Emilio Bustamante ha visto La teta asustada en Sevilla. Ha enviado este artículo sobre la película. Una advertencia: en él se revelan algunos detalles argumentales importantes e incluso el final de la cinta.
La película se inicia con la pantalla en negro y una canción en quechua. La imagen emerge: la voz corresponde, a una anciana indígena moribunda que relata cantando desde su lecho la violación de la que fue víctima varios años atrás, durante la guerra interna. El primer plano de la anciana deja ver apenas una parte de la almohada y el respaldar de madera pintada de la cama. Fausta entra al encuadre, también cantando en quechua, en un susurro, y cambia luego los versos por palabras de cuidado y cariño hacia la anciana, que es su madre. Cuando se hace el contraplano descubrimos en la enorme ventana abierta a un pueblo joven; hasta ese momento habíamos creído que la acción transcurría en la sierra. Con notable capacidad de síntesis, la narradora nos ha hecho recorrer, imaginaria y emotivamente, tiempo y espacio sin cambiar de escena. La cámara se acerca a Fausta con el fondo del paisaje en la ventana, mientras que por los gestos y palabras de la joven comprendemos que la madre ha muerto; visualmente la ciudad parece llamar a Fausta, quien comienza a desprenderse de la madre y a entrar en el mundo.
No obstante, esta suerte de proceso de individuación será difícil. La muerte de la madre da inicio a un duelo; pero Fausta, en realidad, siempre ha vivido en duelo. Sufre la enfermedad de la teta asustada. El terror experimentado por la madre durante la violación se ha transmitido por la leche a la hija. Se comenta que el alma de Fausta huyó de ella espantada y se escondió bajo la tierra. El miedo y la pulsión de muerte se manifiestan en el rostro y las maneras del personaje, pero adquieren una simbología concreta: se hallan físicamente representados dentro de su cuerpo. A los pocos minutos de iniciado el filme nos enteramos de que Fausta lleva una papa en la vagina para evitar ser ultrajada como su madre. Con la papa, Fausta pretende impedir la violación, pero en realidad la mantiene presente. Cuando la papa empieza a germinar en su cuerpo, ella corta los brotes como si cortara las uñas o los pelos de un cadáver. La papa es un cadáver; Fausta conserva a la muerte dentro de sí. Sigue vinculada al pasado doloroso que le impide integrarse al mundo emergente que la rodea.
La clave baja de iluminación le da a la película una atmósfera mortuoria constante. Es verdad que aparentemente se buscaría un contrapunto entre la vida y la muerte a lo largo del filme: la fiesta y el duelo, los alegres matrimonios que organiza la familia de Fausta y el cadáver insepulto de la madre, el vestido de novia sobre la cama y el cuerpo embalsamado debajo, la piscina en el lugar destinado originalmente a la tumba; pero incluso las situaciones humorísticas o festivas son disforizadas por la fotografía en claroscuros, el plano (lejano) o la cámara (fija o en movimiento lateral lento) que siempre encuentra a la protagonista en un término más próximo o la descubre mediante la composición del encuadre, imponiendo su gesto temeroso y abatido. Las fiestas y las situaciones humorísticas, además, no son del todo logradas porque la mirada lejana y desapegada tiene también el efecto de ridiculizar las costumbres de los personajes; no permite que el espectador disfrute las acciones desde dentro sino que apenas se ría de ellas.
En cuanto protagonista, Fausta tiene una misión: enterrar a su madre en su pueblo, pero carece de los recursos económicos para ello. Deberá entonces salir al mundo para conseguirlos. Es así como se emplea de doméstica en la casa de Aída, una pianista de clase alta. La casa de Aída nos hace reparar en la representación de la ciudad que hasta el momento hemos visto: Lima es un pueblo joven lleno de inmigrantes con costumbres pintorescas. La casa de Aída está rodeada por esa Lima (a su puerta se ve un mercadillo); sin embargo, semeja una fortaleza con un inmenso jardín, fachada neocolonial y mobiliario colonial, y cuando desciende la puerta automática es como si se cerraran los ojos y los oídos de una clase: no se ve más el entorno ni se le escucha. La relación de Aída con Fausta podrá ser leída a partir de esta escenografía, asimismo, como de carácter colonial: al percatarse Aída de cierta cualidad de Fausta, la explotará como un recurso.
Pero la casa de Aída tiene otras connotaciones: es un mausoleo habitado por una vampiresa que absorberá para su provecho la creatividad de Fausta, y es el ámbito subterráneo al que arriba la heroína en el esquema de la aventura iniciática de Joseph Campbell[1]. O, simplemente, es el infierno; no porque haya tormentos terribles en él, sino porque Aída es una especie de Mefistófeles que hace un pacto con la protagonista. Fausta (cuyo nombre no resulta casual) le da sus canciones a cambio de unas perlas con las que podría pagar el entierro de su madre. Mefistófeles-Aída no cumple el acuerdo, pero Fausta se sale con la suya, aunque no se sabe bien cómo, en lo que constituye el error más importante del relato.
