El misterioso Dr. Vértigo nos envió un comentario largo y sustancioso y José Carlos Cabrejo recogió el guante de la polémica. El torneo se libra sobre el concepto de lo “bizarro” y demás perversiones (perdón, parafilias) fílmicas.
1- MAL DE CINE con el Dr. Vértigo
Recientemente, en algún blog y en artículos de revistas especializadas, ciertos bienintencionados pero atolondrados comentaristas están aventurándose a escribir acerca de algo que llaman "cine bizarro" (denominación cursi e imposible), de manera que, en aras de una mayor claridad, en defensa del mal nombre del cine que el mundo desprecia, y con la autoridad que me dan años de autoinflingida tortura audiovisual, aquí van mis dos centavos.
Para empezar :¿"Bizarro"? ¿Como en "valiente y arrojado"? ¿Verdad que no ? (A ver, digan "raro." O "extraño." ¿Ven que no duele ?) Y aun si la Real Academia hubiera decidido incorporar al castellano la acepción francesa (e inglesa) de bizarre, que es una palabra cool pero significa otra cosa en nuestro idioma, no existe una categoría cinematográfica específica con ese nombre. Bizarre es un adjetivo como muchos que se pueden aplicar a una película, a cualquier película, pero no a un tipo exclusivo de cine, a diferencia de lo que sucede cuando hablamos del cine giallo, el gore o el noir". Tengo una idea de a qué intentan referirse cuando escriben "cine bizarro," pero, chicas, hay que escribir de lo que se conoce bien.
A lo que se refieren, en parte, y mal, es a esa gran región periférica de la INDUSTRIA del cine y que en este artículo, con un propósito práctico, podemos llamar simplemente "mal cine." En Norteamérica, que es donde esta oscilación dialéctica entre “buen cine” y “mal cine” tiene mayor (o algún) sentido, y responde a realidades culturales específicas, se le suele llamar trash cinema. Cine basura. Despectivamente, desde la orilla culta, y con orgullosa desfachatez desde la franja lunática. Trash cinema es un término “paraguas” bajo el cual otros engendros infracinematográficos, con identidades no estrictamente definidas, y con nombres coloridos, encuentran sombra: Exploitation Films, Sexploitation…, Blaxploitation…, Nudies, Roughies, Gore, etc.
Lo que une a todas estas películas, su común razón de ser, aquello que verdaderamente las encierra en el mismo idiosincrático corralón, es la motivación comercial de sus creadores, su esencial venalidad : el imperativo meretricio. Y es sólo a continuación que se adornan con las demás cualidades que las hacen inmediatamente reconocibles : presupuestos minúsculos, impericia técnica, incoherencia narrativa (si acaso asoma alguna intención narrativa), mal gusto (“buen mal gusto,” como bien define y aclara John Waters), o la grotesca ineptitud de los “actores.” No hay ninguna convicción estética o conceptual en la mente de sus autores, ni ninguna aspiración que no sea la de vender el mayor número de entradas. Lo que sólo ingenuos y despistados llaman ahora “cine bizarro,” y que no existe, es lo que estos buscadores de novedades (y la crítica culta) creen conocer del verdadero “mal cine”… sórdido, tóxico y corrupto, degenerado, delirante e indefendible. El que a mí me gusta. El “mal cine” (o trash cinema, para quien lo prefiera) nace y permanece en la marginalidad, durante toda su existencia, si desea preservar sus retorcidas “credenciales.”
Y, a propósito, observar el ciclo vital de una de estas películas es particularmente interesante para definir su pertenencia a esta categoría. Porque hay mal cine, y hay “mal cine” : este, el que nos ocupa, empieza tomando forma en las manos y la cruda codicia de su creador, luego cumple con su misión inmediata de entretener, impresionar, asquear o aturdir a su público y finalmente, incluso muchos años después de haber sido olvidado, algo lo devuelve a la vida, en la mirada de un público distinto al que lo vió por primera vez. El genuino “mal cine” se hace en los ojos de quien sabe ver. No existe ningún “cine bizarro,” ni como género, ni como categoría, si por “cine bizarro” se entiende un universo cinematográfico definido en el que pudieran co-existir, unidos por algún vínculo de estilo, humor, temperamento o accidente, por ejemplo, un Edward D. Wood, Jr. y un Tim Burton o un Quentin Tarantino—porque ese es, justamente, el tipo de parentesco que algunos se esfuerzan en creer que han identificado.
