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Walter Benjamin |
Víctor H. Palacios Cruz, filósofo, escritor y colaborador de este blog, envía el siguiente ensayo, producto de su entusiasmo con la lectura de Benjamin, pensador fundamental en un momento en el que el cine cambia la naturaleza de sus imágenes y su relación con el espectador.
Para el especialista, el ensayo del filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940) La obra de arte en la era de su reproducción técnica, aparecido en 1936, es una de las fuentes más indispensables en la comprensión de la cultura contemporánea, la relación entre arte y política, la tecnologización de la vida humana y el oficio cinematográfico. Para el profano –un simple lector, como en este caso–, es el hallazgo deslumbrado de una mirada genuinamente filosófica, en el sentido de la filosofía entendida no como erudición y hermenéutica de teorías y autores –libros sobre libros, diría Montaigne–, sino como mirada de detalle y conjunto dirigida alrededor con el fin de esclarecer los lazos del ser humano con el mundo y consigo mismo. Pese a algún vestigio del lenguaje marxista, Benjamin desplaza sobre sus temas –como en sus ensayos sobre la narración, Baudelaire o la filosofía de la historia– una percepción diáfana e intuitiva, capaz de mostrarnos facetas de las cosas que una córnea postiza hecha de referencias prestadas impediría detectar.
La universalidad y la autonomía de la técnica
Benjamin cita a Paul Valéry: «Tal como el agua o la corriente eléctrica vienen de lejos a nuestras casas para atender nuestras necesidades con un esfuerzo casi nulo, así nos alimentaremos de imágenes visuales o auditivas que nacen y se desvanecen al menor gesto, casi un signo.» Desde que en la primera mitad del siglo XIX, una red telegráfica comunicó ciudades distantes entre sí, el afán de inmediatez y superación del espacio y el tiempo ha inspirado una sucesión de inventos –automóviles, radiofonía, satélites– que ha terminado en la impalpable universalidad de las señales de internet.
El aire que hoy respiramos se colma de miríadas codificadas de textos, sonidos e imágenes que son al instante recibidos, descargados, transformados y reemitidos por cualquier adminículo –computador portátil, teléfono inteligente y quizá en breve sensores minúsculos posiblemente insertados en nuestra anatomía–. Para ver la Gioconda de Da Vinci, ya no hace falta tener el privilegio de ir a París, tampoco correr hacia el impreso de alguna biblioteca o librería, ni siquiera tenemos que ponernos de pie para acercarnos a la estantería de la sala. Una suave pulsión sobre el teclado o la pantalla permitirá la contemplación del cuadro, incluso el análisis del espesor de sus pigmentos.
El cine es un arte que nació en este febril tramo de la historia. Dice Benjamin: “en las obras cinematográficas, la reproducción técnica del producto no es, como en la literatura o en la pintura, una condición impuesta desde afuera para obtener su difusión masiva. La reproducción técnica de las obras fílmicas se funda directamente en su técnica de producción. Dicha técnica no solo permite la difusión masiva de las obras, sino que la impone. La difusión masiva es necesaria porque la producción de un film es tan cara que ningún individuo en condiciones por ejemplo de darse el lujo de comprarse un cuadro, podría comprarse una película”.
Reproductibilidad que condiciona la planificación empresarial –aun a pequeña escala– así como la realización técnica; pero que, además, engendra su propio objeto. Décadas después Marshall McLuhan diría lo que ahora es común: «el medio es el mensaje». No se trata únicamente de un acceso diferente a ciertos contenidos; sino, a la par, de una forma distinta de percibir y, por ello, de comportarse y de pensar. La invención del fonógrafo despertó –a fines del XIX– la idea de trasladar todo lo que se leía al depósito sonoro. Algunos pronosticaban que las librerías serían desplazadas por fonotecas. «Las damas –concluía un editor francés– ya no dirán, al hablar de un autor de éxito: ‘¡Qué gran escritor!’, sino que temblando de emoción suspirarán: ‘¡Qué voz tan seductora y emocionante tiene este narrador!’» Cada técnica traza sus reglas, su universo. Solo la confusión explica que la gente diga que le gustó más el libro que la película o viceversa. Un libro solo puede ser mejor o peor que otro libro; y, análogamente, una obra cinematográfica.
