jueves, 27 de marzo de 2008

Widmark, otra vez


Un buen artículo de Kent Jones sobre Richard Widmark

Rafael Azcona


Murió Rafael Azona, a los 81 años.


Fue el guionista más célebre del cine español y un espíritu inquieto, mordaz, irónico, crítico, malvado en ocasiones. Brazo derecho de Luis García Berlanga, a Azcona le debemos guiones de películas formidables de Ferreri, Lattuada, Saura y más: El pisito, El cochecito, Plácido, El verdugo, El mafioso, La mujer simia, La gran comilona, De tamaño natural, La prima Angélica, La escopeta nacional, entre otras.

Aquí una conversación con él:

miércoles, 26 de marzo de 2008

Se estrena Luz silenciosa


Esta semana se estrena Luz silenciosa, de Carlos Reygadas. Aquí está el comentario publicado en este blog luego de su proyección en el Festival de Lima de 2007:

http://paginasdeldiariodesatan.blogspot.com/2007/08/diario-de-festival-xiii-la-evidencia-de.html

Muerte de un grande


Murió Richard Widmark. Fue uno de los mejores actores del cine norteamericano. Hace unos meses, Enrique Silva lo recordó así:


martes, 25 de marzo de 2008

El día que el payaso lloró, de Jerry Lewis


Luego de la película maldita de Orson Welles, aquí tienen información sobre The Day the Clown Cried (filmada en 1971), de Jerry Lewis, entrampada en un lío judicial interminable que impide que la veamos.

Aquí el enlace:


El otro lado del viento: el Welles esperado


Los admiradores de Orson Welles esperan desde hace muchos años el estreno de The Other Side of the Wind, su película póstuma. ¿La veremos pronto?


Peter Bogdanovich, que participó como actor -junto con John Huston- en la película y está empeñado en completarla y recuperarla, habla del estado de las cosas en esta entrevista publicada en Wellesnet.


Aquí la entrevista:


http://www.wellesnet.com/?p=213

jueves, 20 de marzo de 2008

Cine en la red: algunas noticias


La revista chilena La fuga, que se renueva semanalmente, entrega esta vez un dossier sobre lugares y perspectivas de la teoría, con ensayos como el de Ética y práctica del cine en la filosofía de Gilles Deleuze, El espacio fílmico según Bazin, Sobre "Historia (s) del Cine" de Jean Luc Godard (1988 / 1998, en la foto), o La estética del desastre como respuesta a una modernidad forzosa, a partir de una película de Jia Zhang Ke.

http://www.lafuga.cl/dossiers/dossier_teorias/

Miradas de cine, además de un ensayo sobre el boliviano Jorge Sanjinés, trae un especial sobre el reciente festival de Berlín (aunque el informe deja mucho que desear) y también nos acerca a la obra de Wang Bing, que sorprendió en Cannes 2007 con su Fengming, que se verá en el BAFICI 2008.

http://www.miradas.net/

Como siempre Senses of cinema trae diversos artículos de interés (una entrevista a Nina Menkes, o un ensayo sobre Las damas del bosque de Bolonia de Bresson) pero también sigue colocando las listas de los mejores estrenos del año pasado según diversos cineastas y críticos. Me llama la atención la lista del director estadounidense John Gianvito, quien ubica a Guda (dirigida por K. J. Baby y los 'Inmates of Kanavu', India, 2003) como lo mejor que vio: "Collectively directed by indigenous teenagers from the deep forests of the Niligris in Kerala, Guda tells of a young girl's coming-of-age amidst the stresses of a culture being pushed toward extinction. A unique, joyful and militant expression".

http://www.sensesofcinema.com/

Los fanáticos de lo excéntrico encontrarán en Kinodelirio una revisión a algunas películas del canadiense Guy Maddin, quien tiene un sello muy personal: 16 mm, estética de expresionismo alemán, algo de Artaud, Lautreamont, y otros desvaríos.

http://www.kinodelirio.com/

Mónica Delgado

martes, 18 de marzo de 2008

El cine más allá de Lima: cine regional peruano


Desde que el largometraje ayacuchano Dios tarda pero no olvida de Palito Ortega irrumpiera allá por el año de 1996, el cine hecho en provincias se ha multiplicado de una forma casi incontable.

Hasta la fecha, más de una década después, se han comentado en diversos medios de comunicación cintas como Sangre inocente (2000) del ya mencionado Ortega; Jarjacha, el demonio del incesto (2002) de su paisano Mélinton Eusebio; El misterio de Kharisiri (2004) del puneño Henry Vallejo; El Tunche, misterios de la selva del huancaíno Nilo Inga; El abigeo (2001) y El huerfanito (2004), de Flaviano Quispe, entre otras.

A pesar de sus acentuados problemas de construcción narrativa, son películas que tienen algunos pasajes emocionantes, impactantes, logrados; incluso, sucede a veces que sus propias falencias devienen en virtud. En el Centro Cultural Cafae-Se se ha visto recientemente Gritos de libertad (2003), cinta ayacuchana de Luis Enrique Berrocal que sin lugar a dudas es la visión más descarnada y violenta que el cine nacional alguna vez ha dado del conflicto entre las Fuerzas Armadas y Sendero Luminoso. El largometraje adolece de problemas de doblaje y actuación, de efectos especiales rudimentarios y de falta de continuidad (raccord) entre los encuadres. No obstante, ese acabado artesanal le otorga, por momentos, un verismo escalofriante.

Lo que exhibe Gritos de libertad es una geografía sobrecogedora del cuerpo. La cinta muestra sin tapujos los actos de tortura cometidos por los agentes del orden y los terroristas. Es un desfile de imágenes de seres humanos flagelados, mutilados, humillados hasta la cosificación. Esa misma crudeza, plasmada como acto de catarsis ante una barbarie vivida en carne propia, es la que podemos encontrar en El rincón de los inocentes (2005), una de las últimas entregas de Palito Ortega, proyectada el año pasado en el Encuentro Latinoamericano de Cine del CCPUCP, y que también está teñida del mismo escepticismo hacia las instituciones.

Esta película sobre un niño que pierde a sus padres durante los años de violencia política, se sostiene mejor que otras cintas realizadas en provincias por la participación de actores profesionales como Giovanni Ciccia. Asimismo, está dotada de algunas escenas de gran potencia expresiva, como el encuentro del protagonista con el cadáver de su madre, y la secuencia, lindante con lo surreal, de unos militares ultrajando a mujeres en las calles y a plena luz del día. Sin embargo, los problemas técnicos son bastante evidentes, complementándose además, desafortunadamente, con un costado esperpéntico, como la performance de Mario Velásquez haciendo las veces de un representante de la Iglesia (inspirado en Juan Luis Cipriani) con gestos de villano de dibujos animados, afectando así el tono entre amargo y melancólico que brota a lo largo de la cinta.

CABEZAS VOLADORAS Y ALMAS EN PENA
En las películas de terror también se trabaja con un verismo muy singular. En parte porque, como ya algunos interesados en este cine lo han apuntado, la estética de muchos de estos largometrajes elaborados en el interior del Perú se asemeja a la grabación de ceremonias y fiestas. Se realizan las ficciones a la manera de documentales. Eso es lo que sucede, por ejemplo, en La Casa Embrujada (2007) del juliaqueño Joseph Lora, que relata una historia sobre una vivienda habitada por ánimas malignas.

Esta película pudo conocerse en la capital, como muchas de las que se comentarán a continuación, gracias a la Muestra de Cine Regional organizada hace pocos meses por la Asociación de Prensa Cinematográfica (Apreci). En efecto, algunas de sus imágenes son como fragmentos de un registro audiovisual casero, que se combinan con algunas de las escenas más sorprendentes que ha dado el género fantástico en el cine peruano (tan poco explorado a lo largo de su historia): la secuencia inicial que muestra a un tipo emborrachándose en una fiesta y vive de pronto, angustiadamente, sumergido entre una dimensión real y otra onírica; y aquella en que un hombre descubre que la cabeza de su esposa se desprende de su cuerpo e inicia un viaje veloz por la ciudad.

Joseph Lora es un director que supo aprovechar el folclore de su pueblo para dar vida a ciertas imágenes de poderosa y vibrante fantasía. Sin embargo, como ocurre con otras películas del cine regional, La Casa Embrujada se desploma cuando sus actores gestualizan y verbalizan con impostada exageración, en medio de toscos problemas de raccord.

Más fallido y menos original es el caso de Mónica, más allá de la muerte (2006), largometraje arequipeño de Roger Acosta que toma la leyenda urbana de la mujer que viene del más allá para seducir a los hombres y arrebatarles la vida. La película es una suerte de remedo accidentado, e insuflado con generosas dosis de humor involuntario, de las producciones televisivas de Iguana estilo Calígula. Pocas veces una película peruana ha presentado diálogos tan pésimamente construidos y una planificación de escenas tan cliché.

