir, las comedias y los filmes de aventuras de los años cincuenta. En "El hijo de Alí Baba", "El escudo negro", "La máscara púrpura", Curtis está suelto, ágil, divertido, jugando siempre a ese guiño de complicidad con el espectador que ignora cualquier tratado o ejercicio del Método. Es inolvidable su muerte en "El gran Houdini", así como es imposible separar su imagen de ese tratamiento del technicolor brillante e irrealista que sustenta la fascinación por la aventura.

Con Blake Edwards estuvo perfecto y apegado al mundo chispeante de alguien capaz de imaginar un submarino pintado de rosa, como en "Sirenas y tiburones". Comedias como "Un amor de otro mundo" ("Goodbye Charlie"), de Minnelli, y "El sexo y la joven soltera", tienen un ritmo frenético y alocado que le deben mucho a su flexibilidad corporal y su talento para el burlesco. Lo que se prueba en su trabajo con Billy Wilder. Hace pareja con Jack Lemmon en "Una Eva y dos Adanes", la madre de todas las comedias bisexuales, incluída "Víctor Victoria".

El trasvestismo, el simulacro, la ilusión, el truco, el engaño y el afeite no sólo lo convirtieron en Houdini, sino también en "El gran impostor", apareciendo en "La lista de Adrián Messenger" y modificando su rostro y estilo en la excepcional "El estrangulador de Boston", de Richard Fleischer, uno de los mejores y más olvidados directores de Hollywood, que lo dirigió también en "Los vikingos".

Y es que Curtis fue también un actor dramático formidable. Ahí están para probarlo "La mentira maldita" ("Sweet Smell Of Success"), "El estrangulador de Boston" o "El último magnate", dirigido por Kazan.

Para el niño que alguna vez fui, el Tony Curtis de "El escudo negro", "Los vikingos", "Espartaco" o "La carrera del siglo" encarnaba -junto con el Charlton Heston de "Los 10 mandamientos", "Ben Hur", "El Cid" y "55 días en Pekín"- lo mejor que podía dar el cine, es decir, la emoción de la aventura, la irrealidad de los colores y los espacios, la estilización fantástica del mundo, el entretenimiento puro. Ver el final de "El gran Houdini" en la pantalla del cine Tacna en la matiné de algún domingo lejano fue una emoción mayor que aún siento muy viva.

Ricardo Bedoya


lunes, 27 de septiembre de 2010

El secreto de sus ojos


“El secreto de sus ojos” sigue una línea particular del cine argentino de las últimas dos décadas. La que ausculta, en clave de filme de género, los hechos oscuros de un pasado histórico reciente que se remonta a la violencia de las izquierdas en los años setenta, sigue con el gobierno de María Estela Perón y López Rega, y desemboca en la dictadura feroz de Videla. “La historia oficial”, de Luis Puenzo, apelaba al melodrama familiar, eje del cine industrial latinoamericano, para tratar el asunto de los niños separados de sus padres asesinados a fines de los setenta; “Crónica de una fuga”, de Caetano, contaba un caso de secuestro, tortuga y fuga de un “centro de detención” clandestino; “El secreto de sus ojos” mezcla el thriller, el drama romántico, el filme de pesquisa, para tratar el asunto de la memoria que no se clausura sino que se actualiza, se reconstruye, se vuelve a escribir, regresa para inquietar.


“El secreto de sus ojos” es producto del oficio de su director Juan José Campanella, el mismo de “El hijo de la novia” y “Luna de Avellaneda”, y realizador de varios capítulos de conocidas series de la televisión norteamericana, como “House” y “La ley y el orden”. Narra con eficiencia, soltura y fluidez, en un vaivén permanente entre el pasado de 1974, con bandas paramilitares de ultraderecha haciendo de las suyas, y el presente de la acción, en 1999. Pero, sobre todo, consigue de sus actores Ricardo Darín, Soledad Villamil, Guillermo Francella, Javier Godino, Pablo Rago, entre otros, la tarea de expresar la obsesión, la ira o el deseo de venganza que se sacia de a pocos, con escasos, sobrios y mínimos recursos. Darín es un maestro de la “performance invisible”, de la contención en la pose y el gesto, como los actores norteamericanos de la generación que se afianzó luego la llegada del sonido al cine. Francella pone lo suyo, construyendo el personaje secundario que da color y humor al conjunto. El conjunto de actores, todos en el mismo registro, son el sustento de esta película y lo más valioso de ella.


Al interior de la acción, Campanella inserta “momentos fuertes” como pruebas de su pericia técnica: la persecución por el estadio que combina imágenes generadas por computadora con el frenesí de una cámara que se desplaza como un ojo flotante, o la escena del interrogatorio judicial. Escenas filmadas con ese “crescendo” dramático que se echa en falta en otros momentos de la película, que transcurren en medio de una corrección mecánica que sirve más bien a las necesidades del guión, pródigo en diálogos de sabor porteño, dichos con brío y gracia por Francella y Darín, que son anzuelos de identificación con un público que se conecta desde el inicio con los elementos de género. Otra marca de la segura artesanía de Campanella: el trabajo escenográfico y de luz en los interiores de las oficinas judiciales, en la casa de Francella y en otros espacios ocres, marrones, sin brillo, tan laberínticos y asfixiantes como el clima político de la época que retrata la película.


El comentario sigue aquí:




Ricardo Bedoya

jueves, 23 de septiembre de 2010

Angst, de Gerald Kargl


El Cine Club de la Universidad Cayetano Heredia presenta este lunes 27, a las 7 de la noche, Angst, de Gerald Kargl (La angustia del miedo, Austria, 1984, 94 min).



La nota de prensa informa: "Estaba muy interesado en la psicología de este asesino en serie (Kniesek) y quería proveer una mirada más honda de su psique, mayormente vía la narración en tiempo real y su voz interna, continuamente presente en la voz en off." Considerada superior a 'Henry, retrato de un asesino en serie' de John MacNaughton (1986) y referencia ineludible para el cine de Michael Haneke."



Lugar: casa Honorio Delgado: Av. Armendáriz 445. Miraflores.

Hacia una historia del cortometraje en el Perú: parte final

Luego de algunos años de incertidumbre y crisis de la empresas cinematográficas, en 1994, se dictó una nueva ley de cine. La novedad de esta norma, vigente hasta hoy, consistió en el reconocimiento oficial de la expresión fílmica como un hecho cultural y de comunicación. El Estado, en consecuencia, se fijó como objetivo fomentar la producción de películas nacionales, procurando promover a los nuevos realizadores.
Para cumplir esas buenas intenciones, la ley creó un organismo, el CONACINE (Consejo Nacional de la Cinematografía Peruana), dependiente del Ministerio de Educación, que se convirtió en rector de la aplicación de la legislación cinematográfica. El fomento estatal, de acuerdo a la letra de la ley, tomó la forma de un sistema de concursos destinados a premiar cada año a los seis mejores proyectos de largometrajes y a cuarenta y ocho cortos terminados.

En efecto, la ley aprobada, impresa y vigente estableció la realización de cuatro concursos anuales de cortometrajes. Las recompensas se fijaron en dinerario: cuarenta y ocho premios de un monto ascendente a cerca de catorce mil dólares de los Estados Unidos de Norteamérica para cada uno de los cortos reconocidos. Al mismo tiempo, ordenó la realización de dos concursos anuales de proyectos de largometrajes, premiados con sumas diversas según hubiesen logrado el primero, segundo o tercer premio. En todos los casos, los premios recompensan la calidad, sea de los proyectos de largos o los cortos acabados.

Son dos millones de dólares, aproximadamente, los que debe consignar el Tesoro Público cada año para fomentar el cine peruano y sufragar los gastos administrativos del CONACINE, responsable de la gestión de la ley, además de otras vinculadas con la representación del cine peruano.

Al dictarse la ley, estos mecanismos, basados en premios y recompensas, se propusieron como alternativas a la legislación derogada. El sistema creado no interfería con los principios de libertad contractual y de mercado proclamados por la política económica liberal impuesta por el gobierno de Alberto Fujimori. El mecanismo de concursos y premios se basó en un sistema de concesión estatal de estímulos directos (premios a la calidad) a la producción cultural y no en subsidios indirectos, reprobados por la doctrina liberal. En este punto radica la principal diferencia de este régimen respecto del que existió hasta 1992. La ley vigente aborda el problema del cine desde el punto de vista del estímulo a la actividad cultural, a diferencia de la anterior, que lo hacía promoviendo la exhibición de los largos acabados o resarciendo al productor de cortos con recursos económicos generados durante su pase obligatorio por las salas.
A diferencia de lo que ocurrió hasta 1992, la ley no estableció ningún canal de exhibición para los cortos premiados. Sólo un régimen concertado de exhibición de los largometrajes y la intervención arbitral del Estado en el caso que un exhibidor, presionado por los distribuidores de cintas extranjeras, abusara de su posición en el mercado.

En el marco de las orientaciones económicas liberales impuestas en el país y en casi todo el continente, el método de promoción escogido era uno de las pocos posibles y viables. Cualquier proyecto proteccionista hubiera naufragado antes de zarpar. Sin embargo, las limitaciones de esa concepción se hicieron visibles muy pronto.

En efecto, al cabo de un tiempo se comprobó que la voluntad estatal de apoyar al cine no era consistente ni real. Los concursos sucumbieron al primer ajuste presupuestario. El cine peruano, desde 1994, dependió de las disponibilidades financieras de la caja fiscal y eso lo torno frágil y dependiente de las orientaciones particulares adoptadas por la economía. A pesar de su obligación legal, el Estado no cumplió con asignar el presupuesto previsto para que la ley de cine sea aplicada sin tropiezos.

Por eso, a finales de la década de los noventa, la situación del cine peruano era, una vez más, crítica. El monto de los premios empezó a hacerse cada vez más oneroso para el Tesoro Público y ocurrió lo previsible: el cine, crónico pretendiente de los esquivos fondos públicos, se transformó en acreedor defraudado del Estado. La ley nunca se aplicó como lo ordenaba el texto publicado en el diario oficial: los recursos llegaron tarde, mal –a cuentagotas- o nunca. Los dos millones de dólares jamás se desembolsaron.

