“En un rincón del corazón” (“Somewhere”), confirma a Sofía Coppola como una directora singular, de mirada propia y un estilo personal ajeno a las fórmulas y convenciones de la industria. Es realizadora de cintas irregulares pero siempre atractivas. Aquí, como “Perdidos en Tokio”, los personajes centrales son un hombre mayor y una mujer joven que desarrollan una relación afectiva cimentada en la compañía silenciosa y la complicidad. Consumen su tiempo en habitaciones de hoteles sin hacer nada significativo y viajan juntos a Italia para participar en un delirante show de esa neotelevisión inventada por Berlusconi y satirizada por el Fellini de “Ginger y Fred”. Pero los protagonistas no son amantes; son padre e hija que pasan un tiempo juntos antes de separarse otra vez.
El protagonista es un actor de Hollywood llamado Johnny Marco, encarnado por Stephen Dorff. Es deseado y famoso, a la manera de un Johnny Depp. Y como Depp, aparece en una multitud de cintas anodinas en el estilo de “El turista”. Es una estrella aunque él jamás hable de sus películas ni lo veamos actuar en ellas. Lo tiene todo, pero se aburre como pocos. En la representación de su profundo “spleen” encontramos las marcas de la personalidad de Coppola, desde el humor irónico que le permite mirar a los italianos con la misma altiva superioridad con que representó a los japoneses en “Perdidos en Tokio”, hasta el regusto por la languidez vital de los “pobres niños ricos” que son sus personajes favoritos.
La película empieza mostrando a Marco en su Ferrari mientras da vueltas y más vueltas en una pista de carrera. El encuadre se alarga y se prolonga con la cámara estática y sin mediar otra acción o información. El terreno está definido desde la primera imagen: la vacuidad es el signo que predomina porque a Sofía Coppola le interesa describir la inacción, la lasitud, el relajamiento, la alienación. Como los personajes de “Perdidos en Tokio” (“Lost in translation”) o “María Antonieta”, el Johnny Marco de “En un rincón del corazón” está “perdido en la traducción” y no reconoce los signos de su mundo ni se satisface con la opulencia que le toca. Hasta que llega Cleo, su hija de 11 años, encarnada por Elle Fanning, aportando gracia y luminosidad a una película que hasta ese momento parecía perder el aliento en su opción por transitar los caminos minimalistas de moda en el “cine de arte” europeo y asiático.
La aparición de la niña le da vuelo a la película, la saca de la contemplación morosa y la salva de ser un ejercicio manierista. Su personaje crea tensión y conflicto aun cuando el tratamiento de la relación entre padre e hija está exento de cualquier rasgo de sentimentalismo. El afecto entre ellos se cimenta sobre bases subterráneas, gestos mínimos, acciones cotidianas, miradas que se modulan, como la de Marco mientras contempla a la muchacha patinando. Las mejores escenas de la película se limitan a registrar, casi en silencio, los procesos que conducen a la mayor unión entre ellos: comen helados echados en la cama o juegan un video game. La formidable presencia de la niña desplaza el interés hacia ella sin cambiar el punto de vista centrado en la percepción desfalleciente y luego reanimada aunque confusa de la “estrella”.
La cinta no necesita apelar a la intriga fuerte ni a giros o sorpresas argumentales. Es la crónica desdramatizada de la relación entre dos personajes que la pasan bien juntos, que se quieren sin necesidad de declararlo y a los que les cuesta volver a la vida ordinaria.
Ricardo Bedoya
El protagonista es un actor de Hollywood llamado Johnny Marco, encarnado por Stephen Dorff. Es deseado y famoso, a la manera de un Johnny Depp. Y como Depp, aparece en una multitud de cintas anodinas en el estilo de “El turista”. Es una estrella aunque él jamás hable de sus películas ni lo veamos actuar en ellas. Lo tiene todo, pero se aburre como pocos. En la representación de su profundo “spleen” encontramos las marcas de la personalidad de Coppola, desde el humor irónico que le permite mirar a los italianos con la misma altiva superioridad con que representó a los japoneses en “Perdidos en Tokio”, hasta el regusto por la languidez vital de los “pobres niños ricos” que son sus personajes favoritos.
La película empieza mostrando a Marco en su Ferrari mientras da vueltas y más vueltas en una pista de carrera. El encuadre se alarga y se prolonga con la cámara estática y sin mediar otra acción o información. El terreno está definido desde la primera imagen: la vacuidad es el signo que predomina porque a Sofía Coppola le interesa describir la inacción, la lasitud, el relajamiento, la alienación. Como los personajes de “Perdidos en Tokio” (“Lost in translation”) o “María Antonieta”, el Johnny Marco de “En un rincón del corazón” está “perdido en la traducción” y no reconoce los signos de su mundo ni se satisface con la opulencia que le toca. Hasta que llega Cleo, su hija de 11 años, encarnada por Elle Fanning, aportando gracia y luminosidad a una película que hasta ese momento parecía perder el aliento en su opción por transitar los caminos minimalistas de moda en el “cine de arte” europeo y asiático.
La aparición de la niña le da vuelo a la película, la saca de la contemplación morosa y la salva de ser un ejercicio manierista. Su personaje crea tensión y conflicto aun cuando el tratamiento de la relación entre padre e hija está exento de cualquier rasgo de sentimentalismo. El afecto entre ellos se cimenta sobre bases subterráneas, gestos mínimos, acciones cotidianas, miradas que se modulan, como la de Marco mientras contempla a la muchacha patinando. Las mejores escenas de la película se limitan a registrar, casi en silencio, los procesos que conducen a la mayor unión entre ellos: comen helados echados en la cama o juegan un video game. La formidable presencia de la niña desplaza el interés hacia ella sin cambiar el punto de vista centrado en la percepción desfalleciente y luego reanimada aunque confusa de la “estrella”.
La cinta no necesita apelar a la intriga fuerte ni a giros o sorpresas argumentales. Es la crónica desdramatizada de la relación entre dos personajes que la pasan bien juntos, que se quieren sin necesidad de declararlo y a los que les cuesta volver a la vida ordinaria.
Ricardo Bedoya