El crítico mexicano Jorge Ayala Blanco, autor de muchos libros sobre el cine de su país, nombre clave de la crítica latinoamericana y persona de opiniones siempre polémicas y contundentes, nos envía esta crónica sobre el último Bafici.
BUENOS AIRES, Argentina.- Ante el mediocre y prescindible Festival de Guadalajara que todavía apuesta por las rutinas hispanoamericanas de hace 30 años, se yergue venturoso y ahora heroico (ya sin presupuesto del ente de cine estatal) el Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente, con marcada preferencia por las propuestas más avanzadas del cine mundial de hoy: 294 largometrajes y numerosos cortos, en 35 mm o en formato HD por igual, dentro de 39 jugosos apartados, Panorama, Nocturna, Focos de Oku Shutaro a Raya Martin, Retros de Tati, Fregonese o Frank Zappa, más 3 secciones competitivas: la oficial argentina, una nueva para el más inclasificable Cine del Futuro y la internacional, rigurosísima, con 20 películas, sobre las que habremos de concentrarnos en esta reseña humilde y parcial, descontando las ya vistas en nuestro FICCO (12:08 al este de Bucarest, Body Rice, Ávida y Familia tortuga), en su mayoría operas primas.
De Argentina, tres cintas que son cuatro, atípicas a rabiar. En El desierto negro de Gaspar Scheuer, el eterno gaucho culpable de un crimen atroz es perseguido obsesivamente por un joven capitán que logrará fusilarlo, antes de ser acribillado por la viuda en la segunda parte del relato imprecisa entre pasado y presente; una ardua relectura de la poesía gauchesca con ecos legendarios del Martín Fierro y de Borges tanto como del western de culto (Johnny Guitar de Ray 54), una reconstrucción mitológica sin recitados sentenciosos, un objeto hierático de negra fotogenia y dodecafónica música crispada, un extraño llamado al suicidio del hijo-padre del futuro truncado, un cine manierista a base de figuras-signo sin profundidad posible pero con senderos bifurcados. En El asaltante de Pablo Fendrik un dulce atracador de planteles escolares (Arturo Goetz) termina acosado por una chica asmática a quien habrá de rescatar sólo ser abofeteado por ella, antes de revelar tanto su arma de juguete como su identidad de director de escuela; una fábula de la crisis desazonante y el desespero, una lección de body camera tipo hermanos Dardenne a un tiempo introspectiva y acezante, una parábola hermética que sólo recurre a la cámara fija para disolverse en la convocadora Nada de la que partió. En Estrellas de los documentalistas experimentales Federico León y Marcos Martínez el ignorantazo más emprendedor de una villa miseria organiza a sus vecinos como extras cartoneros, o piqueteros para figurar en películas ambientadas en ínfimas zonas marginales; un falso documental cual largo anuncio publicitario de alguna insólita imaginaria agencia actoral y de locaciones, un desternillante ataque frontal contra el cine miserabilista y la comercialización de la pobreza (con más gracia que el clásico Agarrando pueblo/Los vampiros de la miseria de los colombianos Mayolo y Ospina 77) donde los precaristas posan como estrellas de Hollywood y sus casuchas de lámina se edifican en 3 minutos con todo y familia, una ironía populachera de verba sardónica y amarga que se muerde la cola hipercomplaciente. Y de Bélgica, La marea del argentino Diego Martínez Vignatti (no por azar excolaborador de nuestro Carlos Reygadas), donde una afligida madre kieslowkianamente llamada Azul (Eugenia Raírez Miori) que ha sobrevivido al accidente en el que fallecieron su esposo y su pequeño hijo, se refugia en una aislada cabaña playera y se dedica a acarrear agua con una enorme cantimplora en la espalda, cual Sísifo femenino, tratando de reponerse sin ayuda de nadie, salvo de su propia desolación añorante; un drama desgarrador de lo invisible y lo informulable, una antipaisajística abstracción sensible, una visualidad en estado puro cual insondable espacio interior, una reflexión sobre la maternidad y la pareja inconsciente aún formada con el vástago perdido, un objeto fílmico diáfano y malvado en los bordes del incallable deseo erótico y el sopor.
En la esperpéntica En bruto de Pia Marais (Alemania) una inteligente chavita de 14 años sólo deseante de una vida normal en una escuela normal debe lidiar con el fardo de su padre expresidiario y una madre inestable, ambos tristemente erotómanos, drogadictos y traficantillos, en una comuna nómada donde las disfuncionales relaciones de autoridad entre adultos y menores se han invertido, hasta que la púber tome el poder y deserte en plena huida; un extraño incordio burlesco y excedido, un apólogo sobre la estupidez humana no heredable, una calculada perversión light que siempre retrocede ante lo shocking. En la perturbadora Ruido de Matthew Saville (Australia) un joven policía dubitativo y paralizado por la enfermad de tinnitus en los oídos se ve atrapado en el violento caos que desata en su comunidad un asesinato masivo en el tren local, mientras el criminal inidentificable anda suelto y una chica testigo sufre en peligro; un falso thriller donde el ensordecedor sonido sicológico y estructurante del sentido ha tomado por asalto el papel protagónico, una estridente fantasía subjetiva tan sórdida como cerrada sobre la memoria irreconstruible e inquietantes encuentros relacionales, una radiografía de la angustia cotidiana y retumbante, una atropellada pesquisa policial que más bien parece autoinmolación y exorcismo físico.