Por consiguiente, el progreso de las cámaras, la digitalización, la animación o el cambio de las salas de proyección, determinan no solo un mecanismo distinto de registro y exhibición, sino un cine necesariamente nuevo. Tal vez dentro de poco podamos ponernos unos lentes, efectuar un fino parpadeo y reclinarnos sobre un asiento de bus o el césped de un parque para seguir una secuencia de imágenes.
Sin embargo, no hay que olvidar que el cine es un artificio y no un espectáculo en vivo o una ejecución artesanal, y que, por tanto, ninguna de estas revoluciones técnicas ha alterado su naturaleza. Se trata de un arte concebido en una época que, sin variar esencialmente, ha alargado sus extremos hasta nuestros días.
El aura de la obra de arte
Escribe Benjamin: “la reproducción técnica prueba ser más independiente respecto del original que la manual”. Primero, porque “con ayuda de ciertos procedimientos como la ampliación o la cámara lenta, pueden obtenerse imágenes que escapan por completo a la visión natural”. Segundo, porque “la reproducción puede llevar la copia a situaciones a las que nunca llegaría el original. En forma de fotografía o de disco, la obra puede salir al encuentro de su destinatario. La catedral deja su emplazamiento para ingresar en el estudio de un aficionado al arte; la obra coral ejecutada en una sala de conciertos o al aire libre se escucha en la sala de estar. Las nuevas condiciones a las que puede llevar el producto de la reproducción quizás dejen intacta la existencia misma de la obra de arte, pero en todo caso resultan en una devaluación del hic et nunc [aquí y ahora]”.
La digitalización no ha hecho sino acrecentar esta independencia respecto del original, subrayando aún más el artificio de lo cinematográfico. Tan disímil del espectáculo en vivo. Del teatro, por ejemplo, en el que persiste lo que el filósofo germano llama aura, es decir, la irrepetibilidad del objeto o el acontecimiento, con lo que entraña de emanación ritual y excepcionalidad de su presentación. Es obvio que una actuación teatral o el concierto de una orquesta no son idénticos en cada función.
“Al multiplicar las reproducciones, la técnica reemplaza el lugar de la existencia irrepetible por la repetición masiva. Y actualiza el objeto reproducido al permitirle a su reproducción salir al encuentro de cada destinatario en su respectiva situación”, añade Benjamin. En mi opinión, una observación relevante también para dilucidar el futuro de los libros en la era de las versiones digitalizadas, que multiplican la accesibilidad de los escritos. Bill Gates declaró que no moriría hasta haber acabado con el papel. ¿Podrá vivir tanto? ¿Envejecerá infinitamente?
La compresión de los chips vuelve onerosos los volúmenes. Cualquier mudanza se ve trastornada por la aparatosidad apabullante de una biblioteca. El solo peso de un ejemplar problematiza la velocidad de un desplazamiento personal. Hoy, una sola pantalla puede ser diario, revista o la obra completa de un autor. En la curvatura de la yema de los dedos, y pronto en el destello de los ojos, reside el poder de convertir mágicamente un diccionario en la poesía de Neruda, o la última novela de Vargas Llosa en un atlas de historia. Las mil y una noches descienden al orden de la vivencia cotidiana. No descuidemos que Georges Méliès era un ilusionista antes de ser cineasta y de lograr la misteriosa desaparición de los cuerpos en la pantalla.