DE PARODIAS Y SAINETES
Otra de las tendencias más importantes en el cine regional es la comedia. Un director como el ya mencionado Palito Ortega hizo una parodia del mito del Jarjacha en La maldición de los Jarjachas 2 (2003). El ayacuchano se burla de las convenciones de aquel relato oral, aunque con un estilo que le debe mucho a la comicidad televisiva peruana, con un joven vestido como monja o un sujeto que se arma como soldado para hacerle frente a aquel ente sobrenatural.

Desde otra entrada, el cajamarquino Héctor Marreros, quien se hizo conocido por cintas como Milagroso Udilberto Vásquez (2006), ha presentado la película El encuentro de dos mundos, la otra cara (2007), una parodia de la conquista del Perú, con españoles que visten jeans y zapatillas e incas que utilizan celulares. Este largometraje posee un humor estrafalario, que se sustenta en apelar a referentes propios del mundo contemporáneo una y otra vez, mecánicamente, sin más recursos que ello, hasta el hartazgo. No pasa de ser un calco de aquellos sketches que se burlan de las películas de moda a través de programas como Risas de América.

UNA PUREZA DOCUMENTAL
Si el cine de ficción hecho en las regiones es desigual y escarpado, el documental es depurado y armónico. Un responsable crucial de ello es el DIP, una asociación que difunde el género documental y que tiene una preocupación especial por su producción en las diversas regiones del Perú. Sus miembros, que llevan una larga trayectoria en la realización audiovisual, han ofrecido talleres de teoría y realización de forma gratuita al público en general, especialmente al joven.

Los resultados son sorprendentes. Los cortos hechos bajo el amparo del DIP (pueden ver algunos en
http://www.caravanadip.blogspot.com) poseen una consistencia en el tratamiento cinematográfico que dista de los altibajos que presentan las cintas de ficción regionales. Entre las numerosas películas del DIP encontramos Retazos (2006), un corto arequipeño de Vicky Arias que trata sobre un trabajo inconcluso: un documental sobre la cucufatería. Mientras lo vemos, escuchamos las voces de quienes participaron en el proyecto. Entre el lamento y la resignación, explican por qué aquella película no pudo ser terminada. Los encuadres de movimientos mínimos, que muestran pasajes de un documental que nunca verá la luz y que se dilatan a través de ralentíes, dan a la cinta un tono íntimo que atrapa y enternece.

Yanantín (2007), corto cusqueño de Lilian Ossco que se inspira en la ley de la causa y el efecto para hablar del wayruro como amuleto de la suerte, es una película lúdica y entretenida, que yuxtapone de la manera más original imágenes diversas: un hombre haciendo pesas, un tablero de ajedrez y hasta una de Alberto Fujimori. Otros cortos, como Para qué contarles (Cajamarca, 2005) de César Mendoza y José Eduardo Díaz, Destino turbio (Huaraz, 2005) de Karina Soto Villanueva o Algo vi pasar (Cajamarca, 2005) de Roger Sáenz, son películas de imágenes envolventes, de mirada intensa, de voz interior, de poesía escrita en video. En medio de su sencillez, son muestras fugaces y prometedoras de un documental de autor. Por ello, el aporte del DIP es extraordinario. ¿Acaso el cine regional no mejoraría con otra asociación similar, que dé una sólida formación profesional a los directores interesados en la realización de ficción?

Los actores
Una de las películas más atípicas de toda la movida cinematográfica regional es Los Actores (2006) del trujillano Omar Forero, más próxima al uso conceptual del espacio y a los tiempos muertos de Antonioni. Tiene imágenes bien compuestas, que consiguen representar la idea de estar ante personajes al borde del aislamiento o la errancia. Sin embargo, la pobreza de algunas actuaciones, así como la inverosimilitud y redundancia de los diálogos, hacen que el largometraje naufrague.

José Carlos Cabrejo

lunes, 17 de marzo de 2008

Lejos de ella


El amor es cuestión del corazón, más no de la memoria; o entiéndase de los sentimientos, y no de la razón.

Esa glosa, cargada de cursilería, es mi impresión general de Lejos de ella (Away From Her), ópera prima de la actriz canadiense Sarah Polley, cuyo guión adaptado está basado en la novela corta "The Bear Came Over the Mountain", de Alice Munro.

La película en cuestión se desplaza firmemente por la línea limítrofe entre el melodrama cautivante y el retrato melifluo empalagoso. ¿Para qué polo se acomoda? El presente texto contiene esa respuesta...

Sinopsis: En un ambiente apartado del centro de cualquier ciudad del Canadá, Fiona (Julie Christie) y Grant (Gordon Pinsent) viven su jubilación con la única posesión sentimental que es su compañía mutua. Ambos sexagenarios viven un amor maduro y resignado sin presagiar la amenaza venidera: la gradual pérdida de memoria de la mujer, víctima de Alzheimer.

En una historia de amor como esta, ¿qué será lo que más afecte a la pareja tal contratiempo patológico? Pues a su añejo matrimonio, viendo caer la estabilidad de su vida conyugal por ese avatar indeseado.

Al inicio, casi imperceptiblemente (sólo por fragmentos alternados de reminiscencias) se presenta la vida que irán perdiendo por las consecuencias de la enfermedad. Desde los primeros minutos, el deterioro mental de Fiona está ya en progreso; a pesar de eso, la autora no ocupa tiempo en mostrar parte de lo que se supone que añora el marido, que es a su vez lo que tendría que extrañar el espectador, también: los tiempos pasados de felicidad entre ambos, que se están yendo.

Respecto a eso y en este caso, cabe destacar como virtud el desuso del esquema convencional para películas con similar argumento a este, pues obvia el recurso trillado de hacer revisión conmemorativa del otrora "happy time" de la pareja sufriente, mostrando al inicio momentos jubilosos entre los que padecerán después, para así acentuar el melodrama al hacer contraste entre lo bueno que fue el antes de (la enfermedad, esta vez) y lo malo que está siendo el después de. Estructura manida en melodramas hechos para la TV, cuya explotación no resulta provechosa para una juiciosa impresión final.

En cambio, Lejos de ella omite el esquema que aludo para centrarse y adentrarse de arranque en el dilema de los perjuicios que provoca el Alzheimer, tanto para quien lo sufre directamente (el enfermo) como indirectamente (el tutor del enfermo). A todo esto, por ende, estamos sumergidos desde el principio en el drama de la película, o sea la pena de Grant por lo que está perdiendo. Por tal motivo, esto fuerza nuestra capacidad de empatía para con la circunstancia, pues Polley da preponderancia a la sensibilidad individual de cada espectador para que "sufra" distintamente la historia según su posibilidad emocional.

Ahora, ¿es determinante para el mensaje de la película que sea una pareja anciana la protagonista? ¿Su condición de retirados, aislados y sin hijos, también importa?



A mi parecer sí es determinante, porque se expone un amor en su etapa mejor cimentada: a) por el refuerzo que dan los años y la costumbre, b) por la falta de condicionamientos para su apego como podrían ser la cercanía de una familia o alguien dependiente a su relación, y c) por decidir (por voluntad propia) apartarse del resto adentrándose en un bosque durante 20 años, dando a entender indiferencia hacia lo(s) demás. Esa situación para el matrimonio es un cómodo marco exento de estorbos y contrariedades para su amor sin moros en la costa, que el destino malicioso perfila propicio para "desfigurarlo" con las vicisitudes de una desoladora enfermedad. Eso es precisamente lo que sucede en esta entrega, en la cual el amor de Grant y Fiona puesto a prueba como acción dramática base.

Planos cerrados que encuadran los expresivos rostros de la pareja cada vez que emiten sus sentidos parlamentos, con miradas vagas y melancólicas, que convierten la atmósfera silenciosa, triste de por sí, en un instante de adiós latente. "Me estoy yendo", dice Fiona, asimismo se va al olvido cada diálogo concluido, cada caricia dada, cada momento disfrutado (o sufrido). En fin, lo que pasó, se va... lejos de ella.

La idea del inicio viene a colación, nuevamente: "El amor es cuestión del corazón, no de la memoria". Cuando Fiona toma conciencia sobre la carga que representa para su marido, decide como sacrificio de amor mudarse a una residencia para enfermos de su misma condición. Una vez allí, y después de un mes de no ver a su esposo (por políticas internas de tal residencia), ella no lo recuerda como lo que es; es más, está ya encaprichada-enamorada de un interno compañero suyo, dejando a Grant en el olvido, hasta considerándolo una molestia.