A su turno, el cortometraje dejó de ser una actividad empresarial para convertirse en un ejercicio académico o en una forma de aprendizaje del oficio. Desde el año 2000, la producción de cortos se incrementó de un modo notable, aunque pocas de esas películas fueron exhibidas en auditorios públicos, al no tener un circuito de exhibición previsto. Su exclusión se basa en un criterio aritmético: sus minutos de duración no suman lo suficiente para ocupar una sesión estándar de cine. Pero también en hábitos culturales que han hecho que acudir al cine sea un asunto de planificación del tiempo libre, uso del ocio y pago por el espectáculo ofrecido. El cortometraje no satisface esas expectativas, se queda “corto”. Por eso, nadie paga por verlos.

La mayoría de los cortos fueron realizados por jóvenes, sobre todo en universidades e institutos de Lima y regiones del país. Las cámaras digitales pusieron lo suyo en este auge, que se extendió a las regiones.

Pero también aportó la renovada vocación por la realización en los campos de la ficción y el documental. El panorama actual es contradictorio: se expanden las energías de los más jóvenes y se hacen películas, pero al mismo tiempo se incumplen las normas mínimas de promoción al cine expresadas en la ley vigente desde hace una década.

Si el cortometraje fue, en los años setenta y ochenta, la hechura de una ley que le dio posibilidades de exhibición y un mercado cautivo, ahora el corto desborda las previsiones legales e ignora sus marcos, regímenes y prescripciones. Si en los primeros años de vigencia de la ley actual, los cortos se hacían con la expectativa de ganar algunos de los premios del próximo concurso, ahora se hacen a sabiendas que los concursos pueden postergarse "sine die" o no tienen un calendario fijo de convocatorias.

Los problemas que el corto enfrenta ha restablecido cierta lucidez en el análisis de los objetivos y los horizontes. Suprimidas las exenciones tributarias y la exhibición obligatoria, al gusto del liberalismo dominante, la ganancia que ofrece la realización de un cortometraje no se mide en términos cuantitativos o contables. Es un rédito formativo, de afirmación expresiva, de manejo del medio, de apuesta por un formato particular, de vocación por el relato breve y la exposición sucinta; en fin, de necesidad expresiva. El corto no es un largo en germen, ni una película de noventa minutos resumida o reducida. Los estándares temporales del cine son muchas veces imposiciones exteriores de naturaleza económica. En el corto, el director afronta uno de los problemas centrales de las artes narrativas, el de la duración, que integra así a su propia búsqueda estética.

Ricardo Bedoya

Amauta Films: setenta años después (parte final)

El período del cine mudo y las primeras experiencias sonoras se desarrollaron en el país con la precariedad y la improvisación típicas del arrojado voluntarismo amateur. En el afán de enfrascarse en la aventura del cine, sus responsables no se detuvieron para analizar la factibilidad del empeño o la consistencia del mercado. Manuel Trullen, Francisco Diumenjo y otros, deseosos de profesionalizar sus actividades técnicas, alentaron entonces la idea de la creación de una industria cinematográfica en el país. Para ello se requerían equipos modernos, personal técnico, estrellas y, claro, inversiones, esas fuentes de financiamiento estables sin las que el cine no puede existir.

El capital llegó de los hermanos Varela La Rosa, industriales en el ramo de la electricidad, que aspiraron a lograr, en un plazo breve, la instalación industrial que, por prueba o error, se perfeccionase paulatinamente, adquiriendo la experiencia y los equipos necesarios para hacerla competitiva, incluso en mercados extranjeros.

Y en efecto, los resultados inmediatos fueron auspiciosos. La prensa comentó que las cintas de Amauta Films fueron mejorando su calidad fotográfica y de sonido aunque no dejaron de anotar la escasa originalidad de tramas endebles y situaciones argumentales manidas.

Fascinados por la mitología de los estudios norteamericanos, los responsables de Amauta constituyeron los propios y se lanzaron a una producción febril, con personal contratado y dispuestos a igualar la calidad de la producción extranjera. Muy pronto se vio que la aspiración era incompatible con los recursos disponibles y con la estrechez de un mercado que fue perdiendo vitalidad. En efecto, los equipos importados que eran indispensables para la actividad de la compañía, requerían de costos de operación desmesurados. Y entonces el amateurismo repudiado se infiltró en diversas formas, sobre todo cuando hubo necesidad de inventar una tecnología nacional hecha de composturas rápidas en equipos de segundo uso y la incorporación de dispositivos técnicos de hechura criolla. El trabajo en el laboratorio se hizo muchas veces usando una bañera para el revelado.

El mercado limeño tampoco fue un aliado para el desarrollo de la idealizada industria. En buena medida debido a la opción genérica adoptada, las cintas de Amauta se dirigieron a un auditorio obrero, de artesanos, migrantes y de pequeña burguesía que realizaba trabajos dependientes. Ello recortó las posibilidades para la distribución de las películas en las salas de cabecera del centro de la ciudad, identificadas con el cine hablado en lenguas distintas al español.

La programación de las cintas de Amauta en las infaltables salas de Breña (Capitol), Barrios Altos (Apolo o Delicias) o en zonas tradicionales y en paulatino deterioro del centro de Lima, como Chirimoyo o Malambo, demos­traran que las películas no tuvieron como destinatario principal al auditorio de comerciantes, profesionales o empresarios que radicaban en el sur de la ciudad, en nuevos distritos, o que frecuentaban, por motivos de trabajo, la Plaza San Martín y el Jirón de la Unión, ubicados en la zona neurálgica del comercio y las finanzas de la capital, y que conformaban el sector social que concentraba el mayor poder adquisitivo y mostraba mayor asiduidad en la asistencia al espectáculo fílmico.

Fueron películas para "cines de barrio", que eran parte del escenario que se reflejaba en la pantalla. En ellos, los "guapos" y los "gallos" prolongaban su educación sentimental y social. En sus butacas se conquistaban la fantasía, la piel femenina y se lograba la experiencia inefable de sentir intimidad en medio de la colectividad. En el cine de Breña o en el de Barrios Altos, frente a películas que magnificaban lo que no era más que un minucioso inventario de ambientes cotidianos y familiares, los empleados endeudados, los obreros agotados, los migrantes mal acogidos por la ciudad, las futuras madres con esposos huidizos o novios esquivos, podían sentirse parte de un conjunto cálido y enfervorizado, de una comunidad acogedora, de un todo social que, durante hora y media, aparecía sin diferencias ni jerarquías, exhibiéndose compacto, sólido, sin fisuras.

Cines de barrio que cincuenta años después serían devastados por la experiencia privadísima y excluyente de la contemplación del vídeo y la televisión.

Las demás compañías productoras surgidas en esos años finales de la década de los treinta tuvieron semejantes pretensiones y dificultades. PROPPESA, la más importante de ellas, inició la construcción de estudios donde buscaba hacer películas de manera continua, único modo de lograr la homogeneidad en el producto y el consistente interés del espectador. Sin embargo, la compañía no llegó a estrenar su tercera cinta, luego del fracaso de las dos anteriores.

En todos los casos, la existencia de las compañías productoras encontró una justificación en la necesidad de competir con las películas que venían del exterior, creándose la convicción de que mostrar hechos, gestos y costumbres nacionales fundaba una forma de expresión fílmica peruana, lo que ya de por sí era signo de progreso y modernidad. El poder lucir un cine propio, con lo que suponía ello de posibilidades de desarrollo tecnológico y de afirmación de identidad, era un motivo de orgullo. El próximo paso, pensaron los producto­res, era exportar las cintas a mercados ávidos de color local.

No calcularon que algunos países contaban ya con una producción regular de cintas nacionales y habían recurrido al proteccionismo, a los aranceles elevados para el cine competitivo.

Sí, según se afirma, algunas películas de Amauta lograron exhibirse en países de América Central, fue como consecuencia de su casi inexistente producción nacional. Pero allí no se encontraban los mercados que hubieran podido compensar la fragilidad y escasa envergadura del nuestro. Ni, mucho menos, los que hubieran podido garantizar la continuidad de la producción y de las ventas al exterior.

Pero la pretendida competencia con el cine mexicano no se intentó liberando a la producción nacional de la preocupación del calco o la transcripción de situaciones y argumentos. No se logró, por ejemplo, la creación de un género nacional equivalente al que Brasil conoció como chanchada, creado a partir de música y anécdotas típicamente cariocas. Y aun cuando los fragmentos de las películas de la época que se conservan mantienen un acento inconfundiblemente limeño o regional, ofreciendo detalles de una geografía y un modo de ser que se imponen gracias al contenido objetivo de las imágenes, en su conjunto la producción fue mimética y apegada a cánones genéricos. Si el contacto entre el cine peruano y el público al que se dirigió fue estrecho, éste cesó sin nostalgias apenas se avizoraron dificultades. Y no hubo segunda oportunidad para el éxito de Amauta. El público prefirió seguir y apoyar al cine mexicano, que le ofrecía similares fórmulas, pero mejor acabadas.

Amauta erró al adoptar la creencia de que su éxito era un triunfo absoluto y no el punto de partida para la construcción de una fisonomía y una personalidad propias.

La idea del cine en el Perú de los años 30 fue deductiva, de un estilo tomado en préstamo a corto plazo, producto no de la difusión cultural, la curiosidad científica, el afán pionero, el requerimiento del mercado o conse­cuencia de un "estado de las cosas" en el orden del equipamiento o la especialización profesionales. Sí películas como El niño de la puna o El vértigo de los cóndores significaron pérdidas que trajeron consigo la disolución de las compañías productoras fue debido en buena medida a la desproporción entre intenciones y resultados. La cinta de Roberto Saa Silva pretendió competir nada menos que con las películas de aviación norteamericanas y para ello filmó planos desde el aire, rodados por pilotos de exhibición. Intentó incluso el uso de transparencias para dotar de espectacularidad a algunas imágenes. Sin embargo, el carácter paupérrimo de la producción, las situaciones inverosímiles, la fotografía opaca y el sonido inaudible - al decir de los comentaristas de la época- acabaron con las expectativas y condenaron a El vértigo de los cóndores al olvido. Este ejemplo es significativo de aquello que falló y que no se tomó en cuenta.

Se ignoraron a menudo las condiciones reales de la producción en el país. Argumentos hechizos y situaciones copiadas sólo podían dar lugar a un pastiche de industria.

Y sin embargo, se extendió la ilusión de que, con esas condiciones, todo era factible y que el público podía pasar por alto muchas imperfecciones a cambio de ver sus barrios y calles en la pantalla. No ocurrió eso. Y no hubo tiempo para despejar la ilusión.

¿Representó ese repentino brote de la producción cinematográfica peruana, a partir de 1937, una época de oro? ¿Significaron acaso esa veintena de películas una etapa particularmente rica e inmejorable de nuestro cine?