Más allá de que el modo de escribir los libros –y de escribir simplemente– siga sin remisión la estela de las nuevas tecnologías, el encanto de esas viejas formas de dos tapas y un montón de páginas se asienta inseparable sobre el hecho físico de ser tercamente esa cosa y ninguna otra. Propiedad particular, experiencia personal, manchas y deterioro natural –como el de los humanos–, que dotan al libro de una fijación –fidelidad, se diría– contraria a la volubilidad de los monitores luminosos. Pieza condenada a su ser insustituible; por tanto, condición repentinamente maravillosa en una época en que ya todas las cosas –hasta las caras por obra de las cirugías– pueden ser en cualquier instante otras a causa de un deliberado o displicente click. La esperanza de los libros se amuralla en el aura de su irreductible materialidad –que justifica la actual tendencia editorial a cuidar y adornar, es decir, enaltecer la factura de cada ejemplar–, cuando ya otras defensas han sucumbido –el acto de pasar la página o el poder hacer subrayados y anotaciones al margen, que los e-books ahora permiten–. Si el teatro ha resistido al predominio planetario del cine, por qué el libro tendría que desaparecer ante el triunfo –tal vez transitorio– de las tabletas electrónicas.
Agrega Benjamin: “para las masas actuales, «acercar» espacial y humanamente las cosas hacia sí es un deseo tan apasionado como su tendencia a superar el carácter único de cada fenómeno por medio de su reproducción. Día a día se vuelve más imperiosa la necesidad de apropiarse de los objetos en la máxima cercanía, a través de la imagen, o más bien a través de su reflejo, la reproducción”. De manera que “quitarle su envoltura a cada objeto [por medio de la fotografía], triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que, incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo irrepetible”.
En el centro de ese fenómeno, cabe preguntar qué se propone una sociedad que prefiere lo clonado a lo intransferible. Puede decirse que disponibilidad universal y automática; esto es, control, seguridad. De donde se infiere el recelo de lo único, que es a la vez lo efímero o lo inencontrable, lo que elude nuestra posesión. Actitud que en el fondo entraña el temor de todo aquello que tenga la singularidad de lo irreproducible, y que desde luego incluye a la vida misma. Un miedo unido hondamente a una cultura prometeica, cuyos ingenios se plantean –expresamente en Da Vinci y Francis Bacon– la superación de la naturaleza (el avión que remedia nuestra carencia de alas; el motor que aumenta nuestro poder de acarreo) y que, al tiempo que facilitan la rutina, extienden por todas partes el rechazo de la insatisfacción así como el deseo de someter, programar y rendir a nuestra voluntad la corriente de agua o de aire, las virtudes de las plantas o los animales, y del mismo modo la conducta de una población y el destino de un país (la pedagogía positivista del siglo XIX y las ideologías totalitarias del XX).
Aguda e inquietantemente, Benjamin afirma que la era de la reproducción técnica es, asimismo, la que unge tanto a la estrella de cine como al dictador de masas. (Incontenible evocar la estilizada y solemne filmografía de Leni Riefenstahl al servicio del régimen hitleriano. Walter Benjamin murió intentando atravesar la frontera franco-española, en su huida del nazismo debido a su condición de judío.)
La actuación teatral y la actuación de cine
Un rasgo de la obra cinematográfica que marca de forma decisiva su especificidad artificial, es la intervención de los protagonistas de las imágenes, a los que, por una extensión del ámbito teatral, nos hemos habituado a llamar actores. Denominación justa en muchos casos, pero imprecisa en otros tantos. Es evidente que la elección de los actores para una representación sobre las tablas, tiene requisitos que no coinciden con los de un rodaje, en los que importa más la imagen y la concatenación de imágenes antes que el desenvolvimiento personal. Así como Miguel Ángel declaró “ver al David en un pedazo de mármol”, Sergio Leone aseguró haber visto en el rostro de Clint Eastwood “un pedazo de mármol”, y estar buscando exactamente eso, un pedazo de mármol. Stanley Kubrick sugirió que preferiría trabajar con autómatas para evitar que los actores se apartaran de lo preconcebido.