Entonces, estas preguntas vienen al caso: ¿El amor se mantiene si no se refuerza?¿Son acaso los recuerdos (felices) reforzadores del amor? Si es así, entonces, ¿se puede amar a alguien que no se recuerda? La respuesta es negativa en el filme, pues, si un sentimiento se mantiene por las vivencias pretéritas (entiéndase recuerdos) sería una cuestión de gratitud, solidaridad y caridad afectiva, mas no pulsión amorosa hacia alguien. Entonces, concluiríamos hablando del amor como una reacción instintiva de uno hacia otro, sin contar con otros caracteres ajenos al sentimiento en sí (memorias, obligaciones, etc.), que son con lo que comúnmente se confunde.

Con esa conclusión, Sarah Polley brinda su discurso e hipótesis sobre el sentimiento más universal del ser humano, mostrando a dos ancianos que presencian cómo se diluye frente a sus ojos su concepto de amor, consciente (Grant) e inconscientemente (Fiona).



Apreciando ahora lo técnico, la banda sonora, de Jonathan Goldsmith, no es protagonista pero sí indispensable para el ambiente taciturno y apesadumbrado que crea Polley en los momentos donde trasciende el diálogo. El silencio se obvia por sonidos de teclado en ritmo pausado y constante en el mismo son, que resulta enfático pero a la vez pertinente en su cometido de denotar aflicción.Todos los elementos de Lejos de ella buscan conmovernos y abatirnos, tanto la música citada en el párrafo anterior, como la fotografía cálida tonalidad pastel que colorea los ambientes fríos propios del invierno norteamericano, la entonación atribulada de los parlamentos, más las gesticulaciones alicaídas refuerzan esa meta. Al fin y al cabo, el conglomerado no arroja una cinta meliflua y lacrimógena sin más, porque el pulso sensible de la canadiense atina precisamente en controlar a la justa medida esos peligrosos recursos en busca de una triste reflexión.


Si algo más queda por subrayar sería las impecables performances de los protagonistas. Christie anda perdida con su expresión errante durante todo el metraje, volviéndose visiblemente invisible; a su vez, Pinsent, barbudo y canoso, parece un San Bernardo, que emite lealtad y resignación con cada guiño a su "ausente" dueño(a).

Si al final, en su estado de olvido progresivo Fiona encuentra otra ilusión (con su compañero llamado Aubrey), totalmente nueva, lejos de Grant, este hará lo propio buscando un nuevo presente (con otra mujer, claro está), porque su amor de ayer le obligó con su abandono.


Lejos de ella representa un debut auspicioso de la actriz en la dirección, quien exhibe su emotividad cauta sin aires de presunción sobre un tema e historia muy proclives a la explotación desmesurada de sus mismas posibilidades de doble filo. La película sí que conmueve, asimismo logra que el espectador mire "hacia sus entrañas", algunos segundos siquiera, para cuestionarse sobre un posible replanteo del sentimiento con el que convive a diario.El amor no se olvida, ni deja de sentirse; simplemente cambia hacia quien provoque al corazón...


John Campos Gómez

viernes, 14 de marzo de 2008

Una experiencia de aprendizaje: El Talent Press de la Berlinale



Natalia Ames nos cuenta cómo le fue en el Talent Press del último Festival de Cine de Berlín

Este año fui escogida para participar en el Talent Press de la Berlinale, un programa para jóvenes críticos cinematográficos de diversas partes del mundo. El Talent Press es apenas una parte del Talent Campus, un evento que reúne a 350 jóvenes dedicados a diversas áreas de la producción cinematográfica con el propósito de establecer vínculos internacionales entre ellos y brindarles cinco días de intensa actividad en plena Berlinale.

En el Talent Press trabajé con siete críticos de Argentina, Nigeria, Turquía, Polinia, India, Inglaterra y Australia. Todos eran muy jóvenes (la edad límite es de 30 años) pero eran muy activos, pues colaboraban con diversos medios impresos y virtuales. Sin embargo era la primera vez que todos asistíamos a la Berlinale, el festival cinematográfico de mayores audiencias a nivel mundial, un monstruo logístico que agrupa casi una decena de secciones y que se desarrolla en diversos puntos de la ciudad. El punto central era la Potsdamer Platz, donde se encuentran la mayoría de salas (incluyendo el Berlinale Palast), el hotel Hyatt (donde se desarrollan las conferencias de prensa) y las oficinas de todas las dependencias del festival, como el European Film Market, que año a año amenaza con eclipsar la importancia de la Berlinale debido a su crecimiento.

El programa del Talent Press le brindaba una gran importancia al trabajo práctico de escritura y debate, es por ello que desde antes de llegar nos encargaron ver una película (God Man Dog, de Singing Chen, de la sección Forum) para debatirla en el seminario del primer día. En este seminario, que duró seis horas, conocimos a nuestros cuatro mentores (los críticos británicos Peter Cowie y Derek Malcolm, la estadounidense Stephanie Zacharek y la holandesa Dana Linssen), nos presentamos individualmente, escuchamos a la jefa de prensa del festival, al director de cine del Instituto Goethe, a Klaus Eder de la FIPRESCI, y debatimos sobre las películas God Man Dog y Shine a Light, de Martin Scorsese, que habíamos visto el día anterior.

Ese mismo día nos dieron nuestras comisiones de la semana. Cada día teníamos una tarea asignada, que podía ser cubrir un evento, escribir una crítica o hacer una entrevista. Solamente teníamos un día libre en el cual podíamos elegir nuestra comisión. Tengo que aceptar que tuve mucha suerte con mis tareas: me tocó cubrir el panel con Andrzej Wajda, entrevisté a Alex McDowell (el diseñador de producción de Charlie y la fábrica de chocolates, quien dio una excelente clase maestra en el Talent Campus) y comenté una de las mejores películas en competencia, Lake Tahoe, de Fernando Eimbcke.

Sin embargo, a veces era una pena tener este ritmo de trabajo pues las comisiones se cruzaban con las películas, además todos los días teníamos que revisar nuestros artículos con nuestros mentores. En mi caso fueron horas muy fructíferas las que pasé con Stephanie Zacharek, crítica de Salon.com, muy detallista y clara. Pero por supuesto, estas horas no nos permitían ver todas las funciones de prensa a las que teníamos acceso.

Los ocho jóvenes críticos teníamos una credencial que nos permitía ingresar a un aproximado de 15 proyecciones de prensa diarias (tres de competencia y el resto de otras secciones). Además, podíamos pedir entradas para otras películas; yo aproveché para conocer el cine político de Francesco Rosi (a quien estaba dedicado el homenaje), disfrutar de algunas películas de Buñuel que no había visto en pantalla grande, satisfacer mi curiosidad con algunas películas del Forum (sección dedicada a las corrientes más experimentales) y del Panorama (donde vi la película de Madonna, solo para reírme un rato).

De todos modos, a pesar de las ocupaciones, pude ver unas tres o cuatro películas por día. En la Berlinale realmente se puede encontrar de todo: después de ver el Journal d’une femme de chambre de Buñuel vi Otto, or up with dead people, una película alemana sobre un muerto viviente que se vuelve protagonista de una cinta sobre zombis gays. Lo bizarro, lo exótico y lo técnicamente irregular se mezclaba con lo clásico, lo convencional y las grandes estrellas. Se vivían muchas Berlinales al mismo tiempo: el European Film Market sellaba tratos que definirían las carteleras internacionales del resto del año; la alfombra roja y las conferencias de prensa congregaban grandes multitudes y famosos nombres; el público berlinés hacía largas colas por toda la ciudad; los jóvenes del Talent Campus asistían a conferencias y talleres con reconocidos expertos, mientras mis siete compañeros y yo perseguíamos todo esto para reportar diariamente las peripecias del festival.

La Berlinale que yo viví se basó en escribir, ver películas, correr desde las 8 de la mañana hasta la madrugada, y sobre todo en conversar. Debatí sobre diversas películas con mis compañeros del Talent Press; adquirí valiosos conocimientos hablando con los mentores, especialmente con Peter Cowie, reconocido experto en cine escandinavo; discutí sobre las tendencias existentes en el nuevo cine que se realiza en lugares como América Latina, África y Asia con los jóvenes del Talent Campus, y establecí contacto con numerosos críticos y expertos de respetados medios internacionales. Conocí problemáticas que me eran muy lejanas, como el boom del cine nigeriano, y presencié fenómenos sorprendentes, como la inmensa popularidad del ídolo de Bollywood Shah Rukh Khan entre las amas de casa y las adolescentes alemanas.

Lo único que se echó de menos fue una selección más rigurosa en la competencia oficial, que este año tuvo pocos títulos memorables y además premió la polémica Tropa de Elite, película que necesita un comentario aparte. Fueron diez días de cine bueno, malo y feo, pero a nivel personal, fueron días de intenso aprendizaje.