La respuesta es negativa. En primer lugar, porque hablar de una época de oro supone señalar una etapa especialmente fructífera al interior de una continuidad. La producción Fílmica en el Perú jamás adquirió la regularidad que hubiera podido hacer resaltar los méritos de las cintas de Amauta.

Pero también debido a que la propuesta de la compañía no logró madurar. Ni su imaginería populista, ni sus objetivos de producción pudieron arraigarse, crecer y tornarse influyentes. Después de todo, las épocas de oro generan clásicos y una de las características de lo clásico es erguirse como modelo, como objeto digno de ser imitado, citado, repetido.

Pasada una década, el modelo de Amauta aparecía ya como envejecido, fechado, expresivo apenas de un aire popular de los años que vieron la desaparición de las variedades en los escenarios teatrales y la irrupción en fuerza de la radio.

La de Amauta no fue una época de oro. Fue una inversión consistente y persistente que un fenómeno drástico de carestía y concurrencia llevó al eclipse total. El auge de Amauta fue el brote inesperado que irrumpió en la crisis y desembocó en otra crisis: ese estado crónico, esa condición de la existencia de nuestro cine.

La desaparición de la empresa trajo consigo un efecto conocido: las estrellas volvieron a sus teatros y se aprestaron a ingresar a otro medio de comunicación; los técnicos y realizadores sobrevivieron haciendo trabajos menores, documentales, noticiarios. Un proyecto, en suma, se fue a pique.Sus promotores se equivocaron al pensar que bastaba con una organiza­ción empresarial - la sociedad anónima, con personal estable y actividad continua- y la ilusión de la industrialización, para sacar adelante una producción competitiva del producto importado. Sin contar con equipos ni mercados --el éxito de algunas cintas de Amauta se explicó sobre todo por su bajo costo, lo que le permitió recuperar la inversión en las salas de la costa peruana- el cine peruano de los años treinta estuvo confinado a una modalidad artesanal de producción que impidió que sus cintas pudieran medirse en igualdad de condiciones con la producción- industrial de otros países. Las evidencias de la inferioridad acabaron con cualquier ilusión.
Ricardo Bedoya

viernes, 17 de septiembre de 2010

Amauta Films: setenta años después (cuarta parte)

El éxito de las películas de Amauta Films tuvo un breve efecto expansivo y multiplicador. Logró que afluyeran capitales a la actividad fílmica, fundándose empresas que se iniciaron en la producción de largometrajes, aunque con resultados diversos.

Algunas apenas produjeron una cinta, como Colonial Films, de Antero y Oscar Aspíllaga - herederos de una de las grandes haciendas azucareras del norte del país, Cayaltí -, Pedro Burbank y Hernán Moscoso, que sólo logró estrenar, en 1938, El niño de la puna, dirigida por Carlos Artieda, una comedia que tuvo como protagonistas a tres famosos actores teatrales, Ernestina Zamorano, Carlos Revolledo y Pedro Ureta.

Cóndor Pacific Films intentó la hagiografía con Santa Rosa de Lima, que fue realizada en 1939 por el actor Pepe Muñoz, obtuvo el Nihil Obstat eclesiástico y se mantuvo apenas unos días en cartelera.

Igual suerte corrieron la Empresa Cosmos, que fracasó con Padre a la fuerza (1939), dirigida por Roberto Ch. Derteano, y Ollanta Films con el melodrama El vértigo de los cóndores, estrenada en 1939 y dirigida por el chileno Roberto Saa Silva, quien luego hizo en Colombia algunos largos como Allá en el trapiche(1943), Anarkos (1944) y la inacabada Pasión llanera (1947) Saa Silva, tenor lírico y pintor, había adquirido experiencia fílmica en Hollywood, donde laboró como técnico y actor (trabajó en 4 cintas norteame­ricanas rodadas en español, Sombras de gloria (1929) de Andrew L. Stone; Monsieur Le Fox (1930) de Hal Roach; Las campanas de Capistrano (1930) de León de la Mothe y El presidio (1930) de Ward Wing. Arribó al Perú en junio de 1938.

Alguna envergadura tuvo la Productora Peruana de Películas (PROPPESA), de propiedad de Teófilo Fiege, Luis Iturriaga y Pedro Cáceres. Bajo la dirección de Fiege, importante distribuidor y exhibidor, se equipó con máquinas Bell y Howell y un sistema sonoro Leitone y hasta inició la construcción de un estudio cinematográfico en el barrio limeño de Magdalena. Sin embargo, apenas pudo producir dos largometrajes, El destino manda, en 1938, dirigida por Florentino Iglesias - que había realizado, en 1930, una cinta muda, La última lágrima ­y Corazón de criollo, dirigida, en 1938, por Roberto Charles Derteano, con un argumento que ilustraba las desventuras de Luis Enrique, el plebeyo, protago­nista del clásico vals de Felipe Pinglo Alva. Derteano había obtenido alguna experiencia como técnico en Estados Unidos, país al que regresó después de sus incursiones en la dirección de películas peruanas. Allí filmó, hacia 1953, un documental de título explícito, Morfina, producido por el Departamento de Narcóticos del Gobierno de los Estados Unidos.

Descontadas las cintas de Amauta Films, entre 1937 y 1940 se estrenaron siete películas, lo que sin duda significó una cifra importante, teniendo en cuenta la magra producción de años atrás. Ninguna de ellas, sin embargo, logró alejarse de las pautas impuestas por Amauta. Esos títulos fueron sólo paráfrasis de los asuntos y fórmulas al uso en las cintas de Villarán y Salas.

A juzgar por los comentarios de la época, la producción de Amauta Films fue mejorando su calidad y técnica. Los balbucientes inicios, en los que era perceptible la apresurada y frágil artesanía puesta en práctica para su realización, fueron superados por una nitidez creciente de sonido e imagen. No ocurrió lo mismo con sus epígonos. A El destino manda de PROPPESA, se le objetó su indefinición fotográfica (con planos fuera de foco) y su deficiente sonido. De Corazón de criollo, de la misma productora, se dijo que por defectos del encuadre, al galán se le veía con deformaciones físicas ostensibles y que la música, ensordecedora, impedía escuchar a los cantantes.

Un comentarista resumió su opinión de El niño de la puna de Colonial Films, de la siguiente manera:
"Argumento: Falto de originalidad, falto de gracia. No se ha tenido en cuenta que ya los ‘toros' (N. del A: se refiere a las corridas de toros) han pasado a la historia en Lima, y que no es en su ambiente donde puede encontrarse tema que entusiasme. Diálogo: Falto de ingenio. Chistes: Manoseados.
Interpretación: Sin brillo, sin relieve, tomadas desde ángulos inconvenientes.
Sonido: Ronco, turbio.
Dirección: Pésima. Total: Un desastre".
No es extraño entonces que el público se resistiera a seguir tales empeños, que obtuvieron una muy magra acogida, forzando a la liquidación de sus empresas productoras.

En octubre de 1940 se estrenó la última película producida por Amauta Films, y la etapa que pareció señalar el inicio de un desarrollo industrial pletórico de prosperidad y futuro se liquidó de pronto y sin posibilidad de reversión.

La causa inmediata del fracaso de esta experiencia fue, sin duda, la escasez de materia prima que trajo consigo la Segunda Guerra Mundial. La industria bélica requería el empleo de celulosa para la fabricación de explosivos, producto que era usado también en la elaboración de insumos fotográficos. Estados Unidos, país productor de la materia prima, volcado al esfuerzo industrial de guerra, impuso el racionamiento de las cuotas exporta­bles de cinta virgen para filmar o copiar películas. A fines de 1940, era sumamente difícil acceder al producto en los mercados dependientes del insumo importado. Por otro lado, la escasez fue administrada por la Oficina Coordinadora de Relaciones Exteriores de Washington, presidida por Nelson Rockefeller, que indicó a los proveedores de celulosa que debían dar preferencia en su abastecimiento a países aliados de los Estados Unidos en su lucha contra el Eje. México se benefició con tal preferencia pues estuvo resueltamente al lado de los aliados, a diferencia de la otra importante industria de cine de lengua española en América Latina, la argentina, a la que la ambigua neutralidad de su gobierno acarreó dificultades.

Pero la preferencia por México no sólo se hizo efectiva en el campo del abastecimiento de materia prima. Estados Unidos también apoyó la difusión de una cinematografía que podía propagar en los países hispanohablantes los postulados de la causa aliada.

Los efectos del desarrollo extraordinario que tuvo la industria mexicana desde mediados de los años 30 se dejaron sentir muy pronto en el Perú. Si el éxito internacional de Allá en el Rancho Grande, en 1936 y 1937, había creado no sólo un público cautivo, sino modelos y patrones genéricos que nuestro cine asumió sin mayor distancia o reflexión, a partir de entonces se produjo una verdadera expansión de esa cinematografía, que tomó por asalto al mercado peruano.

Un hecho significativo de esta acogida fue la salida de sus películas del "ghetto" de su exhibición exclusiva en cines de barrios populares. En 1943, El circo de Miguel M. Delgado (1942), con Cantinflas, se estrenó en el exclusivo Cine Metro, ubicado en la céntrica Plaza San Martín de Lima, sala reservada hasta entonces alas exclusividades de un cine norteamericano que prefería por esa época dirigir un buen porcentaje de sus películas al auditorio de su propio país, incitándole a mantener la esperanza, el coraje o la fe en el esfuerzo de guerra. El centro de la ciudad, ruidosa médula de la actividad empresarial del Perú (le entonces, transitado por las clases medias, se abrió al talante popular de un cine de habla hispana.

El distribuidor Eduardo Ibarra, pronto especializado en la importación de cintas mexicanas, fue el soporte de esta expansión, convirtiendo al país en un "mercado natural" de esa industria.

Populismo urbano, sainete campirano, proclividad al melodrama, gusto por la mezcla de géneros, sustento en el sistema de estrellas, factura técnica de irreprochable calidad y espectáculo. Tales eran los ingredientes infaltables de cualquier película mexicana. Con tales dotes, ellas se convirtieron en compe­tidoras encarnizadas de un cine peruano hecho a su sombra pero carente de la eficacia profesional y la capacidad industrial del modelo mayor. No es sorprendente pues que se produjese un desplazamiento hacia el producto que ofrecía el mejor empaque, el acabado superior. Las cintas peruanas sufrieron con esta inesperada concurrencia y perdieron. El capítulo siguiente fue su salida del mercado.

