Óscar Contreras envía esta crónica sobre Leonidas Zegarra, el director peruano de De nuevo a la vida, Los 7 pecados capitales...y mucho más, Mi crimen al desnudo, Vedettes al desnudo, Una buena chica de la mala vida, entre otras
Si usted consulta el diccionario de cine Larousse no lo hallará clasificado. Si me inventara uno exclusivo para el cine insólito lo definiría así: "Leonidas Zegarra, nacido en el caserío La Soledad, departamento La Libertad, Perú, 1949. Considerado unánimemente por la crítica como el peor cineasta peruano de la historia”. Desdeñado por apartarse de los cánones de belleza, talento, buen gusto y normalidad se trata de uno de los pocos realizadores que trabajaron con Hitler y con Nobel. El último dato podría parecer una exageración pero es cierto. Leonidas Zegarra confió la edición de varias de sus cintas a Hitler Mego y, por si fuera poco, se asoció para la producción de las mismas con Andrés Nobl (se pronuncia Nobel). Hace quince años viajó a los Estados Unidos para dirigir, de manera marginal y con tecnología oficiosa, Cantinflas no ha muerto (1993) en homenaje al cómico mexicano. Se trata de una cinta serie Z (con presupuesto de escasez extrema) a mitad de camino entre la comedia picaresca y el musical ranchero, que prefirió vender a un distribuidor chicano antes que refundir en el desván del olvido.
Su caso es el mismo al de un cargamento de cortometrajes que permanecen inéditos a falta de exhibidores vacunados contra la diarrea de risa. En épocas de vacas flacas los viejos cines del Centro de Lima reponen De nuevo a la vida (1973), el primer largometraje en toda su infinita carrera. Que según testimonio de quienes se atrevieron a verlo es una mixtura de géneros como el melodrama, la denuncia social y la telenovela. Todo revuelto y presentado como si el mundo se fuera a acabar en el instante mismo en que terminase la proyección. Filmada en blanco y negro, De nuevo a la vida es una película ingenua sobre las desgracias de una familia campesina que al migrar a la capital se escinde en la miseria, la muerte y la prostitución ¿Una mentada a Nosotros los pobres? ¿Un homenaje al cine de la India? Nada de eso. La película se ofrece como un alegato en favor de los cambios sociales impulsados por el gobierno militar de Juan Velasco Alvarado. Pero con una argumentación y unas imágenes que menosprecian la inteligencia ajena. Ver a los niños pobres que roban pollos “a la brasa” servidos; a los chamanes que visualizan el porvenir del Perú; o a esculturales actrices encarnando a provincianas jóvenes; que se prostituyen en Lima por culpa de esposos forzudos y narcisistas, nos permiten comprender a naturaleza fenoménica de este director. Howard Hawks decía: “Si tienes una escena dramática, fílmala como una escena cómica, así rescatarás su verdadera esencia”. Pero, a Leonidas Zegarra se le fue la mano.
Todavía hoy se ha dicho poco sobre el filme. Los críticos peruanos de ayer y de siempre -los de la canónica revista Hablemos de cine- prefieren la amnesia antes que reír o llorar de angustia. Y es que, después de Los siete pecados capitales... y mucho más (1985) e Y... ¿Dónde está el muerto? (1992) que Zegarra produjo (o en realidad dirigió, eso nunca se sabrá) esa generación de lúcidos analistas ha preferido tirar la toalla antes que revisar una singularidad infra fílmica. Los nuevos críticos, en cambio, nos sentimos atraídos por el descubrimiento de nuestros propios turkeys, palabra con la que los críticos norteamericanos denominan a los bodrios o pavadas cinematográficas.
Siempre he querido entender a Leonidas Zegarra, el malo de las películas, en lugar de matarme de risa ¿Pero cómo? Tal vez cediéndole la iniciativa de justificar su desprestigio a través de una charla. Creando las condiciones necesarias para una catarsis en donde aflorara el niño Leonidas; dejando al descubierto, mediante el bisturí de la palabra, sus tumores intelectuales y escuchándolo con atención sobre todo. De esta forma él podría desahogar en este modesto servidor sus penas; tan silenciosas como sepultado por la prensa ha sido el recuerdo del único premio recibido. En una aventura como esta no tenía nada que perder. No iba a entrevistar a Ingmar Bergman ni a Jean-Luc Godard. No. Sin embargo juro que me preparé como el cirujano plástico que va a debutar con Frankenstein: es decir, echado en mi cama, devorando un diccionario de películas peruanas que no dice casi nada de él y que no lo entiende. Porque en los predios de la crítica de cine, se aprende también del más maldito, del más vil y del monstruo más domesticado.