Links:
Para saber más sobre el Talent Campus y el Talent Press (la convocatoria se abre a mediados de año):
http://www.berlinale-talentcampus.de/


Artículos escritos durante el Talent Press:
www.fipresci.org/festivals/archive/2008/berlin/talents/presentation.htm


Natalia Ames

jueves, 13 de marzo de 2008

El sitio de Paul Schrader


Paul Schrader es guionista (Taxi Driver, Rolling Thunder, Obsesión de Brian dePalma, Toro salvaje, La última tentación de Cristo, entre muchas otras), director (Blue Collar, Cat People, American Gigolo, Light Sleeper, Affliction, y más), crítico de cine por más de cuarenta años, autor de un libro notable sobre los estilos trascendentales en el cine y un ensayo fundamental sobre el Film Noir.

Ahora tiene un sitio muy atractivo donde ha puesto críticas, ensayos y entrevistas hechas a lo largo de los años.

Aquí está el enlace:

martes, 11 de marzo de 2008

Zombie versus Myers: Halloween de Rob Zombie


El mal no muere. Es con esta premisa que John Carpenter puso fin a su película en 1978, un hito del slasher y ejemplo de mitificación del psychokiller. Casi treinta años después Rob Zombie plantea una reconstrucción de esta historia sobre dos noches de Halloween en un suburbio de Illinois, recupera motivos del género a modo de homenaje y agrega su peculiar toque personal, para sellar así su Halloween con un final opuesto a la idea del director de Asalto al precinto 13.

Halloween de Zombie está concebida para responder algunos puntos que la cinta original mantiene implícitos. Si en la versión de 1978, a través del paseo de una cámara subjetiva (en uno de los plano-secuencia de uso didáctico más conocido), sabemos que el asesino es sólo un niño de apariencia frágil, vestido de payaso en su noche de brujas, en la versión de Zombie asistimos a una suerte de radiografía cruel del drama personal del Myers-niño dentro de una familia disfuncional. La génesis de su locura está dentro de su hogar y eso es lo que Zombie trata de demostrar en la primera parte del filme a partir de las relaciones interfamiliares: una madre bailarina go-go, un padrastro alcohólico y coprolálico, una promiscua y provocadora hermana y un bebé cuasi olvidado. Allí se ubica Myers, que mata mascotas a escondidas en el baño de su dormitorio, que usa polos con el nombre de Kiss y que es un looser en el colegio por ser obeso, ensimismado e hijo de una striptisera.

Hasta aquí el argumento es invención del mismo Zombie, que funciona como precuela, y es hasta el escape del hospital psiquiátrico la donde el argumento revisita la versión de Carpenter, pero también para añadirle más respuestas a las sutilezas de la cinta original. Sin embargo, Zombie no intenta hacer del todo un remake, sino que organiza de otro modo los pasos de un asesino absolutamente irracional, sin actuaciones calculadas que sí tenía el Myers de Carpenter y lo vuelve una máquina de matar mastodóntica y que nuevamente está a la caza de su filiación.

A la hora del crimen, Zombie es un director de planos cercanos, tal como habíamos visto en La casa de los mil cuerpos o en Devil's Rejects, pero no para auscultar a sus protagonistas, sino para apropiarse milimétricamente de la naturaleza del horror que sus antihéroes ejercen. Bates de beisbol desfigurando rostros o bocas que se abren bajo el agua en su último respiro.

El Halloween de Zombie resulta interesante por sus nuevas acepciones: en las pantallas de TV ya no vemos La cosa de Christian Nyby sino a White Zombie con Bela Lugosi, Donald Pleasence quedó en la memoria como el cauto doctor Loomis, y sin embargo ahora aparece en el cuerpo de Malcom McDowell, casi un gurú sobre el tema Myers, y la famosa composición musical de Carpenter comparte ahora secuencias con temas de Nazareth, Rush, Kiss o The Misfits. Si en la película de 1978 atisbamos el rostro de Myers, aquí la escuchamos por primera vez.

Sin embargo, esta tercera película de Zombie pierde por el trueque entre la ingenuidad de una Jaime Lee Curtis por una teenager sin ton ni son (Scout Taylor Comptom), por darle genealogía a la máscara y al overol, o por hacer de la estancia de Myers en el psiquiátrico una obsesión por las máscaras, lo que ya resulta enfático y metonímico.

Aparecen actores secundarios de culto como Danny Trejo (el memorable Machete) o Udo Kier (quien también hace un papel en el falso trailer que Zombie hizo para Grindhouse: Werewolf women of the SS). De otro lado, Halloween está dedicada a Moustapha Akkad, el fallecido productor sirio que hizo una millonada con el Halloween original, al invertir apenas 325 mil dólares, y que recaudó más de 47 millones sólo en EEUU en el año de estreno.

Es difícil igualar la cinta de culto de Carpenter, pero Zombie está convencido que repetir la misma retórica no vale la pena, y por eso genera como en sus otros dos filmes un acercamiento a un mundo familiar decadente y opresivo, sin discreciones, donde la sangre debe correr y donde las niñeras deben pagar su cuota en lugares donde los padres están prácticamente ausentes. El grito final de la víctima como un acto liberador, que afirma que el mal puede eliminarse, es antológico.

Mónica Delgado

domingo, 9 de marzo de 2008

Sobre Juego de escena de Eduardo Coutinho



Lorena Cancela, colaboradora argentina de ete blog, participó en el jurado del pasado Festival de Punta del Este. Allí vio Juego de escena, la reciente película de Eduardo Coutinho (del que se vio en Perú Cabra, marcado para matar y Edificio Master), y nos da sus impresiones.


Mayor información sobre el Festival de Punta del Este y los premios pueden encontrarla aquí: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/5-9314-2008-02-24.html


Las Meninas de Coutinho
Por Lorena Cancela (*)

“Esa es la diferencia más esencial entre este tipo de cine y Hollywood: En este tipo de cine lo más importante son los seres humanos y su alma. En este tipo de cine los hombres, con su complejidad y problemas, son el material substancial” Abbas Kiarostami en Ten on Ten

En el pasado Festival de Cine de Punta del Este tuve ocasión de ver y galardonar el último documental del realizador brasileño Eduardo Coutinho: Juego de escena (2007). A decir verdad, un puñado de compañeros argentinos me había hablado de este gran documentalista de extensa trayectoria en el Brasil, emparentado con el Cinema Novo, pero nunca antes había tenido oportunidad de ver en pantalla grande alguno de sus films. Ya que estamos con las confesiones, debo decir también que iba a mirar la película con expectativas positivas alimentadas por escuetos comentarios específicos sobre esta obra la cual había alcanzado, de acuerdo con los colegas brasileños, la sustancial cifra de 70 000 espectadores en su país. Felizmente, todos esos preconceptos no fueron desmentidos, ni corregidos: el “documental” de este director entrado en años - nació en 1933 en San Pablo - y de fuertes convicciones morales es un tratado, a pesar de lo grandilocuente de la declaración, no solo del género sino del cine en general.

Empecemos con la película: Está íntegramente filmada en una locación (el teatro Glauce Rocha de Río de Janeiro). Allí, utilizando una cámara fija, el propio Eduardo le pregunta a distintas mujeres sobre su vida; las mismas fueron convocadas por un aviso en el periódico donde se pedían historias interesantes. De 83 fueron seleccionadas 23. A través de todas ellas y sus relatos podemos reconstruir cierta realidad del Brasil: la polarización social, las muertes por gatillo fácil y también los múltiples saberes culturales de sus habitantes.

Con razón, alguien dijo que la película se sostenía por la palabra, que poco importaba la imagen. Sin embargo esa ausencia iconográfica no ahoga. Por el contrario, alivia. En las casi dos horas de proyección los espectadores, y frente a una profundidad de campo desierta (las butacas del teatro vacías) nos enfrentamos a variadas situaciones. Por ejemplo, descubrimos que las historias están siendo contadas simultáneamente por sus protagonistas directas y distintas actrices. A manera informativa, entre estas últimas conviven Fernanda Torres (reconocida por sus papeles en el cine) con Marília Pêra o Andréa Beltrão (de larga trayectoria en la t.v local), la ascendente Mary Sheila y Lana Guelero.

No obstante, no es develar la intriga de quién es quién lo que busca el realizador – más tarde o más temprano el bagage del público descubrirá el juego de espejos – sino dejar la cámara allí quieta, expectante, para captar algo de verdad desde esos rostros, voces y relatos igualados para siempre en su campo de visión. Es que el narrador no hace distinciones de tiempo, ni por los cortes de montaje, ni en los créditos, ni por la forma de encuadrar entre ninguna de estas personas: todas son objeto de su afecto y atención.