En la entrañable Entre días de So Yong Kim (Canadá-Sudcorea, en la foto de arriba) una solitaria colegiala de ascendencia coreana (Jeseon Kim) truena con su noviecito tras haberse negado a acostarse con él, pero acaba entregándose a cualquier desconocido; un romance perfecto sólo malogrado por el pudor recóndito, una miniatura intimista con desgarradoras cartas al padre ausente, una semifantasía enmarcada en el feroz invierno de Toronto. En la radical La línea recta de José María de Orbe (Cataluña) una adolescente incomunicada que atiende una gasolinera y reparte propaganda casa por casa evita todo contacto humano con el mundo, abandona una fiesta y ayuda al anciano pelamanzanas de la pensión a mover un mueble; un cine catatónico con criaturas robotizadas e inasibles, una ausencia de sí misma casi bressoniana con acoso de cámara a rastras o petrificada, una especie de informulable panfleto contra el Milagro Español que produce monstruos juveniles de anestesia y bienestar humillado.
En la cubano-española docuficción entrañable El telón de azúcar de la chileno-parisina Camila Guzmán Urzúa (hija del documentalista militante Patricio) delínea a través de íconos y testimonios el retrato de la generación de cubanos de los 70s engañosamente educados en la creencia del florecimiento de la país-ficción castrista y el poder infinito de la Revolución; una colección de memorias paradisíacas de pioneritos con mascada roja al cuello, una crónica indirecta del cruel retorno socioeconómico a la Edad de Piedra luego de la caída de la URSS y tras el desmantelamiento patrio llamado Período Especial, una desidealizadora confianza beata en la seguridad del futuro con los ojos ahora puestos en la emigración salvadora personal, una conmovedora autobiografía colectiva desde la desencantada madurez pero sin rencor al pasado y aún admirando el espíritu de resistencia ante el desastre presente. En la extrema ¿Cómo está tu pez hoy? de Guo Xiaolu (China) un archiautocrítico guionista desarraigado logra alcanzar a su fugitivo personaje ficcional ya exánime en el punto más lejano y gélido de la China continental, sin haber podido cruzar del otro lado; una añoranza malsana del desierto congelado en donde las únicas luces brillantes (¡el Rayo Verde de Rohmer!) serán las del fogón de cocina, una estructura en espejo de dos dimensiones mutuamente reflejantes, una doble fascinación por la Nada errabunda.
En el documental falsificado límite AFR de Morten Harrtz Kaplers (Dinamarca) se confunden realidad y ficción al entrechocar las figuras contradictorias pero misteriosamente idénticas de un asesinado Primer Ministro ultraderechista que se volvió redentor de países africanos explotados, y del lumpenactivista/drogo/pornocineasta a quien la policía elige liquidar como asesino solitario; un acelerado e hilarante mockumentary woodyallenesco, una desatada sátira provocadora y libertaria cuya catarsis jamás inhibe la reflexión. En Liv de Heidi Maria Faisst (también Dinamarca) cierta rencorosa púber de apariencia inofensiva se acuesta navideñamente con el amante de la madre vencida, lo ahuyenta y se larga; un kammerspielfilm breve tan cotidiano cuan devastador.
En el indie Vieja alegría de Kelly Reichardt (EU) dos antiguos amigos viajan al bosque sólo para constatar que ya nada tienen en común y que “la pena es una alegría desgastada”. En El año siguiente de Isabelle Czajka (Francia) una adolescente navega hacia la carencia de todo deseo tras la muerte del padre; otra chejoviano episodio de la vida en gris. En Repetición de Joachim Traer (Noruega) se oponen los destinos siempre convergentes de dos amigos otrora aspirantes a jóvenes poetas, el exitoso insatisfecho emocional y el sicótico demolido que repite en caricatura su escapada con la novia; un humor relajiento para quien las paralelas vidas paraleerlas se vuelven sinónimos del “habría podido ser”. Y la neo-neorrealista Riza de Tayfun Pirselimoglu (Turquía) un viejo camionero llega hasta el crimen cobarde y traidor con tal de no perder el vehículo que constituye lo más importante en su vida; una angustia anclada en un hotel de inmigrantes y desempleados que representa a toda la nación otomana, un sentimiento vil e inconsolable, una llaga abierta hacia la desesperanza en contraste con el alienado entusiasmo circundante por la Copa Mundial. Rompiendo con el reinado de la docuficción que se había impuesto en los dos años anteriores (El cielo gira, En el hoyo), los premios principales se repartieron entre la canadiense-coreana Entre días (mejor película, mejor actriz), la portuguesa Body Rice (mejor director) y las argentinas Estrellas (premio especial del jurado) y El asaltante (mejor actor). Con una justicia más bien simbólica, igual a cualquier otra.
Jorge Ayala Blanco