La canción de Fausta con la que gana su primera perla no es casual tampoco. Habla del pacto con una sirena. En la cultura andina existe la creencia de que algunos músicos pactan con las sirenas como si lo hicieran con el diablo; ellas les afinan los instrumentos o les otorgan un don a cambio de su alma[2]. El tiempo de vida de los músicos es contado por la sirena en granos de quinua que el sujeto tentado le entrega. Cuando acaba el conteo, acaba la vida del músico y la sirena se lleva su alma al fondo del mar (o al infierno). La canción de Fausta que encandila a Aída, narra esa historia, granos de quinua incluidos. Pero en la relación de Fausta y Aída hay algunas sugerentes inversiones y reflejos, pues quien otorga la música es Fausta a cambio de las perlas de Aída (la perla, recordemos, es símbolo occidental del alma y la fecundidad, que aquí reemplaza a los andinos granos de quinua). Fausta, pues, iría a la casa-infierno de Aída a recobrar simbólicamente el alma que perdió al nacer. De otro lado, la imagen de los granos de quinua cayendo al suelo y de la sirena arrastrándose para recuperarlos se halla también en ciertos relatos andinos; en el filme, tanto Aída como Fausta gatean para recoger las perlas, y se encuentran, en un momento, frente a frente como ante un espejo.
Como he señalado, el error más grave a nivel narrativo tiene lugar, desde mi punto de vista, en el retorno a la casa de Aída. Este regreso supone el enfrentamiento de Fausta con sus miedos (representados por la imagen de unas botas militares en una fotografía que antes la aterrorizó y que evoca inequívocamente a la violación de la madre), y con ese doble maligno que es Aída, a quien debe arrebatarle las perlas para poder enterrar a la madre y comenzar a vivir. Se trataría, en teoría, del punto álgido de la aventura, siguiendo el relato mítico de Campbell. Sin embargo, se resuelve no dramáticamente, sino elípticamente, y la elipsis en este caso no es sugestiva sino generadora de inverosimilitud. El detonante de la secuencia tampoco es acertado: la frase de Lúcido dirigida a su sobrina Fausta tratando se hacerle notar que desea respirar y por tanto vivir es, acaso, demasiado explícita.
No es extraño que, en el desenlace, la ayuda del mundo exterior venga del jardinero, quien ha logrado acercarse a la tímida Fausta varias escenas antes a través del quechua. El quechua es la lengua materna. Es al jardinero a quien Fausta desfalleciente, en el umbral de la casa de Aída, pide ser liberada de la papa, es decir, de la muerte que lleva dentro. No parece fortuito, asimismo, que el quechua sea el idioma de la madre (y, por tanto, del pasado), y el castellano el idioma del presente (y del futuro). Cuando teme y retrocede, Fausta se refugia en el recuerdo materno, y canta en quechua; pero cuando emerge su propia voz (en la canción de la sirena, por ejemplo) la lengua es el castellano y la canción, aunque con temática y reminiscencia andinas, es más estilizada, fuerte y occidental que las escuchadas antes.
Después de la extirpación de la papa, vemos que Fausta lleva en una mano las perlas. Se ha producido la catarsis. La muerte ha sido expulsada, y Fausta ha recuperado su alma. Las dos escenas finales son también altamente significativas: aquella con el cadáver de la madre frente a un mar “que lava las penas” (hemos oído la frase cuando Fausta lució atraída, al comienzo de la película, hacia un ataúd pintado con motivos marinos); y, luego, la que contiene la imagen de la papa florecida en manos de la protagonista, es decir, la muerte transformada en vida, el cadáver en semilla (simbolismo que recuerda al estudiado por Gustavo Buntinx a propósito, precisamente, de las representaciones de la guerra interna en la plástica peruana).
Se ha dicho que “La teta asustada” revela cambios en el cine de Claudia Llosa. No comparto esa opinión; por lo menos, no creo que los cambios –si los hay- sean sustanciales. Ideológica y formalmente “La teta asustada” y “Madeinusa” se asemejan. En ambas películas hay mundos de ficción muy cerrados, estilizados y portadores de una deliberada carga simbólica. No son, en modo alguno, cintas “realistas”. En ambas la protagonista es una joven andina que despliega un esfuerzo individual para superar una condición de desventaja. En ambas la colectividad que la rodea aparece como primitiva, o, en el mejor de los casos (“La teta asustada”), en tránsito hacia la civilización. En ambas, alcanzar un estadio superior para la protagonista supone relegar una parte de su herencia cultural. En ambas impera una mirada entre distanciada y fascinada de la instancia narrativa sobre una colectividad de origen andino que se expresa visualmente en la elección de planos, movimientos de cámara, clave de iluminación y una puesta en escena imaginativa de pintorescas costumbres ficcionadas a partir de ciertas prácticas percibidas en el mundo histórico. La mirada en “La teta asustada” no ha dejado de ser la de una narradora occidental y liberal. Por cierto, no tendría por qué dejar de serla.
Los importantes premios ganados por “La teta asustada” en Berlín confirman a Claudia Llosa como una cineasta a la que hay que tomar muy en serio, y la polémica obra que ha iniciado puede servir de estímulo para que quizá en el futuro, sobre los mismos temas, se manifiesten cinematográficamente miradas alternativas a la suya, con talento, rigor y coherencia.
Emilio Bustamante