Es cierto que el año pasado el cine brasilero ofreció otra muestra de su brillantez cinematográfica con Santiago (2007) de João Moreira Salles. Es cierto que allí Santiago, un mayordomo, era el protagonista absoluto. También es verídico, como lo indicaba su subtítulo, que la película era una reflexión sobre la memoria y el trabajo con el material de archivo. No es menos innegable que Santiago está contenido en Juego de escena no solo porque João es productor del film, o desde uno de los relatos escuchamos como una mujer extraña a su nana, sino pues esta última es una reflexión sobre el arte de preguntar.

Pero mientras al menos masivo de los Salles - en lo que él mismo denomina una película fallida – le cuesta dejar su rol de señorito frente a Santiago y vemos como éste increpa a la cámara a propósito de si se pone así o asa, o escuchamos desde el fuera de campo que se le indica que repita tal o cual escena, Coutinho se contenta con preguntar, indagar, inclusive es increpado: “A Usted Coutinho que es comunista seguro no le gustó Buscando a Nemo” comenta una de las mujeres. La situación ilustra a la perfección una frase que él repite: “Lo que me diferencia de muchos directores es que no hago películas sobre los otros, sino con los otros” (1)

Teniendo en cuenta que en muchas de las más significativas realizaciones de los últimos años terminamos vanagloriando al autor, sus ideas, a veces personalidad, posibilidades de lucirse con el lenguaje cinematográfico, aquella declaración transforma a Eduardo además de en un gran cineasta, en un ser generoso. Un ser que si no se ausenta - en Juego de escena apenas podemos verlo de perfil y escuchar el tono cálido de su voz - se coloca en una relación de igualdad con lo que está filmando.

La sala vacía a contraluz, casi un reflejo de la del balneario esteño esa medianoche, puede interpretarse como un síntoma de una situación global la cual pocos años atrás, apelando a un registro ficcional, fue escenificada por Tsai Ming Liang en Good Bye Dragon Inn (2003). El ascetismo de la puesta en escena podría relacionarse con Ten de Kiarostami: ambas transcurren exclusivamente en un espacio y su tema es el alma humana. La referencia solapada a Velázquez y sus meninas también surge: si aquel buscó virar el punto de vista, acá se busca hacer otro tanto con la forma de escuchar y documentar.

Mas Eduardo Coutinho es un artista singular, sudamericano, brasileño. Intuimos que pocas veces sale de su país. Desde este pequeño espacio en un mundo cada vez más mediático, tan distinto a su búsqueda, lo reverenciamos…

(*) Autora de Mirada de Mosca, Los adulterios de la escucha y varios textos de cine. Entre otras actividades, se desempeñó como Jurado de Puntadoc en el evento de referencia. Copyright LC.

( 1)
http://arditodocumental.kinoki.es/eduardo-coutinho-complice-de-la-realidad-filmada/

jueves, 6 de marzo de 2008

Petróleo sangriento


La que sigue es una versión ampliada del comentario aparecido en El Dominical de El Comercio del 2 de marzo de 2008.
Petróleo sangriento empieza como una gran película épica. Vemos a un hombre cavar en la tierra mientras despliega un esfuerzo extraordinario. La situación se prolonga para informarnos de la terquedad de ese sujeto que se esfuerza, trabaja, golpea, se derrumba y sigue. En la banda sonora se registran los golpes del pico y las manifestaciones de un lenguaje prearticulado, hecho con los sonidos del esfuerzo.

En sus primeros minutos, Petróleo sangriento podría evocar Gigante, de George Stevens, o introducirnos al relato de algún enfrentamiento romántico con la naturaleza, combinación de gran espectáculo y apología del esfuerzo individual de un pionero.Pero hay algo que no cuadra con esa impresión, algo que chirría: las imágenes de Petróleo sangriento tienen una aspereza distinta, una fluencia que se dilata, un color menos cálido, una banda sonora que sólo recoge ruidos secos y exclamaciones.

La fotografía liga la cinta a lo orgánico, a lo que sale de la tierra y mancha, a lo que atrae a la materia hasta hacerla caer. Poco después, la música va a convertir el ruido de las picas y las perforaciones en notas musicales que amplifican, acompañan, comentan y hasta contradicen la acción.

Petróleo sangriento hace del desequilibrio, de la disonancia musical y de la cercanía a lo físico, orgánico y corporal, rasgos de estilo.

En las dos horas y media de proyección que restan seguimos viendo la obstinación por el trabajo mientras la dimensión épica inicial ciñe su espacio y restringe el territorio hasta concentrarse en el retrato de Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis), el hombre al que vimos trabajar al inicio, personaje central de la ficción, que ahora vive en un permanente enfrentamiento con el mundo.

No es, pues, a una superproducción como Gigante a la que remite Petróleo sangriento, sino a un mundo más personal y extraño, más infrecuente. Si tuviéramos que buscarle un entronque en el pasado del cine norteamericano, habría que pensar en la épica interior y erizada de algunas películas de Elia Kazan, con sus personajes obstinados, dolorosos, llenos de contradicciones, capaces de componer y de destruir con un mismo gesto de afiebrada ansiedad. El Kazan de Río salvaje, Al este del paraíso o Un rostro en la muchedumbre, o el de algunos pasajes de Viva Zapata y
América, América.

De las perforaciones salimos a los espacios vacíos, a las planicies.

El paisaje está filmado con la amplitud del formato panorámico, pero sin lirismo. Es un inmenso escenario natural que carece de esa magnífica cualidad pétrea o rocosa filmada en contrapicado del cine épico tradicional. La fotografía es notable por su calidad técnica y porque se aleja de la foto paisajista asociada con los rayos del sol reflejados sobre el lente o con la profusión de crepúsculos y amaneceres.

No vemos espacios bellos ni lugares acogedores. La de Petróleo sangriento es una vasta tierra prometida de riqueza pero no un Jardín de las Delicias o un Edén a punto de perderse por la codicia y la instalación de las máquinas del progreso.

Petróleo sangriento está en la antípoda de la visión pastoral y del mito romántico del jardín expoliado por la máquina que llega para horadarlo. Su imaginería evita la figuración lírica y el romanticismo; no hay aquí territorios recorridos por el viento, ni espacios a punto de ser arrasados por la codicia petrolera. Nada más lejos de la sensibilidad de esta cinta que las fábulas de Terrence Malick sobre la pérdida del Paraíso y la caída desde el estado natural de la inocencia, como Días de gloria, que se ambienta por la misma época, que habla también del mito del crecimiento y el país en expansión, pero en una geografía y circunstancias distintas.

Tampoco estamos ante una película elegíaca, que celebre la construcción comunal y el espíritu gregario, impulsos formativos de la gran Nación.

No está aquí el espíritu de las películas de John Ford, que canta la pureza original de las tierras y las intenciones de sus habitantes, como en la célebre secuencia de la inauguración de la Iglesia de Tombstone en La pasión de los fuertes. No; no hay eso.

Si alguna inocencia existió en la formación del espíritu de la acumulación capitalista, ella se extravió en algún momento. Petróleo sangriento empieza después de la caída colectiva, del “pecado” que mancha como el petróleo.

La película respira un gusto mórbido por los fondos y los pozos, estanques de materia en los que Plainview encuentra la compensación a todos sus deseos. No hay mujeres en esta película, plena de cavidades y de formas casi hiperbólicas de penetración. Toda la sensualidad del personaje se resume en su preferencia decadente por ir cada vez más bajo y destruir al rival.

En la alternancia entre la llanura y el pozo, entre el desierto y la perforación, los espacios abiertos ceden paso a los interiores sombríos. Las precarias construcciones del campamento se alternan con los interiores en penumbras de las cabañas de los campesinos. Los pioneros del petróleo y de la fe en esas comunidades alejadas se convierten en fanáticos de sus credos y sus espíritus de rapiña.

Por eso, Daniel Plainview llega a territorios inexplorados pero no vírgenes. Encuentra en ellos contradicciones y ambiciones humanas sembradas allí desde hace tiempo: conflictos familiares; expectativas de los padres opuestas a las de los hijos; enfrentamientos casi bíblicos entre hermanos. Plainview llega a tierras corroídas hace mucho por la disensión, la pobreza y la ignorancia.

Es fascinante el modo en que el director Paul Thomas Anderson (Boogie Nights; Magnolia; Embriagado de amor, su mejor película hasta Petróleo sangriento) procesa su gusto por el exceso, la grandilocuencia y el expresionismo. En los espacios abiertos, compone la imagen en profundidad, trabaja con el foco selectivo, aprovecha el ancho del formato panorámico para crear relaciones de sentido sustentadas en el gesto, el porte, la expresión física y la distancia entre los actores. En los interiores, en cambio, oscurece los fondos, aprovecha el claroscuro, se concentra en los rostros y en las miradas oblicuas de Plainview, atraído siempre por lo bajo y lo profundo.