No pocas versiones han atribuido el fracaso de Amauta a un desorden administrativo y empresarial crecientes. Sin embargo, la explicación parece insuficiente, ya que fue toda la producción de películas peruanas la que colapsó junto con la empresa de Varela La Rosa.

Si hubiese que interpretar las razones del fin de esta experiencia, parece más acertado hacerlo luego de constatar la influencia simultánea de hechos que no fueron previstos por los empresarios de entonces. Contaron la guerra y el progresivo fortalecimiento del cine mexicano, que interpelaba a nuestro auditorio con preocupaciones cercanas a las suyas, tan distintas a los afanes proselitistas en los que se hallaba empeñado el cine de los Estados Unidos. Pero también importó la exigencia creciente de la calidad técnica, apetencia difícil de satisfacer en las precarias condiciones de una actividad artesanal a la que se le cerraron las posibilidades de acceso a insumos indispensables.

Perú no tuvo las "ventajas comparativas" de México, Argentina o Brasil, que contaban con una infraestructura de producción ya en actividad. Si los Estados Unidos, proveedores de película virgen, debían conceder preferencias comerciales para su suministro, era natural que lo hicieran a favor de las industrias afines en el orden ideológico o de aquellas que la requirieran para continuar con una actividad que había dejado de ser marginal para la vida económica de sus países. El cine en el Perú era una tarea precaria, de escasa significación económica, desarrollada en condiciones artesanales. El cese de la actividad fílmica no debía causar mayores problemas sociales (paro, cesantía) o económicos (pérdida de mercados, ruina de la infraestructura creada, descenso de los ingresos provenientes de la exportación de películas) al país. Y así fue.
Ricardo Bedoya

La furia umana


Un hallazgo: el blog La furia umana. Una revista de cine apasionante. En su última entrega, la número 5, hay un gran especial sobre Jacques Tourneur.


Festival de Toronto

Las películas del Festival de Toronto calificadas, comentadas y con trailers, en algunos casos.

Aquí:
http://www.indiewire.com/article/tiff_grades_page/

domingo, 12 de septiembre de 2010

Enemigo interno


Esta es una versión, ligeramente ampliada, del comentario aparecido en la edición de El Comercio del día domingo 12 de setiembre de 2010. Por un error de edición, este comentario salió en el diario bajo la firma de Enrique Planas.

Desde los años finales de la Segunda Guerra Mundial, el cine norteamericano se tiñó de oscuro. Los viejos filmes criminales (en sus variantes de policial, suspenso, romance criminal, película de detectives privados, de espías y propaganda política, gánsteres, entre otros) se cargaron con atmósferas densas, crueldades extremas, ambientes deletéreos y agitación entre las sombras. El llamado “film noir” o cine negro, esa coloración transgenérica que oscureció hasta el melodrama, fue resultado de una mirada desencantada y crítica de todos y cada uno de los mitos que articulaban el optimismo de tantos filmes de Hollywood, desde la bondad innata de un John Doe o un Mister Smith, hasta la inevitable y triunfal “segunda oportunidad”, corolario de una “historia de éxito”. No es casual que los principales artífices del ciclo del cine negro fueran extranjeros, sobre todo austríacos o alemanes, como Robert Siodmak, John Brahm, Otto Preminger, Edgar Ulmer, Billy Wilder, Fritz Lang, entre otros.

La visión expresionista del que viene de afuera, del que no participa del “sentido común” de la industria ni se pliega a las sensibilidades dominantes. Eso es lo que impusieron los “extraños en el paraíso” de Hollywood de los años cuarenta, y eso es lo que trae ahora la insólita mirada del alemán Werner Herzog, que tiñe a “Enemigo interno” (“Bad Lieutenant”), un policial norteamericano de hoy, no sólo de una atmósfera renegrida sino de delirio, alucinación, onirismo, mal “trip”, pegajosa resaca, primitivismo animal.

La mirada del reptil. Ese es el punto de vista que elige Herzog para filmar al mundo como pantano y a un personaje viscoso. Desde la primera imagen, la de una serpiente de agua que avanza con dificultad, se marca el territorio y el punto de vista sobre la acción. En Nueva Orleans luego de Katrina, el policía McDonagh (Nicolas Cage) cree estar más allá del bien y del mal. La Magnum 44 que lleva visible al cinto es el signo de su manera de ejercer el oficio en un ambiente estancado, maloliente, de puro deterioro físico. Propenso a todos los excesos, el teniente corrupto vive en un eterno presente, reacciona por instinto, sufre dolores corporales, padece de tics nerviosos, se desliza entre la alucinación, la euforia y la resaca y es un peligroso depredador. Lo domina su cerebro reptiliano.

Si en “Grizzly Man”, Herzog filmó a un hombre que veía a los osos como prójimos, ahora muestra un sujeto que ha mutado hasta mirar como iguana o cocodrilo. Y Herzog está fascinado con la posibilidad de narrar una historia desde esa visión fría, instintiva, primaria: la de un policía que no distingue el ser verdugo o víctima, ni discierne la acción moral del puro gesto de supervivencia. La mirada del cocodrilo que convulsiona en la carretera tiene una textura verista y una distorsión visual evidentes. Herzog inserta en la ficción más desbocada imágenes de naturaleza documental registradas con lentes aberrantes, grandes angulares extremos. Es el expresionismo renacido del "neo-film noir", en clave de serie B, lejos del glamour y de los finales redentores.

Filma el cuerpo convulsivo y la presencia demacrada de Nicolas Cage como si se tratara de algún personaje de sus documentales, esos seres obsesivos que desafían a la naturaleza, como el escultor Steiner, el hombre que espera la muerte en "La Soufriére", o el amigo de los osos. Pero también prolonga en él las figuras afiebradas de Aguirre, el azote de Dios, Fitzcarraldo o Nosferatu, sus célebres personajes, que sintetizan la exaltación, la pasión por lo absoluto, el empeño imposible, la fascinación por el mal, el gesto sublime o grotesco, o los dos a la vez. Personajes fronterizos, como en trance, encarnados por Klaus Kinski, que hizo de la sobreactuación más exhibicionista e impúdica un modo de ser y de parecer auténtico. Nicolas Cage juega en ese registro, en uno de sus mejores papeles.

Ricardo Bedoya

Lecturas sobre Chabrol

En la indispensable Film Studies for Free se encuentra esta selección de textos sobre la obra de Chabrol:
http://filmstudiesforfree.blogspot.com/2010/09/le-genie-de-la-liberte-in-memory-of.html

Chabrol


Claude Chabrol (1930-2010), muerto hoy, además de admirador de Fritz Lang y exegeta de Hitchcock, fue uno de los grandes del cine francés. Sus mejores películas, "Les Bonnes Femmes", "La mujer infiel", "Que la bestia muera", "El carnicero", "Juste avant la nuit" (estas cuatro, desde "La mujer infiel" hasta "Juste avant la nuit", verdaderas obras maestras del mejor período de su carrera, entre 1968 y 1971), "Inocentes con las manos sucias", "Bodas sangrientas", "La ceremonia", crecen con cada nueva visión.

Ricardo Bedoya

Yeelen, de Cissé


El cine club de la Universidad Cayetano Heredia proyectará mañana, lunes 13 de septiembre, "Yeelen", de Souleymane Cissé (La luz. Mali, 1987, 106 min).
La nota de prensa dice: "Con este ejemplo de cine 'trascendental' presenta un África enteramente independiente de influencias foráneas en un tiempo anterior a la legada del Islam o de la Cristiandad. A través de la exploración brillante de sus raíces míticas y un conocimiento ancestral Yeelen muestra que la inspiración democrática contra las dictaduras y tiranías en África provienen de la herencia de su propio pasado y no de Occidente."
Lugar: Casa Honorio Delgado: Av. Armendáriz 445. Miraflores.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Amauta Films: setenta años después (Tercera parte)

Ricardo Villarán (Pacasmayo, 1897 - Lima, 1960), periodista y dramaturgo, inició su carrera cinematográfica en Argentina, donde filmó varios largometrajes mudos. El historiador del cine argentino Jorge Miguel Couselo, dijo de él: "Peruano y escritor, Ricardo Villarán se prodigó en un variado registro temático con el drama histórico Manuelita Rosas (1925) con Blanca Podestá, Manuel Fausto Rocha y Nelo Cosimi y antes y después la descripción rural (La Baguala, En un pingo Pangaré), la comedia (Gorriones) y el drama suburbano (El hijo del riachuelo, El poncho del olvido)".

Villarán también dirigió los policiales María Poey de Canelo -suerte de crónica periodística sobre un célebre hecho de sangre - y Un robo en la sombra una de las pocas cintas argentinas de Villarán estrenada en Lima, el 29 de marzo de 1928.

De regreso al Perú, Villarán participó en la fundación de Amauta Films encargándose desde entonces de las labores creativas de la sociedad, consis­tentes en la elaboración de los guiones y dirección de las cintas y adaptando incluso una de sus piezas teatrales, La falsa huella. Pasó luego a ocupar cargos administrativos, siendo reemplazado por Sigifredo Salas en las tareas de la realización de películas. Dirigió también para Producciones Huascarán, donde hizo su última cinta, Penas de amor, en 1943.

El chileno Sigifredo Salas, camarógrafo y fotógrafo, llegó a Amauta Films por mediación de Manuel Trullen, con el que había realizado algunos documentales y no pocos noticiarios. Su ingreso a la compañía le permitió a Villarán dedicarse a la actividad de distribución de películas, que era también parte del giro comercial de Amauta. Salas dirigió algunos de los títulos más conocidos y populares de la empresa, como Palomillas del Rímac y Gallo de mi galpón.

Luego de su experiencia en Amauta, Salas se dedicó a la confección de noticiarios, formando para ello la empresa Perú Sono Films. Regresó al Ecuador, donde había radicado veinte años, con el fin de trabajar en el incipiente cine ecuatoriano; fracasó en su empeño y decidió marchar a Bolivia, donde radicó desde entonces.

La labor de Villarán y Salas estuvo inserta dentro de lo que fue el proyecto de producción de una empresa, a la que ellos aportaron carne y sustancia, fisonomía y talante, raíces criollas.

Sebastián Salazar Bondy definió, en Lima la horrible, al criollo como el limeño o "por extensión" costeño de cualquier cuna, que dice, piensa y actúa de acuerdo a un conjunto dado de tradiciones y costumbres pero a condición, como lo sostiene Francois Bourricaud, de que no sea indígena. El cine de Amauta fue, pues, un cine para criollos, pero no de cualquier cuna, sino de extracción popular.