“El trabajo artístico del actor de teatro –sostiene Benjamin– se termina de definir cuando se presenta en persona ante su público; en cambio, la labor artística del actor cinematográfico es presentada al público por medio de un aparato. Esto último tiene una doble consecuencia. La maquinaria que presenta ante el público el trabajo del actor cinematográfico no está en condiciones de respetar su labor como una totalidad. Guiada por el camarógrafo, la máquina va tomando posición con respecto a dicho trabajo. La secuencia de tomas que el montajista compone a partir del material que se le ha entregado, constituye la versión final del film. […] El trabajo del actor es sometido así a una serie de pruebas ópticas. […] La segunda consecuencia reside en que, al no presentar su trabajo en persona, el actor de cine pierde la posibilidad de ir adaptándose al público durante su actuación, posibilidad reservada al actor de teatro”.
En cierta manera, es en el cine donde es más posible que el actor sea absorbido o confundido con su personaje –a veces inclusive en lo personal: recuérdese a Bela Lugosi y su papel de Drácula, y a Anthony Perkins y el de Norman Bates–. Los ojos de Bette Davis, el cuerpo de Brigitte Bardot o la frágil sensualidad de James Dean, qué son sino sustracciones de una persona, resplandecientes pedazos convertidos en fetiches que no habrían tenido lugar entre actores de teatro, que se ven siempre de cuerpo entero y a cierta distancia sobre el escenario.
Darth Vader es un casco y una capa oscura, el cuerpo de David Prowse y la voz de James Earl Jones. O sea, un constructo, una composición vivificada por el ecran. Lo que recuerda que el cine tiene el poder de segmentar y recrear la figura humana, hasta el punto de objetualizarla. Dreyer en La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc, 1928) –detalla Benjamin– “tardó varios meses solo en encontrar los cuarenta actores que componen el jurado contra el hereje. La búsqueda se parecía más a la selección de objetos de utilería. Dreyer aplicó gran esfuerzo en evitar parecidos en edad, estatura, fisonomía, etc. […] si el actor se convierte en objeto de utilería, no es raro que el objeto desempeñe a su vez la función de actor. […] El cine es por lo tanto el primer medio artístico que está en situación de mostrar cómo la materia colabora con el hombre”. Años más tarde Hitchcock conferiría atributos actorales a unos zapatos en Extraños en el tren (Strangers on a train, 1951), a un reloj de pared en La llamda fatal (Dial M for Murder, 1954) y a una casa sobre un promontorio en Psicosis (Psycho, 1960).
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Los zapatos de Strangers on a train |
La cámara encuadra un rostro, unos ojos, unos labios o un par de manos que intrigan, seducen o intimidan. Resultado que funciona en una trama de imágenes, pero que desaparece en el afiche o el fotograma aislado (que, en todo caso, actúan como resonancia del personaje y de la historia). Según Benjamin, “es así como el público adopta la actitud de un examinador que no se ve perturbado por ningún contacto personal con el actor. El público solo se identifica con el actor por medio de un aparato. Es decir que adopta su actitud: la de testeo”.
La presencia del actor en la película, después de todo, es más obra del director que de él mismo. De ahí que “los observadores versados en la materia han reconocido hace mucho que en la interpretación actoral para el cine «se obtienen los mayores efectos cuando menos se ‘actúa’».” El trabajo del actor de cine “no forma una unidad, sino que se compone de la sumatoria de varias actuaciones aisladas”. En definitiva, la actuación de cine no es principal o solamente actuación, sino sobre todo edición, diseño de una mesa de montaje, creación de un artífice que corta y pega con unas tijeras o un cursor de computadora. (Que la importancia del montaje se diluya o reduzca en un film como El arca rusa –Russkiy kovcheg, 2002– de Aleksandr Sokurov, o en los planos largos y circulares de Theo Angelopoulos, no elimina la tecnicidad de la obra, es más, aumenta el rigor de su puesta en escena y su planificación.)