Daniel Day-Lewis es central en la película. Está en el encuadre todo el tiempo y allí lo vemos moverse, renguear, estirarse con dificultad, caer y pararse. Su intimidad domina la película: hasta sus resuellos se escuchan en primer plano mientras la imagen de su cuerpo está en el término más lejano del plano general.

Plainview parece un personaje de Orson Welles; pero no Kane, sino Quinlan, el protagonista de Sed de Mal, que resume todos los apetitos perversos por el poder. Cada escena con él está cargada de furia y de ruido. Day-Lewis actúa de modo visible; “juega”, construye un personaje, hace una performance.

Y es que Plainview también es un actor.

En las comunidades a las que llega, Plainview asume el papel de un gran árbitro y conductor, de imagen salvadora. Se convierte en un personaje providencial que representa su propia importancia y capacidad para cambiar el destino de la gente.

Recita un libreto(“He recorrido medio estado...”) y se ubica en el centro de la escena, junto con sus allegados. Se muestra ante las asambleas de campesinos como pionero y patriarca, núcleo de una jerarquía familiar que tiene a su hijo como brazo derecho y a sus colaboradores como personajes incondicionales.

En ese trance, encarnando ese rol, conoce a su adversario, el otro actor. Eli Sunday (Paul Dano), predicador en agraz, aparece como hijo preocupado por el destino de la propiedad familiar, pero pronto de revela como dueño de su propia puesta en escena y, por eso, inaceptable competidor del magnate del petróleo.

El enfrentamiento entre Plainview y Sunday es el de dos actores que disputan para decidir quién es el villano y quién el héroe frente a un auditorio dispuesto a creer en las artes de los dos. Pero en la representación echan mano a estilos contrapuestos.

Plainview es un actor de Método, tenso y concentrado hasta cuando duerme en el suelo, contraído e incómodo. Murmura siempre; saca de adentro sus sentimientos primarios; repite los tics del mirar torvo; su voz y su dicción son como el resultado de una disposición aprendida de la mandíbula y de la distorsión permanente de la boca.

El joven Sunday, en cambio, tiene expresión beatífica y rostro casi impasible. Puede enfrentar la humillación de no ser llamado a inaugurar la perforación casi con la rigidez de un asceta. Sólo se crispa durante los servicios religiosos, modulando por lo alto el registro de su actuación.

¿Cuál de ellos dos es el mejor actor?

El que engañe ocultando su rapacidad, haciéndola pasar por natural. El escenario de la Iglesia es el primer terreno de confrontación: el bautismo de Plainview es una farsa jugada al alimón. Ninguno cree en la sinceridad del otro. El segundo enfrentamiento, en la pista de Bowling de la mansión del magnate, es la decisiva: gana el barón del petróleo en el exceso y la estridencia.

Hay algo animal en ambos personajes. Daniel Day-Lewis marca territorio, es rapaz y sus movimientos parecen mecánicos, de puro instinto. En las noches de luna llena, ese lobo solitario, capaz de destruir en un instante cualquier sentimiento de paternidad o fraternidad, deja ver las formas de una personalidad crepuscular, movido en sus afectos por algún objeto del pasado. Sunday, en cambio, parece un ave, de apariencia apacible pero persistente en sus costumbres, listo para dar un picotazo allí donde pueda obtener provecho.

El costado espectacular de Petróleo sangriento está ahí, en la exhibición de esos estilos contrapuestos de fanatismo: el tumultuoso y agresivo frente al relajado y persuasivo. Cada uno de ellos crea su puesta en escena y tiene sus intérpretes, sea en el pozo de explotación o en el púlpito de la iglesia.

Puestas en escena usadas para normalizar la codicia, justificando la acumulación perversa de los capitales surgidos del petróleo y la religión.

A algunos, la interpretación de Day-Lewis les podrá parecer un ejemplo de sobreactuación, de performance forzada, saturada de efectos e intenciones. Pero la película nunca busca lograr el "efecto de lo natural", del realismo o la contención.

Day-Lewis tiene un juego potente que culmina con el conjunto de secuencias ambientadas en la mansión, en 1927, que apuestan a la febrilidad, el desequilibrio, la teatralidad expuesta y la exhibición del escenario de la locura y el poder total. El actor, luego de pasar por todos los estados de la concentración y agotar sus posibilidades dramáticas (que incluyen el registro del exceso y hasta el ridículo) anuncia su salida de escena en el plano final: "ya terminé", dice.


Petróleo sangriento es una película formidable, atípica e insólita en el cine norteamericano de hoy, tan estandarizado. Luce un aire de clasicismo que el transcurso de la acción desmonta (la extraordinaria partitura musical de Jonny Greenwood es casi protagonista, sonando serena en los momentos intensos y exaltada en el plano general y descriptivo; pasando de lo sinfónico a lo sincopado o a la percusión incesante), convirtiéndola en una película muy viva y moderna, equivalente a las primeras cintas de Robert Altman en el panorama del cine norteamericano de los años setenta. Paul Thomas Anderson dedica la cinta a Altman, tal vez teniendo en mente el recuerdo de Del mismo barro (McCabe & Mrs. Miller), tan influyente en Petróleo sangriento.

Ricardo Bedoya

FICCO 2008 IV: Balance de conjunto


Isaac León Frías cierra sus colaboraciones sobre el FICCO con esta mirada de conjunto. La lista de premios del Festival se puede encontrar aquí: http://www.rodandocine.com/tag/ganadores-ficco-2008/


Se acabo la fiesta. La película chilena El cielo, la tierra, la lluvia ganó el premio del jurado a la mejor película de ficción. De su director, que se perfila como uno de los más valiosos de su país, vimos en el Festival de Cine de Lima del año pasado un estimable documental sobre un hospital psiquiátrico, El tiempo que se queda. En realidad, han sido varias las películas latinoamericanas vistas en esta última edición del Festival de Cine Contemporáneo de México que merecen resaltarse y más entre los documentales que en el rubro de la ficción. En esta última hay que mencionar también la mexicana La zona, de Rodrigo Plá y la brasileña El pantano de las bestias, de Claudio Assis.


La no ficción tuvo varios títulos destacables: la mexicana Intimidades de Shakespeare y Victor Hugo, de Yulene Olaizola (ganadora del premio de su categoría), la argentina M, de Nicolás Prividera, la chilena Calle Santa Fe, de Carmen Castillo, la paraguaya Tierra roja, de Ramiro Gómez y la brasileña Andarilho, de Cao Guimaraes. Es de esperar que el mayor número posible (ojalá fueran todas) de estas películas puedan verse en la undécima edición del Festival de Lima que este año va del 7 al 15 de agosto.

Pero el FICCO exhibió alrededor de 250 películas entre la selección oficial de ficción y documental, la muestra de Galas, de Tendencias, México Digital, una importante selección de cine filipino, las retrospectivas dedicadas a Carl T. Dreyer, Aki Kaurismaki, Maurice Pialat, Frederick Wiseman, la pareja Yervant Gianikian- Angela Ricci Lucchi, entre otras muestras. Es cierto que el material ofrecido es enorme y que los doce días resultan cortos para tal cantidad de películas. Un espectador voraz como Federico de Cárdenas, que me gana en capacidad de ver películas, podría llegar a las 60, pero no más. Sin embargo, y aún cuando algunos entramos en el remolino de las proyecciones, eso no es lo más importante en un festival. Puede ser estimulante la gimnasia fílmica, pero no estamos ante una competencia para saber quién es el que más películas ha visto como no es factible, mientras no haya una manera de registrar cada película vista, que se establezca un record Guiness para quien haya visto el mayor número de largometrajes en su vida.

Lo que cuenta en los festivales que importan, y es el caso del FICCO, es el carácter de una propuesta que atiende a la novedad, especialmente aquella que excluyen las cadenas de distribución, pero también a las fuentes de esas novedades, como han sido en esta edición la obra de un autor clásico como el danés Dreyer, de un autor contemporáneo ya fallecido como el francés Pialat y de otros en actividad como el finlandés Kaurismaki, el norteamericano Wiseman o los italianos Gianikian y Ricci Lucchi. Esas novedades no son las únicas que hacen avanzar al cine, pero sí son con frecuencia las que apuntan en dirección de esos nuevos territorios o espacios de representación. Es esa confrontación la que nos permiten los festivales más lúcidos, aquellos que apuestan por lo nuevo sin desdeñar lo anterior que, naturalmente, como ocurre con el cine de Dreyer cuando uno lo vuelve a ver, tampoco deja de sentirse como "nuevo".


Que esta iniciativa de aliento a la novedad esté patrocinada en el caso del FICCO por la cadena de exhibición CINEMEX, una de las más importantes de México, parece algo contradictorio, pues son esas poderosas cadenas las que copan el mercado y se encargan de ofrecer en un lugar preferencial el material de las majors hollywoodenses. Pero no existe, hoy por hoy, ningún otro espacio significativo para la circulación de las películas en la pantalla grande y ese patrocinio no sólo compromete moralmente a una cadena como CINEMEX a ampliar el alcance de su oferta, sino que puede ir extendiendo, de manera gradual, el interés por un cine distinto.