Por teléfono su voz sonaba como la de un convicto. Digo, como la de una persona convencida de cada uno de sus actos. De hecho, escoger el “bar-restaurant” Malatesta, un antiguo negocio limeño, hablaba de una querencia sólida que avivaba mi ilusión de conocer al Ed Wood peruano ¿Cuánto tiempo pasó desde que colgué el teléfono hasta ir a su encuentro? No lo sé. De repente yo ya estaba allí. No había dado ni tres zancadas sobre el piso de baldosas amarillas cuando identifiqué con la mirada una figura anodina, de sábado por la noche, característica del Perú de tres millones de desocupados. Lo había visto en un reportaje televisivo. No fue difícil reconocerlo. Tenía cincuenta años encima y El malo de las películas se puso de pie y dejó de estar sentado en una esquina del negocio. Acomodándose los lentes con silueta de gota (o de lágrimas dirían otros), grandes y “ochentenos” se fue levantando de la mesa junto a un ventanal que miraba a la calle Mariátegui. Su contextura populosa, de sábado por la noche, me hizo caer en la cuenta de que se trataba de un actor mal elegido en la película de la vida. Cuando mi mirada estaba próxima a la suya, en un encuadre perfecto que no existe en De nuevo a la vida dijo con tono amable: Yo soy Leonidas Zegarra, siéntate. No había terminado de acomodarme cuando ví que Zegarra iba por el primer vaso de Inca Kola. Gentilmente me dijo: ¿Qué te sirves hermano? ¿Un café? Ya todo está pagado, ah. Todo va bien con Inca Kola, me dije. Frente a frente, tomando el primer sorbo, mirándolo bien -detectivescamente- escudriñando en fracciones de segundo los lóbulos de sus orejas, su rictus y el lunar globular entre la mejilla y la nariz, concluí la presentación de rigor estrechándole la mano. Don Leo, como le llamaban los mozos del restaurante, se mostró tranquilo al inicio de la charla. Eso me devolvió el alma al cuerpo porque no quería ser apuñalado por el más buscado serial killer del cine peruano. De cualquier forma ya estaba ahí y no hubo más remedio que guardar los prejuicios en los bolsillos.
Se dice que una fotografía captura el tiempo que tanto amamos. Zegarra creyó prudente romper el silencio inicial mostrándome un pequeño álbum de fotografías que documentan sus treinta años como director de cine. Luego siguió una vieja revista editada por el otrora Programa de cine y televisión de la Universidad de Lima, su alma mater -también la mía muchísimos años después- que contenía una crítica a los críticos firmada por él (que no alcancé a leer, para mi sobrevivencia) y una foto de grupo en donde aparece Leonidas a los 21, con el cabello largo y anteojos de moda. Toda la documentación sobre la mesa lo hizo sentirse orgulloso y me reveló que alguna vez la criatura tuvo bien puestos los pernos del cuello ¿Qué pasó después? ¿Por qué los críticos de cine lo lapidaron?
Intento explicármelo mientras Leonidas me habla de nada con voz grave, acaso desgastada por los gritos de ¡acción! Cuando Zegarra llegó a Lima en 1966 desde la costa norte, rápidamente se convirtió en un marginal por ser cobrizo, por sentir diferente que un limeño. Errante como muchos provincianos discriminados, Leonidas se vio en la necesidad de alcanzar la ciudadanía en la oscuridad de las salas de cine, un refugio en donde todos son iguales. Por aquellos días sus gustos no eran necesariamente exigentes, para nada cineclubistas. Así, una tarde de verano de 1966 ve "una de romanos" en el cine Metro y decide ser director. Si como dice fue el número uno de su clase en el colegio de La Soledad, aterrizar en la Universidad de Lima no debió ser difícil pero sí fue su primera gran contradicción. Presentarse ante sus profesores, todos barbados, todos colorados, con acentos nuevos, pertenecientes a clases sociales que en La Soledad no existían, debió constituir una eclosión emocional para el recién llegado aprendiz de brujo. Trato de imaginar la cara de alguno de sus profesores leyendo el guión de Galacta que Leonidas escribió a los 14 años ¿Contuvo la risa? ¿Lloró? ¿Estarían descritas naves espaciales, hombrecillos verdes, rayos desintegradores? Cómo saberlo. Cuando se lo pregunto ni siquiera él se acuerda.