El “mal cine” y toda su adorable progenie de impresentables jamás son acogidos por la corriente cultural dominante, salvo como entretenimiento periodístico, curiosidad, dato o moda para críticos (“cine bizarro”), pero nunca como experiencia. El “mal cine” ha estado siempre ahí, entre los pliegues insalubres de la cultura popular, en salas decrépitas de los barrios rojos, en cines de la Norteamérica rural, en fugaces cine-clubes subterráneos, o incluso, por algún milagro desapercibido, alguna vez, en la programación de medianoche de la TV de nuestra infancia.Todo lo inherente al “mal cine”—el origen y concepción de cada película, su contexto, su factura, su designio, su futuro, su karma—nace en otra dimensión, y nutre desde ahí la imaginación de criaturas de otra especie. No puede ser tocado, aludido, ni siquiera pensado, mucho menos celebrado por la crítica establecida. Es absolutamente inútil detenerse a considerar lo que esta pueda decir sobre el “mal cine.” El “mal cine” existe para su gente. El “mal cine,” bendito sea, NO ES ARTE—es una PARAFILIA. Todo lo que el “mal cine” tiene para decirle al crítico ( sí: TU ) es :NO LE BUSQUES. AQUÍ NO HAY NADA PARA TI. Ignorado por el mundo, el “mal cine” ha llevado una existencia exclusivamente subterránea durante muchos años. El paladar del mainstream ( la prensa, la crítica especializada) sólo llega a tolerar—por el brevísimo tiempo que pueda retener sus nombres en la memoria—a unos pocos como Ed Wood ( Tim Burton lo pasteurizó en una biopic por todo lo alto), Russ Meyer (E! Entertainment Television le dedicó un programa íntegro), o Jesús Franco, pero sólo porque los medios masivos han machacado sus nombres durante un tiempo y con la frecuencia suficiente para convertirlos en PRODUCTO : envasado, explicado, justificado.
Desde ahí, la mirada será siempre cómoda, paternalista y condescendiente; el interés, efímero y superficial. Sólo podrá percibir el interés de otros por el “mal cine” como moda para freaks, para despreciarla o suscribirse a ella. Ahora el periodista, el crítico de cine, el chico del blog con todas las novedades artísticas, pueden distraerse una tarde con el “mal cine,” llamarlo “bizarro,” confundirlo con el show business y repetir las fórmulas aprendidas para instruir a otros acerca de por qué es excitante, o sólo otra moda ridícula. Son especialmente hilarantes y embarazosos los comentarios de los críticos que se rebajan—ahora que es cool—a escribir sobre el “mal cine,” y descubrirle valores estéticos de algún tipo, audacias formales que lo redimen, o quién sabe, resonancias de importancia sociológica. Es la broma perfecta : los “entendidos” dándose un porrazo, cuando no había NADA que entender.
Dr. Vértigo (maldecine@yahoo.es)
2- Aclaraciones sobre el cine bizarro. Una respuesta de José Carlos Cabrejo
Hace unos días, se ha posteado en una de las secciones de comentarios el texto de un usuario que se hace llamar “Dr. Vértigo”, a propósito de llamado “cine bizarro”. En realidad, su escrito hace alusiones sistemáticas al ensayo “Cine bizarro: Definiciones y perspectivas (surrealistas)”, que escribí para la edición número 7 de la revista Tren de Sombras, que sigue a la venta en distintas librerías de la capital.
Al respecto, haré algunas aclaraciones. El comentarista señala que el “cine bizarro” (una denominación, según él, “cursi e imposible”) no existe como categoría, que no es más que un adjetivo aplicado a cierto tipo de películas. Pues sí existe, es una categoría establecida y de uso frecuente desde hace ya varios años, como lo demuestran el libro Cine bizarro: 100 años de terror, sexo y violencia del argentino Diego Curubeto (que menciono en el ensayo) y páginas web como “Mondo Bizarro” (http://p103.ezboard.com/fmondobizarrofrm35). Ésta última, por cierto, cae en el error de definir lo bizarro como género, cuando es impensable que un género pueda agrupar filmes tan disímiles: aquellos de directores como Lynch, Svankmajer o Cronenberg con los de Ed Wood o de la productora Troma. No obstante, como explico en el ensayo, lo bizarro es una categoría porque sirve como término para agrupar a películas que exhiben una estética insólita, que rompe con los tipos tradicionales de configuración cinematográfica, y que genera una sensación de intensa extrañeza; independientemente, de que aquello sea un efecto buscado o fortuito.
Algo parecido pasa con el llamado cine gore. Si sólo lo adscribimos al cine de terror, podemos definirlo como un subgénero (opuesto al horror gótico de la Hammer, de Mario Bava o de los filmes sobre Drácula, Frankenstein o el Hombre Lobo de la Universal); pero si empezamos a definir a cintas como Nekromantik como gore, dicho término más bien hace alusión a una categoría, que engloba a aquellas películas que representan la sangre de una manera explícita a través de cualquier género (en ese sentido, La pasión de Cristo de Mel Gibson es tan gore como cualquier filme protagonizado por Freddy Krueger).