Por cierto, no hay que ser muy ilusos, pues algunas propuestas resultan bastante herméticas y cerradas y son, por tanto, muy difíciles de asimilar por una audiencia que no está dispuesta a exigirse un esfuerzo de atención inusual. Sin embargo, este es uno de los espacios que un festival como el FICCO puede ofrecer, con la cobertura informativa que lo favorece. Si esas películas herméticas o esas duraciones que parecen desproporcionadas (de cinco, siete o catorce horas) no se programan en un festival, éste pierde legitimidad, como ha señalado el crítico Jonathan Rosenbaum. Una de las características de la programación del FICCO es que no les corre ni a esas propuestas ni a esas duraciones y esta es una de las razones que sustentan la validez y la pertinencia de su orientación y de su importancia en el marco de los festivales que se realizan en América Latina.

Isaac León Frías

Estudiar cine para hacer cine: el caso de España

Un interesante artículo de la revista El cultural sobre el boom de las escuelas de cine en España y la realidad de la industria.
Aquí el enlace:

miércoles, 5 de marzo de 2008

Adolph y el cine


Este post sólo es para recordar a José Bernardo Adolph (1933-2008) en su faceta de periodista cinematográfico.

En los años cincuenta, Adolph, junto con Juan Larco y, luego, Augusto Elmore, escribieron sobre cine y comentaron películas en la revista Caretas.


Adolph también se ocupó de cine y de espectáculos en general en el diario Extra hasta 1957.


Ricardo Bedoya

Terror bajo cero: 30 días de noche


Si bien la segunda película de David Slade, ambientada en un pueblo de Alaska, se basa de manera casi literal en la novela gráfica de Steve Niles y Ben Templesmith, la mezcla de nieve, sangre y claustrofobia cobran cierto halo que recuerdan al director de La niebla y Vampiros.


Pero la relación sólo queda allí, ya que las semejanzas con La cosa, por ejemplo, en la intención de crear un ambiente de terror en un lugar alejado, en medio de la nada, donde indefensos humanos son atacados de manera desprevenida por un tipo de mal, terminan con la rapidez con la que atacan los vampiros, los nefastos antagonistas de 30 días de noche.


Al parecer John Carpenter, en años recientes, se ha vuelto inspirador de diversas películas del género fantástico, por lo que encontramos reminiscencias de su filmografía, para mencionar algunos casos, tanto en Planet terror de Robert Rodríguez como en 30 días de noche de Slade. Pero la idea del director de Hard Candy es ir por otros recovecos, sin olvidar los puntos clásicos del subgénero de vampiros, ya que apuesta por una suerte de liberación del gore que no se ve de manera usual en cierto cine mainstream, lo que no resulta contradictorio sabiendo que ha sido producida bajo la tutela de Sam Raimi.

La materialización del mal es lo que más interesa en 30 días de noche. Poco a poco van apareciendo los vampiros que ya no dan mordisquitos en el cuello como antaño, sino que destrozan yugulares, y deambulan con la mandíbula ensangrentada mientras exhiben un traje de diseñador (imaginario que ya conocemos, pero que aquí igual funciona). Los chorros de sangre trastocan el espacio desolador de la nieve.

En este filme estadounidense la llegada del mal es igual a la irrupción de un grupo de "extranjeros", máquinas de matar, de vestuario sofisticado y que hablan una lengua desconocida, que son opuestos a los habitantes ordenados, sencillos y tranquilos de Barlow, el pueblo de Alaska que será el lugar elegido para la masacre. Como en toda película donde el código clásico es tipo desconocido se enfrenta a tipo bueno, y donde los forasteros rompen con la normalidad, los vampiros de Slade, como los del cómic, rememoran cierto miedo primitivo.

Josh Hartnett, un actor como siempre muy irregular, encarna a un sheriff que se envalentona cuando quiere, y mucho más si se acerca un periodo climático típico, donde los pobladores no verán la luz del sol sino hasta un mes después. Este fenómeno será aprovechado por esta secta de vampiros (que más parece una horda fascista, con líder incluido -un demoníaco Danny Huston-, que en cada diálogo expone su poderío frente a la inutilidad de los humanos), quienes se alimentaran con cuanta persona encuentren. El joven sheriff del pueblo y su esposa (que es también jefe de los bomberos) defenderán a los vecinos con las pocas armas que merece un pueblo donde no pasa nada. Pero como se trata de vampiros "modernos" no hay estaca ni ajos que valgan. Quizá la unión familiar pueda hacer algo por salvar al pueblo del carnaval de sangre.

El guión escrito por Stuart Beattie y Brian Nelson es fiel a la violencia del cómic, pero igual resulta contenida ante la expresividad del trabajo original de Templesmith. Si bien es una carga sobre los hombros tener el corsé de la fidelidad al cómic, Slade maneja muy bien el sentido del suspenso y se apodera de los interiores de las casas, tiendas, laboratorios para crear sensaciones de encierro, miedo o fragilidad. Sin estos ambientes el filme no sería nada.


Como en Exterminio de Danny Boyle, Slade escoge una perspectiva en movimientos rápidos, con planos movidos para mostrar la lucha entre el sheriff y los atacantes, lo que de alguna manera dispersa la puesta en escena que se había concentrado en los golpes de terror a través de las apariciones violentas de los vampiros.

30 días de noche es una cinta sobre vampiros que atrapa, y que a pesar de tener algunos lugares comunes (más lejos de cualquier versión Drácula y más cerca de Blade o Inframundo) logra efectivos momentos de tensión no sólo para los fanáticos del terror o el
gore.

Mónica Delgado

lunes, 3 de marzo de 2008

El hombre que no mató a Liberty Valance: sobre No es lugar para los débiles


La que sigue es una versión ampliada del comentario a No es lugar para los débiles publicado en El Dominical de El Comercio del 2 de marzo de 2008.


En un momento de No es lugar para los débiles, un personaje dice: "El OK Corral está por ahí". La frase es del asistente del Sheriff, que observa unos vehículos abandonados en el desierto, dispuestos en el desorden de una caravana saqueada.

Es un paisaje del sur de Texas en 1980; la violencia que ha dejado esas huellas no es la de los indios, ni la de los cuatreros, ni la de los “desperados”, sino la del narcotráfico.

El OK Corral, lugar central de la mitología del western, vio el enfrentamiento de Wyatt Earp y Doc Hollyday con la familia Clanton en un duelo decisivo entre la entereza de los civilizadores y la violencia de los propietarios originales de las tierras y ganados del Oeste, inciertos aún acerca de los límites y atributos de sus derechos. Al menos así reza la leyenda que primó sobre la verdad en la transposición poética hecha por John Ford en La pasión de los fuertes (My Darling Clementine) y replicada por muchos otros filmes.

En No es lugar para los débiles -adaptada de una novela de Cormac McCarthy, pero lejos de ser una ilustración tradicional- la referencia al OK Corral no es una ubicación geográfica precisa, sino la alusión a un escenario desaparecido, un "topos" que sólo existe en la leyenda y el imaginario del Oeste.De eso trata la cinta de Joel y Ethan Coen: de un lugar imposible y de unos códigos de conducta que se disolvieron en el tiempo. “Es un asunto de ética”, como proclamaba un personaje al inicio de De paseo a la muerte (Miller’s Crossing). Al sur de Texas, la integridad de Henry Fonda no existe más.

No es casual por eso que la cinta se ambiente en 1980, con los efectos de la guerra de Vietnam todavía frescos y marcando una temporalidad inaugurada por los efectos perversos del narcotráfico.
El western clásico ubica la mejor de sus mitologías entre los días del fin de la Guerra Civil Norteamericana y la llegada del siglo XX. El western agónico sigue a sus héroes viejos y cansados hasta los años de la Revolución Mexicana, ya entrado el nuevo siglo, y con autos reemplazando a los caballos. Los Coen ponen fecha terminal al western contemporáneo, el de Hud el indomable y Junior Bonner.

En 1980, el narcotráfico marca otra ética e impone nuevas formas de relacionarse y matar. Las cacerías humanas ya no son ordenadas como venganzas de honor por algún Indio Fernández que aúlla pidiendo que le traigan la cabeza de Alfredo García, sino por ejecutivos del crimen desde rascacielos de Dallas o de Chicago. Pero sobre todo ha cambiado la relación humana, que se basa ya en la compasión o la reciprocidad generosa: en No hay lugar para los débiles no se le da de beber al moribundo ni se ofrece una camisa al herido a cambio de nada. Todo cuesta.