Los recuerdos del porvenir siempre fueron las películas mexicanas y las bíblicas que vio de chico, en esporádicos viajes a la capital de La Libertad, Trujillo. En la Universidad descubriría a Eisenstein, Bergman y sobre todo Los Olvidados de Buñuel. Esa película me marcó. Fue la inspiración para De nuevo a la vida. Cuando habla de su cinta y de Orson Welles veo que Zegarra se lleva las manos a la nuca en inequívoco gesto de satisfacción. Se mantiene en esa posición por unos minutos. Entonces digo mentalmente, lo he conseguido. Está entrando en situación. Va a decir o hacer algo extravagante. Soy el director de cine peruano que debutó más joven. Y quedo decepcionado porque es cierto. A los 18 años ya había filmado su primer corto, Realidad 1, que para variar nadie entendió ni quiso. Cuando le pregunto por qué, me cambia de tema como queriéndome enfadar.
Me cuenta que fue compañero de aula de Francisco Lombardi (Tacna, 1949), el cineasta peruano más afamado, el de La boca del lobo y Pantaleón y las Visitadoras. Lombardi y Leonidas Zegarra no fueron precisamente amigos. Se ignoraban. Rozaban el disgusto mutuo. Y en ocasiones hacían bulto en las clases, uno tan lejos del otro. Yo gané la Conopa de Plata (Premio Casa de la Cultura) por De nuevo a la vida y él en cambio nada. Conviene precisar que la tesis de licenciatura de Leonidas fue su primer largometraje. En tanto que Pancho Lombardi, también provinciano y cinéfilo, tuvo que esperar un lustro para poder producir su primera película Muerte al amanecer (1977). El bueno y el malo del cine peruano tomarían caminos distintos. Muy distintos.
A las siete de la noche, cuando las luces del Malatesta se encendieron, empecé a notar un brillo en los ojos de mi interlocutor. Era el brillo de los ojos que lo habían visto todo después de una maratón de películas malas. Aproveché para pedir la primera y única cerveza. Para distendernos. Le pregunté por el interregno que separa De nuevo a la vida de Los 7 pecados capitales y mucho más. Brevemente, Leonidas Zegarra desvió la mirada hacia una camarera de provocativas posaderas y una vez reintegrado a la conversación guardó silencio. Le pregunté que hizo durante ese tiempo. Se secó la boca con una servilleta de papel. Insistí si se deprimió, si le afectaron las críticas. Don Leo respiró hondo y ensayó una respuesta: "Caí en un pozo profundo del que apenas y pude salir". La medicina y el misticismo le ayudaron.
En realidad Leonidas Zegarra se mantuvo muy activo. Tiene el récord en la producción y dirección de cortos entre 1974 y 1992. Más de 500 con Filmaciones Pueblo, su productora. Orgulloso me cuenta que su noticiero satírico de los setenta Perú Insólito fue el preludio de Patacláun, un popular espectáculo teatral triunfador en la televisión peruana de la década del 90, con una estética entre el circo de payasos y el cómic vídeo clip. Consultados los críticos indican que el noticiero de Leonidas podría registrarse dentro de la antología del esperpento y la minusvalía mental: "No comunicaba ideas o actualidades, solo satisfacía la necesidad de un lúbrico de la imagen".
A ratos sonriente, a ratos no, descarto la posibilidad de que sea un enano emocional. No deja de ser llamativo, sin embargo, un sentimiento de revancha hacia las izquierdas. Esas izquierdas que le impidieron crecer, según sus propias palabras, y que interpreto como el punto de inflexión sobre el que sostiene su sociopatía. De nuevo a la vida fue una cinta vetada por el gobierno socialista del General Velasco por su espíritu antirrevolucionario. Involuntariamente, el director había disparado sobre los militares en el poder rozando a sus ideólogos con complejo de Carlos Marx. Esos jóvenes “izquierdosos” se la juraron para siempre.