Criollos que, a fines de los años 30, aún preferían la música costeña y la jocundia latina, antes que la estilizada seducción de los musicales de la RKO o las pícaras insinuaciones de las comedias Paramount. Los criollos que acogieron con fervor películas como Madre querida de Juan Orol (1935), Allá en el Rancho Grande de Fernando de Fuentes (1936) u Ora Ponciano de Gabriel Soria (1936), que acuñaban los moldes populistas y los estereotipos folclóricos que le permitieron al cine mexicano apoderarse de los mercados de América Latina, repletos de tantos otros criollos. Fue un proyecto dirigido sobre todo a los habitantes de Lima, a esos auditorios urbanos de clases medias o populares que, ante las amenazas de los tiempos nuevos, preferían recrearse en la juvenil despreocupación de la jarana o en la nostalgia perpetua de la infancia y la madre protectora, de la familia y el hogar, esos pequeños claustros, tan cercanos físicamente pero tan distantes emocionalmente de aquella aguda confrontación social que fue el signo de la década.

Villarán y Salas, conscientes de la propuesta de la compañía y del carácter y composición de su auditorio, se avinieron a incrementar el caudal del cine criollo que venía de México, incorporando, por aquí y por allá, datos, esquemas argumentales, giros lingüísticos, modos de construcción o armadura de la banda sonora, saturados de lo nuestro, de los recodos de esa capital cargada de sabor y tradición, pero también de sentimentalismo y retraimiento cuando no de resignación ante desigualdades y frustraciones vitales que se resolvían en el retorno gozoso a ese marco intemporal del hogar y del barrio, escenarios perpetuos de la tragicomedia cotidiana. Las cintas de Amauta fueron el retrato robot del cine populista mexicano pero diseñado con trazos propios, nativos.

¿Qué se tomó? ¿Qué se dejó? ¿Cómo se adecuó?

En primer lugar, la empresa Amauta Films pretendió superar, a fuerza de constancia y continuidad, la endeble hechura del cine peruano de la época muda. Los hermanos Varela La Rosa no deseaban que su sociedad fuera una de las tantas asociaciones esporádicas y de cortas expectativas que habían existido hasta entonces. No apostaron a obtener el gran suceso con una sola película para invertir luego en negocios de riesgo menor, El modelo mayor de su empeño - si existió alguno en el Perú- fue el de Alberto Santana y Patria Films, que declinaron su entusiasmo sólo ante los embates de una insalvable crisis económica y tecnológica, ocasionada por la incorporación del sonido al cine.

Pero sobre todo buscaban el parangón con los productores de fuera, aquellos que desarrollaban una labor establecida con ordenados planes de producción. La estandarización, la concentración del rodaje en estudios, la plantilla fija de colaboradores, la "fábrica” conducida por un productor concebido como capitán de industria, eran imperativos de esa modernidad en la producción cinematográfica que fue aceptada de buen grado por Amauta.

Villarán y Salas se encargaron de dar fisonomía a esos planes. Tomaron entonces lo que estaba de moda, el color local y el costumbrismo, ingredientes del teatro popular, recogidos luego, en forma masiva e industrial, por el cine mexicano.

La hacienda como arcadia idílica, ajena a toda convulsa realidad, que había presentado Allá en el Rancho Grande, se asimiló al barrio o a la finca ubicada en las proximidades de Lima, en un entorno que aún se dedicaba a las faenas agrícolas. Allí se reprodujo la iconografía campirana de las cintas rancheras. Se incluyeron secuencias de celebraciones rurales, peleas de gallos, pachamancas, que ocurrían durante la huida del callejón, la excursión del fin cíe semana, la fuga hasta los lugares donde pervivía la fiesta ve] rito (las corridas de toros, el conjunto típico).

Pero también adoptaron la técnica de la amalgama. La dramaturgia de sus cintas hacía confluir a limeños y migrantes costeños, a empleados u obreros, todos desenvolviéndose en el mismo pequeño escenario urbano. Todos, igualmente, atenazados por la pobreza y por un sentimiento de carencia sublimado, lo que permitía que sus anhelos y ambiciones fueran más profundos, "humanos" y auténticos que los de cualquier nuevo o antiguo rico.

De allí que si algo pregonaban esas películas era el sentido de bondad, colaboración, deber social, apoyo mutuo, posibilidad de ser mejores, aun en la pobreza. Qué mejor para lograr aquello que cultivar los buenos sentimientos, protegiéndolos de envidias o rencores hacia esas otras clases, modos de vida, zonas de la ciudad, siempre distantes, siempre ajenas.

Y si algún personaje representó lo mejor de tales cualidades, ese fue el palomilla, verdadero motor de la ficción. Sólo él pudo ser a la vez dicharachero y agresivo, pero solidario y colaborador. Y siempre dispuesto a inclinarse ante la madre o la novia. Porque el cine de Amauta fue, a diferencia del que se hizo en el período mudo, un cine masculino.

Si en los años veinte las mujeres se perdían por culpa del hombre, luego lo hicieron para reivindicarlo. El palomilla podía, en algún momento, desviarse de la buena senda. Pero valía la pena esperar y confiar en él, incluso sufrir por él, pero jamás desesperar, porque su retorno al redil era seguro.

Junto al palomilla, dominaron la escena otros roles masculinos, como en el cine mexicano de machos y pistoleros, del arquetipo eterno de Pepe el Toro y de los mecánicos de mamelucos engrasados y corazones inmensos. Ya en Sangre de selva, cinta inicial – fue la segunda hecha por la compañía- y excéntrica, por haber sido filmada en la región del río Perené, con ambientación totalmente rural, se hacía la apología del colonizador de la selva. Allan Sills, comentarista del diario El Comercio, la describió así:

"historia de un auténtico hijo de la selva, enraizado hondamente en la tipología de esos aventureros máculas retratados por López Albújar y personificados por Luis Pardo".

En la mitología del héroe masculino importaban sobre todo las cualidades de simpatía, arrojo, heroísmo minúsculo o doméstico, fe ciega en el destino, respeto reverencial por los valores intocables de la femineidad, sinónimos de la capacidad de sacrificio, paciencia, tolerancia en el engaño y dignidad en la traición, sobre todo la conyugal.

Pero fue en la banda sonora que se manifestó la novedad de la propuesta fílmica de Amauta, porque en ella se registraron las inflexiones de este matizado mundo de alegrías y lágrimas, sufrimientos y canciones.

Y si de música se trataba, ésta debía ser la criolla. Ya en el estreno de Luis Pardo, su realizador, Enrique Cornejo Villanueva, hizo acompañar la silenciosa proyección con un conjunto de guitarristas criollos. La música peruana hizo su ingreso a las salas cinematográficas en la época inicial del cine mudo de ficción. Sin embargo, pronto se prescindió de ella.

En forma parcial, sólo El carnaval del amor y Las chicas del Jirón de la Unión, requirieron, de los músicos del teatro, el acompañamiento criollo. La publicidad de El carnaval del amor hizo mención a que "la escena de la pachamanca y fiesta campestre serán acompañados con guitarras por los célebres cantores nacionales señores Gamarra y Salerno". La naturaleza romántica y el artificio melodramático de las restantes películas mudas, exigieron más bien el acompañamiento del piano.

Resaca, la primera película sonorizada, apeló entre otros, al tango. Lo mismo ocurrió en Buscando olvido, cuyo sonido óptico permitió escuchar el tango que daba el título a la cinta, así como zambas, valses y, claro, una canción criolla.

Fue Amauta la que convirtió en sistema, método, procedimiento, el uso de la música folclórica costeña. La presencia simultánea en De doble filo de rumbas, cuecas, marineras, valses y pasillos, dio paso en La falsa huella al dominio de los tonderos, marineras y resbalosas o a los valses e incluso algún huayno en El guapo del pueblo. En Gallo de mi galpón la música y canciones estaban firmadas por Felipe Pinglo y Pedro Espinel. Filomeno Ormeño se hizo cargo de la música de Tierra linda. Las orquestaciones y dirección musicales de varias de las cintas de la compañía se encomendaron a Nibaldo Soto Carbajal y Enrique Jimeno. Ellos fueron abriéndose al aire de los tiempos musicales, manteniéndose permeables a modos e influencias que modificaban entonces las formas de expresión tradicionales de la música criolla. La prensa comentó con cierta ironía que algunos de los valses incluidos en las cintas de Amauta eran obra de Jorge C. Aprile, un periodista argentino que compuso piezas musicales de hibridez estilística comprobada. Luego, durante los años cuarenta, epígonos de Amauta Films aceptaron la ejecución orquestal de piezas criollas concebidas para acompañamiento de guitarra y cajón.

Villarán y Salas usaron con sagacidad el componente musical. Con él no sólo disimularon las fisuras del relato y rellenaron los huecos argumentales, acogiéndose a la dinámica del cine sonoro de los inicios - que alternaba las secuencias "actuadas", los momentos de desarrollo argumental, con los intermedios musicales- sino que lo usaron como un recurso de interpelación al auditorio, que recreaba, gracias a la música, su filiación cultural, propiciando su identificación con el ambiente y el mundo que presentaban las cintas.

Otro importante factor de vinculación del público con las películas fue el star system que creó Villarán e impulsó Salas. Existió un "plantel Amauta", de rostros conocidos y gestos recurrentes. Provenientes del teatro, los principales actores de la compañía incorporaron al nuevo medio los rasgos que los habían identificado en su actividad de origen. Proyectaron su fama y recrearon en el cine su personalidad escénica.

Carlos Revolledo y Edmundo Moreau fueron quizás las figuras más representativas en el cine peruano del período. Ambos provenían de una tradición que combinaba, sobre todo en el caso de Revolledo, el teatro costumbrista y la comicidad basada en la peculiaridad de la entonación o la dicción verbales. El "cholo" Revolledo - que influyó más por la impronta de su estilo de actuación que por su presencia, infrecuente en el cine de la época ­adquirió enorme popularidad en escenarios limeños representando sainetes o piezas de costumbres con un elenco dirigido por él. Eran las épocas en las que el fonógrafo era aún privilegio de las familias de las clases altas; días del cine silente. Allí definió un tipo humano que se mantuvo inalterable en el tiempo, a pesar de las pruebas a las que lo sometió sucesivamente en diversos medios de comunicación (del teatro pasó al cine, a la radio, a la TV) hasta los años 60, cuando murió: sentido común, generosidad proporcional a su maciza contextura, muy ligado a sus orígenes personales en el interior del país. Era un mestizo - de allí su apelativo "el cholo" - capaz de comportamientos agresivos, rabietas y abundancia verbal, pero ajeno a los gestos desleales o innobles. El componente andino de su personalidad configuró un temperamento e hizo de él un representante cabal del provinciano en Lima, del acriollado, del "cachaco" o el "tendero", personajes que representó tantas veces.