Por eso mismo, al igual que el gore, lo que se entiende por bizarro es una manifestación transgenérica. Lo bizarro está en las películas surrealistas de Luis Buñuel, que diluyen las pautas del raccord (la continuidad entre encuadres) y las concatenaciones causa-efecto que usualmente hay en las ficciones; en algunas cintas de espíritu feérico dirigidas por Miyazaki o Burton, que convierten lo monstruoso en forma de la inocencia, a contracorriente de las tendencias del mainstream hollywoodense; en los primeros filmes de John Waters, que acabaron con la manera en que el cine reprimió lo escatológico, convirtiéndolo en un elemento de choque para parodiar a la sociedad norteamericana. Pero lo bizarro también está en algunas películas de la Troma, en las que los actores sobreactúan hasta parecer figuras sacadas de una historieta barata; o en Plan 9 del espacio exterior, donde se muestra a Bela Lugosi y un extra interpretando a un mismo personaje con absoluto descaro. Todos los ejemplos antes mencionados remiten a lo bizarro por quebrar convenciones estéticas del cine, exhibiendo así imágenes insólitas; más allá de los juicios de valor de la crítica de cine o de un aficionado, más allá de que podamos considerarlos parte del mejor cine de autor o del más “despreciable” cine basura o trash.
Asimismo, el comentarista creyó necesario señalar el contexto marginal, de barrio, mercenario, en el que surgen ciertas películas “bizarras”, aquellas que encajan en esos “engendros infracinematográficos” (usando los términos del susodicho) conocidos a partir de las etiquetas exploitation, sexploitation, blaxploitation, etc. Al menos en relación a mi ensayo, eso no viene al caso, dado que mi texto, al igual que todo lo que escribo como crítica, propone una visión inmanente de las películas, calificándolas, para bien o para mal, por lo que son, sin tomar en cuenta el contexto en el que se crean o las intenciones reales de sus creadores, sean económicas o artísticas. Esa mirada, en otro campo cinematográfico, permite apreciar las características estéticas de un documental nazi como El triunfo de la voluntad de Leni Riefenstahl, independientemente del hecho que el filme haya sido instrumento de una de las más grandes barbaries que alguna vez haya cometido el ser humano. El crítico no juzga a los directores en función a su condición de personas (para eso están los historiadores o, en todo caso, los jueces), sino en función a su obra. Él toma, construye y/o termina estructurando un criterio para valorar a los filmes; aunque, no todos los críticos asuman los mismos patrones para juzgar una película. El promedio de los críticos de cine norteamericanos tiene una aproximación distinta al cine con relación a la de una revista como Cahiers du Cinéma, para poner un ejemplo que ya usé en otra ocasión por medio de este blog.
Por cierto, el comentarista afirma que el “mal cine” no puede ser “tocado, aludido, ni siquiera pensado, mucho menos celebrado por la crítica establecida”. Pues es una “lástima” que la crítica no siga su perspectiva maniquea y fundamentalista del cine. Desde hace mucho tiempo, circulan libros muy serios sobre géneros marginales como el blaxploitation (cine de explotación para el público afroamericano, homenajeado por Tarantino en Jackie Brown), y, sin lugar a dudas, una de las mejores páginas web de cine en el mundo, la australiana Senses of cinema, incluye en su sección “Great Directors” (http://www.sensesofcinema.com/contents/directors/index.html), y con mucho entusiasmo, largos artículos dedicados a directores como Lucio Fulci o Doris Wishman, figuras emblemáticas del cine de explotación.
Tampoco es que concuerde con Senses of cinema en mezclar bajo el mismo rótulo a dichos directores con otros como Orson Welles o Alfred Hitchcock. Pero en lo que sí concuerdo es en el hecho que puedan plantear nuevos modos de ver el cine, que permitan disfrutar películas que con criterios convencionales serían absolutamente indefendibles. No he pretendido con mi ensayo dar a ciertas películas “bizarras” el estatuto de arte, sino de explicar y plantear otras ópticas que uno puede tomar ante el cine, distintas a las que normalmente usa la mayor parte de la crítica mundial o el aficionado promedio. No voy a ahondar en este punto porque lo explico a profundidad en el ensayo de Tren de Sombras.
El comentarista está en todo el derecho de calificar de “hilarantes y embarazosos” los comentarios de los críticos que escriben sobre el “mal cine”. Sin embargo, me parece muy embarazoso presentar comentarios desinformados; y, sobre todo, hilarante el hecho de que alguien, con vocación de Torquemada del séptimo arte, aunque con un discurso más cercano al de una horrorizada señito cucufata, juzgue como criaturas lunáticas y abyectas a todas aquellas personas que consuman cierto tipo de cine marginal, llegando al jocoso extremo de designar al “mal cine” como parafilia.
Felizmente que John Waters adolecía de una parafilia, al consumir películas de Herschell Gordon Lewis. De lo contrario, no hubiera creado la influyente Pink Flamingos. Felizmente que Quentin Tarantino también experimenta una parafilia, al disfrutar del cine de explotación y tomarlo como punto de partida para realizar la aclamada Death Proof o la ya mencionada Jackie Brown. Felizmente que George Romero también tenía una parafilia, al haber tomado la estética de películas grindhouse y convertirla en un clásico del cine independiente como La noche de los muertos vivientes.
Y felizmente que existe el cine. Porque las imágenes en movimiento, como bien lo ha afirmado el gran Christian Metz, están influidas por una parafilia: el voyeurismo. Vean la magistral Peeping Tom de Michael Powell para confirmarlo.
José Carlos Cabrejo