Lo que remite a otro problema contemporáneo que es la distinción entre la música derivada de la ejecución directa y simultánea de unos instrumentos, y la música de estudio, creada parcial o totalmente en las consolas y circuitos informáticos. Hay quienes, por ejemplo, prefieren el rock que estiman “auténtico” por ser producto del talento de unos instrumentistas, y no la ficción de un laboratorio. En congruencia con lo cual detestan la música disco, la electrónica y géneros similares. Pero, en verdad dónde termina la habilidad artesanal y empieza el papel de la máquina. ¿No hay ya en el micrófono o la grabación una cierta des-naturalización? ¿Se justifica, por razones de creatividad y mérito instrumental, desestimar lo que sale íntegramente del estudio e incluye distorsiones, adiciones y efectos? La discusión sería interminable, pero en mi modesta opinión, despreciar la música compuesta con botones, programas y teclados solo por culpa de su soporte tecnológico, sería no solo renunciar a la inexorable progresión de los medios de creación artística, sino que implicaría también despreciar el arte cinematográfico, que es precisamente y a diferencia del teatro, un arte de elaboración al margen de la ejecución directa y en vivo.
¿Cuánta manualidad hay en un disco apreciado unánimemente como el Pet Sounds (1966) de Beach Boys?, álbum que fue inspiración para la búsqueda de nuevos sonidos, texturas y ambientaciones en el memorable Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band de The Beatles (1967) que, por cierto y según declaraciones de Paul McCartney y el ingeniero Geoff Emerick, obedeció a la voluntad de “hacer música” y no más giras en que los miembros del grupo no podían oírse a causa del ruido del público. Dark Side of the Moon (1973) de Pink Floyd es, a no dudarlo, otra proeza atribuible a la imaginación de sus integrantes y a las condiciones de un estudio llevado a sus últimas posibilidades gracias a la colaboración de un técnico hábil como Alan Parsons. Después de todo, un cuarto con mezcladoras o un programa informático no es más que otro instrumento al servicio de la libertad del artista. (Dejo a un lado adrede dos cuestiones espinosas: la inocultable estandarización a que ha llevado la industrialización de la música popular y la influencia de la memoria de los teclados en la disminución de la capacidad creadora –especialmente melódica– de los músicos en las últimas décadas, asuntos que merecerían un abordaje aparte y especializado.)
“¡Eso nunca sucedió!”, protestaría un trompetista de New Orleans o un guitarrista de Texas ante una canción hecha con trozos del trabajo de músicos ausentes a la hora de grabar. Queja llena de un candor en el que incurriría por igual un actor de teatro que recriminara el trabajo de los “actores” de cine. La performance actoral sobre un estrado habría que adjudicarla a la persona del actor; la de una película resulta de una labor en equipo cuya mayor responsabilidad pertenece al director.
Para concluir este apartado, es deliciosa e irresistible la cita de Luigi Pirandello –de su novela Se rueda (Si gira, 1915)– que Benjamin incorpora en su discurso, pero que Jorge Monteleone explaya oportunamente en una apostilla: “los actores no odian la máquina solo por el envilecimiento estúpido y mudo al cual ella los condena; la odian sobre todo porque se ven lejanos, se sienten atrapados en la comunión directa con el público, del cual antes obtenían la mayor satisfacción: aquella de ver, de sentir desde el escenario de un teatro a una multitud, atenta y suspendida de su acción viva, conmoverse, estremecerse, reír, temblar, encenderse, estallar en aplausos. En el cine se sienten como en el exilio. En el exilio, no solo del escenario, sino también de sí mismos. Porque sus acciones, la acción viva de su cuerpo viviente, allí, sobre la pantalla cinematográfica, ya no está: es solo su imagen, capturada en un momento, en un gesto, en una expresión, que titil y desaparece. Advierten confusamente, con un sentido ansioso e indefinible de vacío, o más bien de vaciamiento, que su cuerpo ha sido sustraído, suprimido, privado de su realidad, de su aliento, de su voz, del rumor que produce al moverse, para ser transformado solo en una imagen muda, que tiembla por un instante sobre la pantalla y al punto desaparece en silencio, como una sombra inconsistente, el juego de la ilusión sobre un escuálido pedazo de tela”.