Moreau, por el contrario, era delgado y menudo, con una comicidad natural que brotaba de su apariencia y del timing de una gestualidad burlesca que colindaba con la caricatura. De palabra abundante y hablar atropellado, Moreau podía aparecer como tonto o como listo, según su conveniencia. Poseía una jocundia criolla siempre pronta a expandirse y a dominar las circunstancias. Hubo en su talante, en la flexibilidad de sus movimientos, en su capacidad para destacarse del conjunto y atraer la atención sobre sí, en su comicidad popular, algo que lo emparentaba con Totó, el entrañable comediante italiano.

También fueron presencias habituales de Amauta, un grupo de actores y actrices peruanos y extranjeros que reforzaron su popularidad gracias al cine. La española Carmen Pradillo, por ejemplo, que encabezaba, junto a su esposo Pepe Soria, una compañía de comedias teatrales. Ella fue la primera estrella femenina de Amauta. En La bailarina loca, Sangre de selva y De doble filo, combinó la actuación con el canto, sus rutinas artísticas habituales, pues era también "tonadillera" conocida.

Esperanza Ortiz de Pinedo había sido, desde fines de los años veinte, estrella de revistas cómicas y musicales en diversos elencos, afincándose en aquel que hizo del teatro Lima de Barrios Altos, uno de los más caracterizados de este género. En Amauta Films accedió a roles de relativa madurez. Junto a Antonia Puro y Ana del Valle, fungió de tía, madre o abuela, arquetipos de la abnegación, imágenes robustas o acogedoras, centros de solidez inconmovible en un mundo de valores y certezas tambaleantes.

Los padres autoritarios, inflexibles, hermanos intransigentes, los patrones o empresarios intolerantes, indiferentes a las debilidades o contratiempos de sus dependientes, fueron encarnados indistintamente por José Luis Romero, Carlos Ego Aguirre o Armando Guerrini.

Las modistas, profesoras, obreras, empleadas del Ministerio o las ena­moradas sin remisión y a veces sin correspondencia, cuando no madres burladas, podían ser por igual Lila Cobo, Ventura López Piris, Gloria Travesí, María Manuela o Alicia Lizárraga. Esta, junto a Jesús Vásquez y las Hermanas Travesí, aportaron aquello que el público parecía preferir: las canciones y los intermedios musicales.

Se repitió en Amauta, gracias a la intervención de Villarán y Salas, una dinámica expresiva similar a aquellas que modelaron otras cinematografias de escaso desarrollo. Se tomaron en préstamo formas y retóricas de otros medios, se adecuaron esquemas y moldes genéricos, hubo una apropiación de las especialidades de las industrias foráneas de éxito masivo. Y sin embargo, gracias a la cualidad testimonial y al contenido objetivo de las imágenes, se produjo tina indagación por los rostros y diversidades de lo criollo y una pasajera incursión por un universo particular y propiamente limeño.

A ese cine le tocó adquirir, durante un período muy, corto, un poder de representación popular que no excluía ni la cursilería ni el naturalismo, construido con episodios domésticos ofrecidos como "trozos de vida", ni la expresión de apetencias sociales que consideraban a la armonía o la estabilidad familiares como la cifra de todos los anhelos y el resumen de todas las aspiraciones.

Villarán y Salas fueron los artesanos de las principales películas del "cine criollo". Ellos diseñaron las situaciones argumentales, escogieron a los actores, ejercieron un oficio precario - hecho de improvisaciones y composturas o soluciones técnicas halladas en el último minuto -, establecieron una tónica y lograron acuñar un modelo fílmico, híbrido de influencias, pero que se reprodujo en varias producciones de esos años.

No fueron los pioneros del cine nacional, como se ha afirmado. Fueron, en todo caso, motores de un impulso fechado, de un esfuerzo vigente apenas unos años. Ni más ni menos fundadores de nuestro cine que Alberto Santana en los años veinte, que Armando Robles Godoy en los sesenta, o que Francisco Lombardi, Federico García o tantos cortometrajistas en los años setenta.

No están en cuestión, por supuesto, los méritos de Villarán y Salas, responsables de uno de los múltiples nacimientos - o resurrecciones - de nuestro cine. Pero es bueno constatar que su empeño no logró constituirse en punto de referencia, modelo formativo, influencia fértil en los cineastas que les sucedieron. El desconocimiento de su obra por las generaciones siguientes - salvo un reestreno en los años cincuenta, las cintas de Amauta Films, en buena parte perdidas o deterioradas, no han vuelto a ser proyectadas- no favoreció que películas exitosas como Gallo de mi galpón o Palomillas del Rímac se constituyeran en hitos de una tradición cinematográfica vigente, en el equivalente de lo que, por ejemplo, en Argentina son las cintas de un Leopoldo Torres Ríos, un Lucas Demare, un Mario Sofficci o un Hugo del Carril.

Pese a la mención repetida y reconocimiento permanentes a una actividad más bien distante y ajena, la labor de Amauta no fue ni el cimiento ni el punto de partida para cineastas futuros, que debieron volver a empezar desde cero en cada oportunidad que se presentó para echar a andar el cine nacional.
Ricardo Bedoya

Hacia una historia del cortometraje peruano (Séptima parte)

En marzo de 1972, el Gobierno Militar presidido por el General Juan Velasco Alvarado, promulgó el Decreto Ley No. 19327, Ley de Fomento de la Industria Cinematográfica. La norma estimuló la producción de películas, cortas y largas, y aseguró el acceso de las cintas nacionales al mercado, hasta entonces copado en los turnos de programación por los filmes importados.

El fomento de la producción fílmica se basó en la aplicación de incentivos tributarios. Las empresas productoras del cortometraje que acompañaba, en forma obligatoria, la proyección comercial de toda película extranjera, se beneficiaban con un porcentaje del impuesto que gravaba el valor de las entradas. En el caso de los largometrajes, el productor recibía el íntegro del impuesto. La contraparte del beneficio fue la creación de un sistema de exhibición obligatoria de las cintas peruanas, cuya evaluación correspondía a un organismo oficial, la Comisión de Promoción Cinematográfica. Esta depen­dencia discernía los méritos de las películas que buscaran acogerse al régimen de exhibición obligatoria en las salas del país y, por ende, a la percepción del tributo cedido por el Estado a favor del productor. Pocos países en el mundo tuvieron semejante apoyo al cortometraje, que aseguraba así su pase en las salas públicas, la recuperación de su inversión y la utilidad consiguiente.

Al ponerse en vigencia la ley, trescientas salas de todo el país empezaron a exhibir, antes de cada largometraje extranjero, cortos de una duración no mayor a los veinte minutos. La rentabilidad de la producción cinematográfica provino, entonces, del cortometraje. Una rentabilidad protegida por la baja cotización del dólar norteamericano, moneda con la que se adquirían los insumos para la producción fílmica. La posición cambiaria favorecía a los productores de cortos, que resarcían su inversión en poco tiempo. Se produjo entonces una intensa e inesperada producción de cortos, la mayoría de los cuales, sin importar su calidad, se acogieron a los beneficios de la restitución tributaria.

El corto de exhibición obligatoria se convirtió en una actividad empresarial y lucrativa, con mercado cautivo. También fue el campo de maniobras para adquirir las pericias técnicas y narrativas requeridas por los recién llegados al medio, ansiosos por intentar la prueba del largometraje.

Pero no todas las expectativas se cumplieron. Muy pronto, el corto de exhibición obligatoria proliferó, causando a menudo el rechazo de los exhibidores y de cierto sector del público. Los primeros veían en ese sistema una indeseable imposición de cintas que, de modo voluntario, jamás hubieran proyectado en sus salas. Imposición de un gobierno autoritario que alentaba la producción cinematográfica nacional a expensas de sus ingresos.

El público, en cambio, rechazó el endeble acabado de la imagen y el sonido y las múltiples deficiencias técnicas de muchos cortos, consecuencia de la negligencia de sus productores. Algunos de ellos esgrimían la coartada de la inexperiencia: el desaliño de los cortos –decían- era un defecto justificable por la condición inicial de su labor. Mientras, se multiplicaron las empresas formadas con el exclusivo fin de aprovechar los beneficios legales. Los "cortos de la ley" se caracterizaron por su descuido formal e imperfección técnica. A pesar de eso, llegaban a las salas sin filtros administrativos.

Pero no todas fueron malas noticias. En medio del oportunismo y la irresponsabilidad, surgieron algunos directores empeñados en asumir la tarea del corto con seriedad. Algunos provenían de la fotografía, otros de la crítica cinematográfica o del trabajo técnico en diferentes ramas. Arturo Sinclair, Nelson García, Francisco Lombardi y Jorge Suárez fueron los nombres más notorios de la etapa inicial del cine propiciado por la nueva legislación.