Pero si eliminamos las consideraciones políticas no redimimos a Leonidas. Tampoco a su cine lleno de chascarrillos e inclinación por lo escatológico. Este fabricante de películas tan inservibles como los ceniceros para motocicletas, reclama entereza moral de los gobernantes y reniega de su destino que le impidió ir a Hollywood a estudiar cine y -en sus propias palabras- vivir en el lugar donde se desarrolla la verdadera creatividad. Un hombre con esa fijación duelística -propia de una novela de Conrad- puede ser reducido a la condición de paranoide. Le pregunto si le molesta que lo llamen el Ed Wood peruano. Leonidas responde con frescura: Si soy el peor, es por culpa de mis profesores. Propuso que se califiquen ellos mismos pues ellos son los que ocupan los puestos de críticos en los medios. Yo obtuve un premio en Corea por mi primera película (no sé en cual de las dos Coreas). Alcancé el puesto número 18 entre las películas más taquillerasla ( de 1973. Competí con El Padrino, Amarcord, etc. ¿Para qué tomarse la vida y el cine tan en serio? Alguna vez le espetaron en público que el cine tenía que ser hecho por los "blanquitos" y no por los "cholitos" ¡Esas son cojudeces! –replicó- El cine me ha dado satisfacciones y me pienso seguir divirtiendo.
Leonidas Zegarra no bebe ni fuma ni practica ambigüedades sexuales. Casado un par de veces, yoguista y cientólogo, admirador de Greta Garbo, católico, amigo personal de "Palito" Ortega, empresario artístico cercano a Los Iracundos, Katunga, Leonor Benedetto, Los Angeles de Smith, etc. le gustaría hacer una película en los EE.UU "sobre el mundo espiritual que visita al mundo material". Con los ojos iluminados, me confesó sus proyectos cinematográficos: quiere filmar el rescate de los rehenes en la Embajada de Japón en Lima. También El Ekeko Asesino y Brujería: el diablo clona a Montesinos. Sí señores, Leonidas Zegarra seguirá filmando. Persignarse.
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Han pasado seis años desde ese encuentro. El bar-restaurant Malatesta cerró sus puertas para siempre. Leonidas Zegarra vive actualmente entre Puno y La Paz. Y sigue siendo el hombre que perdió el temor al ridículo. Iridiscente en sus ideas, entusiasta y desconfiado, todavía recuerdo la mañana de marzo de 2002 cuando subimos al Cerro San Cristóbal para una sesión de fotos y para ver la ciudad sin él. Pretextos para parlar sobre Mi crimen al desnudo, su más reciente opus. Sus detractores reseñaron: "Nunca se ha visto un filme tan desaliñado y obsceno". En mi lugar lo habrían aventado por el despeñadero sin duda alguna.
En ese tiempo los medios se ocupaban de él. Había vuelto a la vida ¿Por cuánto tiempo? Lo que durara una sonrisa. Nunca más cierto el adagio que cuanto más corto y bueno, muy bueno; y que cuanto más corto y malo, menos malo. Pero esta película fue malísima. Se proyectó solo en dos salas limeñas, el Cine Excelsior y el Cine Tacna; en tres funciones, matineé, vermouth y noche. Si usted llegaba temprano podía regatear el precio en la boletería. Ya adentro, la proyección defectuosa, oscura, dejaba entrever un submundo de sangre, mujeres desnudas fornicando mal y locos asesinos. ¿Qué se puede decir después de una experiencia así? Tal vez: ¡De nuevo a la vida! ¡Pronto!.
Basado en el “caso Mario Poggi” -un asunto policial que a finales de los años ochenta tiñó de rojo las primeras planas de los diarios limeños- Mi crimen al desnudo presenta al psicólogo Mario Poggi (como él mismo), un personaje hiperkinético que le va contando su vida a una cantante de technocumbia, llamada Rossy War. Ambos sentados en una banca de parque alternan sus recuerdos a modo de flashbacks eyaculantes (v.gr. Forrest Gump): un falso Poggi (el actor Víctor Ángeles) quiere salvar a la ciudad de un terrible serial killer que descuartiza a sus víctimas después de violarlas y matarlas. El asesino tiene una amante, encarnada por la jadeante vedette Yesabella, con quien fornica insaciablemente. Finalmente el asesino es acorralado por Poggi, quien lo interroga en la estación de policía hasta confesar sus crímenes y el mismísimo Poggi con el cabello teñido de verde, grandes anteojos de madera y clavel en la solapa, aprovechando un momento de intimidad con el inculpado, lo estrangula usando su cinturón.