El narcotráfico se ha convertido en la práctica disolvente de las conductas criminales tradicionales en los géneros clásicos: no olvidemos que en Buenos muchachos, de Scorsese, el “padrino” Paul Sorvino le recomienda al cachorro Henry Hill no “contaminarse” con los negocios de la cocaína y la heroína. Desobedecer le cuesta la caída. El glamour del filme de gangsters se pierde entonces en el retrato de la patología de un paranoico perseguido por el FBI y de un delator que reencuentra su destino de pobre diablo.


En No es lugar para los débiles, un acto del narcotráfico impulsa la acción, que es conducida por tres personajes que se alternan sin encontrarse jamás. Son personajes arquetípicos que encarnan a su vez modos distintos de representar la aventura, clásica y contemporánea, del Oeste. Tres velocidades, tres estilos, tres tradiciones, tres discursos que se suceden para debatir sobre el Oeste o lo que queda de él.

El primero es el de Llewelyn Moss (formidable Josh Brolin), un sobreviviente, más bien opaco. Es perdedor incluso en un mundo en el que ya no se puede aspirar a mucho más que a ejercer mil oficios, entre ellos el de vaquero y cazador. Lo conocemos errando el tiro que parecía destinado a cobrar una presa fija. La falla lo lleva a descubrir la oportunidad de su vida: la maleta con el dinero de un pase frustrado de droga. Una falla propia lo lleva a otra falla, ajena, pero provechosa para él.

El vaquero de medio pelo se convierte entonces en ladrón de ocasión y sella su destino.

¿Cuál es?

El de convertirse en protagonista de un filme de serie B. Fronterizo, desesperado, fuga por moteles de carretera, crea sus artefactos de ocultamiento, adapta el cañón de su arma, esconde el botín en un ducto de hotel, espera la llegada de su perseguidor en la oscuridad. Es un personaje que se mueve y reacciona. Lacónico, se define por sus gestos y sus actos. Ante él, se impone el registro externo, behaviorista. Su presencia impone la mecánica del género criminal, la estrategia del suspenso y la resistencia del superviviente en un relato que sabemos predeterminado por otras fuerzas y otros sentidos: la astucia no le puede ganar al destino funesto.

Los Coen, que conocen muy bien el pasado del cine norteamericano, construyen al personaje de Llewelyn como si se hubiese escapado de un filme de Edgar Ulmer (The Naked Dawn; Detour): el vaquero, más bien el antihéroe, recorre, ansioso, una trayectoria rectilínea sin darse cuenta que un círculo fatal se va estrechando en derredor.


El segundo personaje es el Sheriff Bell (Tommy Lee Jones), que es el narrador que plantea un asunto central en la película: el de la filiación.

Si Llewelyn nos conduce por una trayectoria de escape recta y vectorial, el Sheriff Bell mira hacia atrás, trata de seguir las reglas aprendidas, rescata la tradición, evoca a sus antepasados, visita a un tío que lamenta el paso del tiempo y le habla de la dureza del lugar en el que viven. Es un personaje de western crepuscular, que trata de encontrar evidencias y sólo se topa con reflejos y sombras.

Porque el de esta película es un mundo de puras huellas, signos a interpretar, sombras que se desvanecen. La “escena primaria” (el pase de drogas que provoca la carnicería contra el convoy) está fuera de nuestra vista, así como quedan alejadas del campo visual las imágenes del asesinato de la pareja Moss. Huellas que se marcan en el piso, como las líneas que deja el taco del zapato del policía asesinado, o el rastro de sangre que se extiende luego de los crímenes o las cerraduras que saltan íntegras por efecto del aire comprimido de la pistola de Antón.

Son los signos evidentes de delitos que el sheriff no sabe leer, porque no concibe el ejercicio del mal por el mal mismo. Atribuye a la pasión los asesinatos de nuevo cuño, movidos por la perversión o la rapiña.
Equivoca los indicios; llega tarde a los escenarios del crimen; le cuesta intervenir en una escena violenta; no ve lo que tiene al frente, agazapado pero presente. Es incapaz ya de entender los móviles de los nuevos criminales y ni se le ocurre pensar, en medio de una intervención, que la botella de leche que encuentra fuera del refrigerador pudo haber sido manipulada por el criminal mayor, que se sentó en el sillón donde él está ahora sentado y se reflejó en la misma pantalla donde se mira sin darse cuenta de nada.

El Sheriff Bell es un "fin de estirpe", pero sin la lucidez suficiente para reconocer que la genealogía de los guardianes de ese lugar de Texas, herederos unos de otros, a través de generaciones, se debe interrumpir. No tiene la inteligencia del Príncipe de Salina, ni hay nada gatopardesco en su actitud. Sólo intuye de modo confuso que los tiempos han cambiado, y lo hace a través de sus sueños de filiación, con el padre esperándole para compartir una hoguera protectora en medio de esa tierra que ya no es para viejos.

El relato del sueño, luego de la jubilación del sheriff, es un gran final para la película, que cierra en círculo su reflexión inicial sobre el territorio árido donde transcurre la acción. Para el sheriff la única forma de mantenerse en un territorio inhóspito es en compañía de los que se fueron. Es, pues, una fantasía y un deseo imposible.


Anton Chigurh (Javier Bardem) es la suma de todas las figuraciones del antagonista fílmico entendido como categoría narrativa. Es un "meta villano" al que no se puede combatir ni con la precaria astucia de Llewelyn ni con el examen de sus motivaciones psicológicas o sus códigos de lealtad, como pretendería el sheriff. Es el "terminator" o acaso el depredador de una era distinta, sin dejar de concentrar las esencias del Richard Widmark de El beso de la muerte, del Robert Mitchum de La noche del cazador o Cabo de miedo, del Lee Marvin de Los asesinos de Don Siegel, o del Jack Palance de tantas películas y al que entrevemos en un televisor prendido. Por eso, sus homicidios son ineluctables, salvo que un golpe de suerte, una cara o un sello, te libren de ellos. Chigurh es el círculo que se cierra sobre todos para triturarlos; es como el Blockbuster que pulveriza a la serie B y al western agónico.

¿Pero es invencible?

No, porque también él está sometido a las reglas de lo imprevisible y lo absurdo, que son las de la existencia misma. Como al personaje de "El hombre que nunca estuvo", un accidente, un golpe de suerte, manifestación del absurdo y el azar gratuito e inesperado, terminan por hacerlo tambalear antes de seguir con su camino.

En otras épocas, en las regidas por el abuelo o el padre del sheriff Bell, algún hombre del Oeste hubiera cortado su fuga y disparado sobre este Liberty Valance de la era del aire comprimido.

Por eso, ante Chigurh, el Sheriff Tommy Lee Jones no es Gary Cooper, ni siquiera el poseído por el miedo en A la hora señalada. Es más bien el hombre que no mató a Liberty Valance.

No es lugar para los débiles es una de las mejores películas de los Coen, junto con Sangre simple, De paseo a la muerte (Miller's Crossing) o El hombre que nunca estuvo. Aquí no vemos el regodeo con la estupidez de los personajes que afectan algunas de sus cintas, ni con las proezas o audacias estilísticas de "wonder boys" que hay en otras. La fotografía impecable de Roger Deakins y la tensión de las escenas de los moteles son otros puntos a favor del filme.

Ricardo Bedoya

domingo, 2 de marzo de 2008

Carlos Hugo Christensen en Retro


A partir de hoy, todos los domingos de marzo, hacia las 9.30 de la noche (algunas semanas varía el horario), el canal Retro pasa un ciclo dedicado al director argentino Carlos Hugo Cristensen.

Christensen (1914-1999) es uno de los nombres clave del cine argentino de los cuarenta y cincuenta. Transitó muchos géneros (el thriller, el melodrama, el drama social) y en todos impuso una marca personal. Era un director proclive a los asuntos polémicos y chocó con la censura, sensible a sus tratamientos mórbidos y de atmósferas decadentes. Los climas eróticos son centrales en sus películas, que no tienen pudor ni mesura para ir hasta los límites de lo verosímil, sobre todo en el terreno del melodrama. En El ángel desnudo, con Olga Zubarry, filmó el primer desnudo de la historia del cine argentino, y en Los pulpos asimiló la estética testimonial y de registro urbano del neorrealismo italiano. Christensen era un experimentador.

En el Perú hizo un melodrama notable, Armiño negro (1953), una de las mejores películas de producción extranjera filmadas en el Perú, junto con Aguirre, la ira de Dios, de Werner Herzog, y Amor en los Andes, de Susumu Hani.

Retro pasará cinco películas: Safo, historia de una pasión; El ángel desnudo; Los pulpos; La muerte camina en la lluvia y No abras nunca esa puerta.

Un ciclo más que atractivo.
Ricardo Bedoya