Arturo Sinclair (México, 1945), trabajó como director de fotografía para la Maysles Film Inc., empresa de los documentalistas norteame­ricanos Albert y David Maysles. Su primer trabajo fue Eguren y Barranco (1974), un documental atípico y una cinta estilizada y personal. En los escasos minutos de proyección, se sucedían travellings prolongados y contrapicados sobre las fachadas cuarteadas y los árboles del viejo barrio limeño de Barranco. La exposición lucía un aire trémulo. Los virados cromáticos y los encuadres muy compuestos eran distintivos de la imagen. Todo en el documental tenía una apariencia espectral, desde los escenarios naturales, de apariencia desgastada y texturas rugosas, hasta el temperamento y la fluencia del corto, de aire sonambúlico y nostálgico. En este cortometraje, como en otros de Sinclair (Agua salada (1974), El Tul (1974), Sísifo (1974); Jay (1974), El guardián de la puerta (1977)), se rozaba la complacencia con la fotografía virtuosa y el efecto cosmético. A pesar de eso, sus cintas se mostraron siempre distintas y exigentes como resultado de una preocupación auténtica por el cine y su escritura. La carrera fílmica de Arturo Sinclair se cerró en 1978, cuando se trasladó a México.
Nelson García Miranda (Lobitos, Piura, 1943), ejerció la crítica cinematográfica en la revista Hablemos de Cine. Su primer corto, Bombom Coro­nado, Campeón (1974), es el mejor de los que hizo. Luego de una investigación acuciosa y de acopiar documentos, fotos y testimonios sobre la vida del boxeador, García le dio forma de fotomontaje a este pequeño pero contundente “biopic”. Una banda sonora plagada de efectos boxísticos y la música popular peruana como motivo de fondo y comentario de las imágenes, le aportaban al corto su aire de gesta popular y de melodrama dispuesto a comprobar un hecho fatal: los campeones también caen.
También proveniente de la crítica, ejercida en el diario Correo y la revista Hablemos de Cine, Francisco Lombardi Oyarzún (Tacna, 1949) trabajó el corto como un terreno de paso hacia el largometraje de ficción, que fue su propósito central. Visión de Eguren (1974), Ritual de flores (1974), Informe sobre los Shipibos (1974), Hombres del Ucayali (1974), Al otro lado de la luz (1975), Tiempo de espera (1977), entre otros, fueron antecedentes de películas como La ciudad y los perros, La boca del lobo, Bajo la piel, Pantaleón y las visitadoras, Ojos que no ven, entre otras, que han formado la parte más sustancial de su trabajo fílmico.
Jorge Suárez (Lima, 1933) optó por observar el universo de los organismos microscópicos y rastrear con su cámara la flora y la fauna minúsculas de las lomas, las orillas, las piedras o las ruinas prehispánicas. Vio lo que nadie ve y lo hizo con rigor, constancia y la solvencia profesional de un fotógrafo acucioso, ya que la fotografía fue su actividad inicial. Su corto más destacado, de las varias decenas que realizó sobre motivos ecológicos, es En la orilla (1976). Con él logró deslizarse del realismo escrupuloso de la observación microscópica hacia la dimensión fantástica de las formas semicreadas y el expresionismo del cromatismo contrastado, de violentos naranjas, azules y claroscuros, de la fotografía.

En ese período también destacaron cortos como El cargador, de Luis Figueroa; Danzante de tijeras, filmado en un plano secuencia envolvente por Jorge Vignati; Via satélite: en vivo y en directo y El cementerio de los elefantes, de Armando Robles Godoy.

Al cabo de cinco años de vigencia de la ley sobrevino la crisis, debida al exceso en la producción de cortos. Es decir, hubo más cortometrajes que salas donde proyectarlos. Las películas excedentes esperaban un turno cada vez más lejano de programación, lo que castigó a los productores, agobiados con el peso de una inversión no redituada y los problemas de los créditos vencidos e intereses acumulados.
La producción de cortos se redujo. Al mismo tiempo, se sintieron los efectos de la recesión económica, que provocó el descenso de la asistencia a los cines, el cierre de salas y el incremento de los costos de la producción de películas de cualquier metraje y formato.

Los años ochenta encontraron al cortometraje sumido en una grave crisis. Pese a ella, hubo cortometrajes valiosos. Quizá el más destacado de los cineastas de ese período fue el fotografo, camarógrafo, guionista, montajista y realizador Gianfranco Annichini (Novara, Italia, 1939). En sus cortos, María del desierto (1982), Radio Belén (1983), Hombre solo (1983) y Una novia en Nueva York (1987), usó el documental como un punto de partida para indagar otras dimensiones de lo real y lo imaginario. Sus películas parten esbozando un retrato o la crónica de un personaje conocido o anónimo pero, de pronto, ese punto de vista inicial se altera. La distancia del documento se convierte entonces en la representación de un conflicto único, una obsesión singular, un momento emocional irrepetible o la recreación de los pasajes de una biografía imaginaria. Los personajes de Annichini compensan la opacidad de su vida con la riqueza de sus fantasías, ideas fijas o la memoria fabulosa de viajes y aventuras.
También destacaron otros cortometrajistas, como José Antonio Portugal (Arequipa, 1947), realizador de Crónica de dos mundos (1979) y Hombres de viento (1984); José Carlos Huayhuaca, director de El enigma de la pantalla (1982) y El último show (1982); Pablo Guevara Miraval (Lima, 1930), con Periódico de ayer, Historias de Icchi Olljo (1982) y Wa Qon (El señor de la noche, 1981); Fernando Gagliuffi, realizador de las películas de animación Facundo, 1976 y La misma vaina, 1984; Walter Tournier (Montevideo, Uruguay, 1948), también director de animaciones como El cóndor y el zorro, 1982 y Nuestro pequeño paraíso 1984.

En ese período se consolidó también el Grupo Chaski, un colectivo fílmico formado por Fernando Espinoza Bernal, Alejandro Legaspi, Stefan Kaspar, René Weber, Susana Pastor, entre otros. El colectivo indagó por las calles de Lima para trazar el mapa de los mil oficios e ingenios aplicados en el arte de arreglárselas. En su serie de cortos llamado, de modo genérico, Retratos de supervivencia (integrada por Crisanto el haitiano, Margot la del circo, Encuentros de hombrecitos, Sobreviviente de oficio) presentaron personajes comunes y corrientes, reconocibles en cada esquina de la ciudad pero singulares, e incluso excéntricos, en sus métodos para sortear la desocupación. Todos ellos aparecían sobreimpresos en el escenario limeño de los años ochenta, marcado por la violencia, la crisis económica y la desesperanza. Son cortos que quedan como testimonio de una época y unos días difíciles.
En la vertiente de la ficción aparecieron nuevos nombres. Danny Gavidia, Edgardo Guerra (1956), Aldo Salvini (1962), Juan Carlos Torrico, Augusto Cabada -realizador de El final , uno de los más rigurosos trabajos de inicios de los años noventa-, fueron algunos de los que intentaron la experiencia del corto argumental.
Aldo Salvini (1962) es, con Annichini, la personalidad más importante y original del cortometraje peruano de esta etapa. Logró imprimir una huella personal en cada una de sus películas, siempre intensas hasta el desequilibrio. Un tesoro para Flor del Cielo, El gran viaje del Capitán Neptuno, La misma carne, la misma sangre, Carta del Apóstol San Juaneco a la ciudad del mal, El pecador de los siete mares son cortos que imponen un temperamento y lucen un estilo. No es casual que sus protagonistas sean alucinados, marginales, iluminados, profetas del desastre, seres culposos en busca de redención. A Salvini le interesan los comportamientos fronterizos y los filma con convicción expresionista y un gusto marcado por el exceso, lo que se escapa de los patrones realistas de narración y representación usuales en el cine peruano.
Las películas de Salvini nunca son "testimonio" o documento, retrato o reflejo de una realidad. Transitan otras vías, y se inclinan más bien a expresar lo imaginario, lo insólito y lo bizarro. Si la "realidad" se asoma es porque se ha transfigurado en infierno o desvarío. Los exaltados movimientos de cámara, el cromatismo saturado, la escenografía convertida en un espacio entre ritual (El gran viaje...) y simbólico (El pecador..., La misma carne...) y una dirección de actores que no responde a las pautas sicológicas habituales, marcan el filón más atractivo de sus cintas.

En diciembre de 1992, en el marco de una reforma liberal de la legislación tributaria peruana, el Poder Ejecutivo derogó los artículos destinados al fomento de la llamada ley de cine, en vigencia desde 1972. Se suprimieron los artículos que ordenaban la entrega del impuesto municipal a los espectáculos públicos a favor de los productores de películas peruanas y aquellos que establecían la exhibición obligatoria de las cintas de corto y largometraje.
La sorpresiva modificación legal encontró sustento en dos argumentos. El primero sostenía que la exhibición obligatoria de las películas peruanas en las salas del país suponía una violación del derecho constitucional de la libertad de comercio; el otro, veía en la aplicación del sistema tributario una situación irregular, cuando no ilegal. En efecto, los detractores señalaban que la entrega del impuesto en favor de los productores cinematográficos desvirtuaba el objetivo de la ley, que señalaba a las municipalidades del país como beneficiarias del gravamen a los espectáculos.
Desde entonces, la producción fílmica en el Perú quedó sin el amparo legal del que había gozado durante veinte años. La cancelación de los dispositivos no tomó en cuenta que la promoción al cine que los estados promueven a nivel planetario tiene una justificación de orden práctico: busca crear las condiciones para que las películas nacionales puedan acceder a un mercado distorsionado por el avasallador predominio del cine norteamericano.
La ley de cine derogada dio frutos. En veinte años de vigencia permitió la realización de sesenta largometrajes y cerca de mil quinientos cortometrajes (entre los exhibidos con obligatoriedad y los que no alcanzaron este beneficio)

La derogación de los incentivos legales ocasionó la súbita parálisis de las actividades fílmicas en el Perú. Los cortos fueron retirados de las salas que los proyectaban y los rodajes previstos se cancelaron. Ello ocurrió en el momento en que los realizadores de cortos se orientaban en forma mayoritaria hacia el terreno de la ficción, donde se apreciaba ya el ejercicio de diversos estilos y tratamientos fílmicos y el establecimiento de nuevos modos de comunicación con el público.

Todo ello coincidió con una crisis general de la actividad cinematográfica. En 1993 acudieron al cine diez millones de personas en todo el país. En 1987, fueron cuarenta y cinco millones de espectadores los que asistieron a las salas de cine. La notable deserción de los espectadores cinematográficos en apenas seis años -causada por factores tan diversos como la pérdida del poder adquisitivo de la población pero también por la inseguridad urbana, el deterioro físico de las salas o la competencia del vídeo ilegal, entre otros- trajo como consecuencia el cierre de numerosas salas de exhibición. Así, de los trescientos cines que funcionaban en el país hasta los años setenta, sólo se mantuvieron ciento sesenta y nueve salas a comienzos de los años noventa.
En 1994 se produjo -con veinte años de retraso en relación a lo ocurrido en otros países del mundo- la división de algunos de los cines tradicionales de la capital, convertidos desde entonces en circuitos de multisalas. La tardía pero indispensable reconversión incrementó el número de pantallas de exhibición, lo que fue reflejo a su vez de un incremento en los índices de asistencia del público desde mediados de los noventa.

También descendió la oferta de películas en el mercado peruano. En 1959, se distribuyeron setecientos catorce filmes extranjeros. Desde comienzos de los años noventa se exhibieron, cada año, cerca de doscientas veinte películas extranjeras. La mayoría de ellas (en una proporción superior al setenta por ciento del total) de producción norteamericana. En menor volumen, se importaron cintas de países asiáticos o hard core europeo. El cine latinoamericano no tuvo canales de distribución establecidos.