Corresponde formular algunas preguntas. Los psicópatas ¿Deben ser tratados como seres humanos o como marionetas del cochambre? Nosotros los espectadores ¿Merecemos este cine? Leonidas Zegarra ¿Es o no un lúmpen cineasta? En medio de tanta hediondez fílmica es difícil encontrar respuestas moralmente concluyentes. Forrest Gump pudo haber filmado de manera más digna un tema más inteligente. No hay demagogia en mis palabras. Sí, vulgaridad en la película de Zegarra ¿Breve historia de la criminalística en el Perú? ¿Los espectadores han visto un retrato sobre la negrura de su sociedad? Nada de eso. Filmada durante la dictadura de Alberto Fujimori, Mi crimen al desnudo es la demostración palmaria de cómo un director iniciado con determinadas intenciones pudo derivar bastante más lejos. Cómo la perversión social que masivamente se instaló en el país -y en el mundo farandulero en particular- afectó fuertemente a Leonidas. Nadie en el filme aludido trasciende el mediocre anonimato ni alcanza la pública virtud. Porque no hay elaboración de nada. No hay proceso de redención posible para un director que decididamente quiere explotar comercialmente su cine e involuntariamente consigue escenas muy camp, llenas de ingenuidad y espíritu bizarro.
Insólitamente, Mi crimen al desnudo despertó curiosidad entre los espectadores. Muchos la vieron. Y otros todavía no la quieren ver, pero tarde o temprano la verán. Se dijo en broma que las palabras de Jesucristo se habían cumplido: "los últimos serán los primeros". Leonidas Zegarra ha sido el primer director latinoamericano en aplicar los procedimientos de grabación en super VHS. Pero no con pretensiones artísticas (DOGMA 95, verbigracia). En verdad, la filmación en soporte magnético abarata los costos de producción por eso pueden cometerse cineicidios como este, que empujan a los hombres a censurarse entre ellos.
Todo lo que he contado hasta aquí sucedió en la pantalla y en la realidad. Probablemente retocado por mi imaginación. Pero en un 99.9% es verdadero. Permanece en el recuerdo nuestra conversación en el Cerro San Cristóbal, bajo el cielo neblinoso de Lima. Sobre las casas desvencijadas, habitadas por hombres y mujeres tan malos como él. Por culpa del clima quizá. Leonidas Zegarra respondió sobre sus actividades de entonces: trabajador a destajo en el cine Lido (centro de espectáculos de renombre, en sus propias palabras), sobreviviendo con la distribución de filmes de todas las clasificaciones letrísticas que incluye el cine porno (La primera noche de la adolescente, La hija de Calígula, Baño de sangre) al que prefiere llamar erótico. Sin duda es un hombre hecho con su propio esfuerzo y porque, a diferencia de sus aberraciones cinematográficas, se puede decir con el mismo énfasis de un narrador de filmes negros de los años cuarenta, que se trata de un ser humano animoso y sensible. Quizá no es un gran conversador o un tipo carismático. Pero es él y no una imitación.
Sería inútil soslayar la ineptitud de Leonidas Zegarra para el oficio de la dirección. Por encima de su orgullo acorazado sobresale su tenacidad, su lealtad con sus cómplices de esperpentos, con sus compañeros de profesión y sobre todo su amor desmedido por el cine y su propia obra. Cuando sentí que nuestra charla debía terminar se lo dije y él aceptó sonriente. Agradecido, preguntó cómo di con él y me estrechó la mano. Sólo entonces me di cuenta de que ésta tenía tamaño, textura y temperatura infantil. ¿Acaso había entrevistado a un niño travieso con su Super 8 y con una mentalidad de videos hechos en casa? De cualquier forma, el rechazo de parte de una sociedad de cinéfilos enfermos de adultez sólo me revela que ellos no saben dar las gracias de que exista un Leonidas Zegarra, para volverlos más lúcidos e inteligentes de lo que verdaderamente son.
Óscar Contreras