La suprema artificialidad
Sin embargo, el pico más alto de la artificialidad se sitúa en el esfuerzo cinematográfico por brindar al espectador la sensación de un mundo, si bien pasajero, dotado de autonomía y creíble en consecuencia. Empeño que encierra una complejidad física –por ello logística– que obviamente no existe en la levedad lingüística de la ficción escrita y que va desde los audaces, hoy enternecedores, trucos de Méliès hasta la industria de efectos especiales que emplea maquetas, luces, mecánica y animaciones digitalizadas; pero que comienza en el solo hecho de una cámara que decide grabar ya no solo la llegada de un tren o la salida de obreros de una fábrica; es decir, que no se limita a esperar y recoger la fluencia de la realidad, sino que emprende la generación de una propia realidad, paralela y premeditada.
El oscurecimiento de la sala de proyección no es tan solo un requisito práctico o escenográfico para posibilitar la primacía de un rectángulo iluminado. Al cubrir paredes y butacas, se apaga el mundo del que venimos para eliminar cualquier intrusión en la cadena de escenas que habremos de presenciar. Exhibición que persigue una cuidadosa consistencia interna, cuyo modelo es la misma realidad exterior y que empieza por invisibilizar la tecnología utilizada en el curso de una simulación que debe hacernos olvidar aun la existencia del ecran y de la luz que lo llena. Por una variable cantidad de minutos, nos comportamos como los prisioneros en el fondo de la caverna del célebre mito de Platón, y creemos con rotunda candidez y sin cuestionamientos –a riesgo de ser tomados como locos (seres “fuera de lugar”)– que lo que estamos viendo sobre la pared, inmovilizados en nuestros asientos, es la totalidad de lo existente y que, si escuchamos voces, ellas tienen que proceder por fuerza de las “sombras” que desfilan frente a nosotros.
El documental se relaciona con el film de ficción, del mismo modo que el libro de historia con la literatura. Tiene intención de verdad y declara una sujeción a los hechos en una exposición que aspira a la objetividad sin dejar de ser, al mismo tiempo, la enunciación de un punto de vista. Como hace décadas contaba Hayden White, el historiador se asemeja al novelista en cuanto que prepara su material, ordena los acontecimientos, concibe una perspectiva y un tono –dramático, trágico, épico– y acomete un relato que no es una reproducción de las cosas tal como estas nos son dadas (por decirlo kantianamente). En suma, elige una estrategia discursiva, se pliega a una técnica. Así también, el documentalista toma una serie de decisiones para obtener una determinada construcción. El simple hecho de ajustar el objetivo de la cámara comporta delimitar un aspecto de la realidad, recortarlo y seguirlo bajo unas circunstancias que respondan a esbozos previos. Con lo cual, no extraña que el documentalista adopte tramas y efectos narrativos propios de los trabajos de ficción. Como tampoco que el autor de ficción imite o parodie la impostura del documentalista (un caso recordado es el divertido Zelig –1983– de Woody Allen)
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Zelig |
En este punto de las disquisiciones es donde la agudeza de Walter Benjamin vuelve propicia: “por principio, el teatro conoce el sitio en el cual ubicarse para que funcione la ilusión. Dicho sitio no existe en el set de filmación. La naturaleza ilusoria del cine es una naturaleza de segundo grado; es el resultado del montaje. En otras palabras: en el estudio cinematográfico, el aparato ha penetrado tan profundamente en la realidad, que para revelarla en estado puro, para liberarla del cuerpo extraño que es el aparato, se requiere de un procedimiento particular por el cual se filman planos con distintos enfoques y se los combina con otras imágenes similares. La realidad libre de aparatos se transforma así en la máxima artificialidad”.
En ninguna toma debe colarse el andamio que sostiene la cabeza del monstruo, el trípode de una segunda cámara o la mano de un auxiliar y, más allá de errores involuntarios –las gafas distintas de Iris en un pasaje de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976)– o consentidos –la inesperada mirada a la cámara del protagonista de Hacia rutas salvajes (Into the wild, 2007) de Sean Penn–, toda película secciona o rodea lo que filma intentando un grado de coherencia que sea persuasivo para el espectador y que forme una suerte de second life, como se diría en el lenguaje de los juegos virtuales.