Ese mercado en crisis no podía asegurar el nivel de las tasas de recuperación de los cortometrajes –basado en la recuperación del impuesto pagado por el público- que habían sido usuales en los veinte años de vigencia de la ley de cine derogada en diciembre de 1992. Al restringirse el número de las salas de cine se recortó también el circuito de exhibición obligatoria. La derogación de la ley de cine fue el puntillazo para una situación que era crítica desde antes.
Es difícil establecer un balance de los aspectos positivos y negativos que dejó la exhibición obligatoria del corto. Algunos sostienen que se trató de un privilegio existente sólo en algunos países de gobiernos autoritarios y de economías manejadas de modo compulsivo. En otras palabras, el gobierno militar creó un mercado para el corto y, con eso, una expectativa en los cineastas que muy pronto creyeron que las políticas de fomento proteccionistas eran indispensables para su existencia. Le dio al cortometraje un público que veía con interés o sin él las cintas nacionales de complemento ya que la exhibición obligatoria tenía como contrapartida la visión obligatoria del corto. Y en esas circunstancias, los realizadores no competían entre ellos, no se esforzaban por cautivar al auditorio, no buscaban ser distintos ni arriesgados. Hacer más de lo mismo no era la fórmula incorrecta para recibir lo previsto en la ley.
O, peor aún, creyeron que se podía construir una cinematografía en torno al cortometraje. Por eso, cuando se derogó la ley de cine, no faltaron los reclamos por los recursos perdidos y, aun ahora, se pueden escuchar argumentos que consideran que los impuestos municipales son de los cineastas por imperio de lo consuetudinario.

Ricardo Bedoya

jueves, 9 de septiembre de 2010

EN TORNO AL CINE NEGRO: DE EL CIUDADANO KANE A LOS ASESINOS (Parte 2)


El otro film que es materia de esta exposición es Los asesinos, la película que el alemán Robert Siodmak dirigió en 1946 a partir de un relato corto de Ernest Hemingway (que más tarde sirvió de base al trabajo de fin de estudios del cineasta ruso Andrei Tarkovsky, y al film en color realizado por Don Siegel en 1964). Se trata de una de las obras más representativas del cine policial de los años 40 y, por coincidencia, pues las historias no tienen nada en común, es entre las películas negras una de las que mayores afinidades tiene con El ciudadano Kane. Se ha dicho varias veces que Los asesinos reproduce la construcción narrativa de la opera prima de Welles, pero no es el primer caso de una película del periodo que lo hace. Otras, como Pacto de sangre (Double Indemnity), de Billy Wilder, y El enigma del collar (Murder my sweet), de Edward Dmytryk, ya lo habían hecho.

Sin embargo, y a eso apunta el paralelo que estoy estableciendo, hay diversas conexiones que se pueden rastrear y que, entre otras cosas, ponen en evidencia, digamos, la savia que El ciudadano Kane hizo circular en una parte del cine norteamericano de esa década y, específicamente, del cine de temática criminal, al que luego el propio Welles va a aportar dos títulos muy valiosos, El extraño y, sobre todo, La dama de Shangai.

Veamos como funcionan esos paralelos. Como en la película de Welles, una muerte (en este caso, sí, un asesinato) origina en Los asesinos un proceso de investigación que se manifiesta en una construcción en flash-backs en la que diversos personajes van reconstruyendo, o mejor construyendo, el perfil de Swede, o el Sueco, el gangster de origen nórdico, que interpreta un recién llegado al cine Burt Lancaster.

Algunos datos curiosos y poco conocidos se pueden agregar. Como han señalado especialistas y biógrafos, nada menos que Don Siegel, que 18 años más tarde dirigiera el remake, con John Cassavetes, Lee Marvin y Angie Dickinson, estuvo considerado para dirigir esta primera versión. Asimismo, se le atribuye a John Huston, que no figura en los créditos, haber escrito tres cuartas partes del guión y de haber modificado el texto original de Hemingway.

Como en Citizen Kane, el investigado es el personaje central; aquí, y como buen representante de la tendencia noir, un ostensible antihéroe, pero con una fuerte carga romántica y un halo fatalista. En cambio, el investigador, sin ser esa figura descentrada y casi invisible del film de Welles, es una presencia débil, a pesar de estar interpretado por un actor nada débil como Edmond O’Brien. Empero, la dirección de Siodmak le quita relieve, lo despoja de protagonismo, lo convierte en una figura lateral. La voracidad y megalomanía de Charles Foster Kane, de peso considerable en el film de Welles, se desplaza aquí a otros personajes a lo largo de esos once flash-backs que arman el relato de Los asesinos, lo que no significa que ninguno, empezando por el sueco, alcance a tener el peso de los protagonistas habituales de los films del cine negro. En este sentido, podríamos decir que Los asesinos es, probablemente, uno de los más “corales” de los films de esta corriente, algo bastante inusual.

Por otra parte, y aún con la ambigüedad moral que caracteriza a buena parte de los personajes principales del cine negro, hay en ellos una carga de empatía suficiente para establecer un vínculo afectivo con el espectador, empatía ciertamente afianzada por los rasgos y/o el carisma de algunos intérpretes como Humphrey Bogart, Alan Ladd, John Garfield o Fred MacMurray. En cambio, Los asesinos carece de esa apoyatura. El agente de seguros Reardon que interpreta O’Brien no genera identificación o simpatía. Pero tampoco lo hace el sueco que compone Burt Lancaster, convertido muy poco después en una de las figuras más carismáticas del cine norteamericano. Ni lo hace ninguno de los otros personajes, incluida la seductora Kitty, a cargo de Ava Gardner, cuya conducta manipuladora y perversa corresponde a la de tantas otras heroínas o antiheroínas del cine negro. Es verdad que a partir de Los asesinos, que fue un éxito de público, los antes desconocidos Lancaster y Gardner van a convertirse en primeras figuras, pero, insisto, más allá del atractivo de su imagen y de sus convincentes actuaciones, los caracteres que componen en la cinta no suscitan simpatía o adhesión emocional.

En lo anterior podemos encontrar otra conexión de Los asesinos con El ciudadano Kane, pues la configuración del personaje de Charles Foster Kane, pese a lo presente y poderosa que es, tampoco facilita esos nexos empáticos que la figura protagónica suele movilizar. Esa podría ser una razón adicional que explique la débil comunicación que la película tuvo en su limitado estreno norteamericano, aunque casi no hay película de Welles en la que se pueda detectar un personaje central que pueda generar adhesión o simpatía.

Como Citizen Kane, Los asesinos es la crónica de una derrota anunciada, pero a diferencia del primero, cuyo protagonista también disfruta de los placeres del triunfo, el sueco es un perdedor nato. Derrotado en su oficio, el boxeo profesional, se involucra en las actividades criminales sin comprometerse a fondo y marcado por el fracaso. La ilusión amorosa lo mantiene a flote, pero el desmoronamiento es ineluctable. Por aquí nos vamos deslizando hacia lo que esta película tiene en común con el universo del cine negro entendido como un laberinto sin salidas posibles, como un campo minado

Por otra parte, y a diferencia de El ciudadano Kane, Los asesinos es una obra de género, por más personal que pueda ser. Es decir, es un relato policial con un temple dramático y visual muy reconocible, más aún en el contexto en que se realiza, es decir, con muchos films precedentes con los que tiene claras similitudes. Justamente, una de las razones que explica su éxito comercial está en su pertenencia genérica y en su buen funcionamiento narrativo. A pesar de los once flash-backs, un número bastante alto frente a otros con una construcción parecida, y de la ausencia de esos puntos de apoyo en los personajes que señalábamos hace un rato, hay un indudable magnetismo en los personajes principales, además del componente del suspenso narrativo y la progresiva acumulación de datos e informaciones que activan una progresión rítmica bien modulada y eficaz.

Que no es el caso de El ciudadano Kane, donde más bien el suspenso potencial va siendo minado por el tono crecientemente nostálgico o decadente del relato y por la insuficiencia que los datos informativos revelan con relación a un secreto que parece irse difuminando conforme la película avanza.

Otro componente genérico, aunque ciertamente personalizado por Robert Siodmak, está en el tratamiento visual. Los asesinos es una de las películas de atmósfera sombría más envolventes y radicales de los años 40.


El film es muy representativo de un cine de estudios en blanco y negro y con esa clara tendencia a privilegiar los espacios cerrados y de componer en ellos las escenas más fuertes o climáticas. Y ese es otro de sus atractivos más notorios. En ese logro hay que ponderar, sin duda, el talento de Siodmak quien, curiosamente, se inició en Alemania con una película absolutamente opuesta en su estilo y tratamiento al de las películas expresionistas alemanas de la década del 20, Gente en domingo, más bien una crónica dramática que puede verse como un antecedente de ese aire de espontaneidad que buscaron los cineastas de la nueva ola francesa y de otros nuevos cines de fines de los 50 y comienzos de los 60.

La carrera de Siodmak, sin embargo, siguió otros derroteros más adelante tanto en Francia como en Estados Unidos, al punto de convertirse en uno de los nombres más Importantes del ciclo de películas negras. En esta vertiente estuvo a cargo de varios títulos relevantes como La dama fantasma, La escalera de caracol, Tras el espejo, Una vida marcada (Cry of the City), Sin ley y sin alma (Criss Cross), además de Los asesinos.

El cine negro está asociado al blanco y negro y a la escenografía de estudio. En tal sentido, Los asesinos es casi la quintaesencia de esa corriente, con un tratamiento de la luz que crea atmósferas ominosas y enrarecidas, contribuye a delinear a los personajes equívocos e incrementa el carácter extraño, peligroso o amenazador de las escenas. Algo de eso venía prefigurado en El ciudadano Kane, si bien no tenía el alcance totalizador que encontramos en el film de Siodmak.

Simplemente, Welles se adelantó a bocetear algunos de esos rasgos que las películas negras convertirían en marcas de estilo. De allí la utilidad que ofrece como fuente de investigación y no sólo, claro está, en lo que respecta al cine negro. Parte del cine de la modernidad (y de la neo-modernidad de los últimos 20 años) le debe mucho a Welles, como también ese cine negro que, igualmente, contribuyó a sacudir la (solo) aparente homogeneidad del estilo clásico.

Isaac León Frías