El teatro debe su encanto, por el contrario, al hecho de subrayar su existencia como tal ante su público. En él es especialmente explícita la demarcación del escenario, y no sonroja el asomo de las cuerdas de las tramoyas ni el deslizamiento de los actores que entran o salen. Terminada la función, ellos comparecen para recibir el veredicto de la concurrencia. Hasta es posible acudir a saludarlos un rato después. En ningún momento, pues, dejamos de saber que se trata de una representación. El cine, en cambio, se consuma en un procedimiento cuya mayor aspiración es inhibir la sensación de simulacro. El sonido envolvente, la tecnología 3-D o la posible utilización de efectos añadidos en la sala de cine –humos, olores, sacudidas– simplemente participan de esa voluntad de suspender la relación consciente del espectador con lo que tiene ante sus sentidos.
Y para lograr ese “realismo total”, es que el cine –tanto la filmación como la proyección– apela a una considerable variedad de artificios. El espectador aguarda de la película una cierta integridad en la recreación de lo real o en la “reificación” de una ficción, y desea ser encantado y absorbido –se trate de una historia de aventuras, un drama sentimental o una obra estética y contemplativa–, razón por la cual es tan crítico con el resultado como puede ser indulgente con las imperfecciones de la escenificación teatral. El cine es, después de todo, la técnica del camuflaje perfecto. La sofisticada máquina que codicia la pureza de lo natural; el verdadero androide que sueña con ovejas nada eléctricas.
La mirada dirigida
Es significativo que la irrupción de la fotografía suscitara un conflicto vocacional entre los pintores. Asombrados o aterrados ante la insuperable capacidad reproductiva de la cámara, fueron alejándose de la pretensión de captura de lo real que había inspirado conscientemente al propio Da Vinci, uno de los fundadores de la modernidad –y de su obsesión con la conquista de un poder sobre la naturaleza–, para en adelante internarse en una exploración de la propia mirada y una fragmentación e indagación de los objetos. Miró, Matisse, Rothko y la entera carrera de Picasso son estudios de las formas, la luz, la línea, el color; en suma, del acto de pintar; y tienen entre sus intrincadas raíces los empeños de descomposición de las cosas de un Cezanne, o el anhelo de pintar no un cuarto sino la propia sensibilidad del cuarto en un Van Gogh, cuyas Cartas a Theo recomiendo con fervor.
Llegado un tiempo, el artista entendió que la fotografía –y el cine como sucesión de negativos– no era necesariamente –como tampoco lo había sido nunca la pintura– un espejo, una copia fidelísima de los hechos, sino la visión de una conciencia opaca que resuelve deliberadamente adónde mirar, cómo mirar, cuándo mirar, y que se atreve a reordenar trozos de varias miradas para componer su propia materia. Escribe Jacques Aumont (El ojo interminable. Cine y pintura, Paidós, 1997): “el montaje, el cambio de plano, el cambio brusco en general en el cine, ha sido una de las mayores violencias cometidas nunca contra la percepción «natural». Nada en nuestro entorno modifica nunca todas sus características tan total y tan brutalmente como la imagen fílmica, y nada en los espectáculos preexistentes al cine los había preparado para semejante brutalidad. Se comprende que haya provocado gritos”.
En el teatro, pueden distraernos los movimientos tras el cortinaje, el ruido del estrado, el público a nuestro lado. En el cinema, el objetivo es sobrecogernos al punto de no dejarnos observar ni pensar en otra cosa que no sea la misma corriente de imágenes –indetenible como el río de Heráclito–. Es más, la secreta ilusión de una película es usurpar nuestra conciencia, provocando en cada uno de nosotros una dimisión de nuestra propia intencionalidad perceptiva para dejarnos conducir y plasmar, con ello, una perfecta subjetivización de la pantalla. El cine es la mirada dirigida. Dirigida por el encuadre de la cámara, y antes aún por el director y su equipo.
Delante de un libro, el lector conjuga en su mente los conceptos e imaginaciones que le suscitan las páginas, ejerce una soberanía sobre su lectura; el éxito de un film, por el contrario, reside en conseguir que esa operación receptiva sea en buena cuenta comandada desde fuera del sujeto. La experiencia cinematográfica es invasiva, por lo que es más natural preguntarle al lector que al espectador por la crítica de lo que acaba de experimentar. La crítica de cine implica, en consecuencia, un mayor empeño de autoconciencia y siempre da la impresión de ser a la vez una inspección, muchas veces fascinante, de la interioridad del espíritu.
De cualquier forma, ese gobierno ajeno de la propia mirada nos arrastra en una alternancia de acercamientos y alejamientos, exteriores e interiores y escenas imposibles (como los pensamientos o los sueños de un personaje); planos que, en rigor, no se corresponden con la cadencia del mirar espontáneo. En la sucesión de las tomas debemos observar las cosas que se nos presentan, de la misma manera que fuera de la sala miraríamos alrededor enfocando la parte o el todo según el ánimo, el deseo o la necesidad; con la salvedad de que el mecanismo cinematográfico confecciona el entorno para que veamos exclusivamente lo que el director prevé según la conveniencia de su obra.
Ante una pintura, nos desplazamos o detenemos como ante una pieza inmóvil que se deja, de alguna manera, segmentar o apreciar de conjunto a voluntad. El cine es, más bien, una incesante movilidad que desea abolir nuestro arbitrio e imponernos, gracias a su hechizo, la organización de nuestra atención. Escribe Benjamin: “compárese la pantalla en la que se proyecta el film con la tela del cuadro. Este último invita al observador a la contemplación; frente al cuadro, puede entregarse al curso de sus asociaciones. No es el caso del plano cinematográfico. Apenas lo enfoca con la mirada, ya es otro. No puede ser fijado. Duhamel, quien odia el cine y no ha comprendido nada de su importancia, y sí en cambio algunas cuestiones relativas a su estructura, anota: «Ya no puedo pensar lo que quiero pensar. Las imágenes en movimiento han ocupado el lugar de mis pensamientos».” Aumont lo diría después en estos términos: “el filme hace pasar de un término al otro de manera obligatoria, unidireccional; no se puede ni escapar a la seriación, ni volver atrás”.
De otro lado, el tratamiento esmerado de lo percibido –visual o acústico– con que el cine busca su “naturalidad” recuerda, para Benjamin, el ejercicio metódico de la mirada científica. “En contraste con el escenario, la actuación representada en el cine se deja aislar mejor, lo que favorece el análisis. Esa característica, y esto es de capital importancia, favorece la mutua compenetración del arte y de la ciencia. En efecto, resulta difícil definir por qué resulta más cautivante una determinada conducta, seccionada limpiamente como un músculo en el marco de una situación dada: si por su valor artístico o por su interés científico. De ahora en más, una de las funciones revolucionarias del cine consistirá en que permite ver que el uso artístico de la fotografía y su uso científico, hasta ahora divergentes, en realidad son idénticos”.
Siegfried Kracauer, con quien Benjamin coincidió unos años en Frankfurt, sostiene que “la cinematografía es en esencia una extensión de la fotografía, y por ende comparte con este medio una marcada afinidad por el mundo visible que nos rodea”. De hecho, “los filmes hacen valer sus propios méritos cuando registran y revelan la realidad física. Esta realidad incluye muchos fenómenos que difícilmente podrían percibirse si no fuese por la capacidad de la cámara para captarlos al vuelo. Y como todo medio de expresión es parcial y tendencioso con respecto a aquellas cosas de las que está singularmente dotado para transmitir, es lógico que el cine esté animado por el deseo de retratar la vida material más transitoria, la vida en lo que tiene de más efímero. Las muchedumbres callejeras, los gestos involuntarios y otras fugaces impresiones componen su sustancia. No deja de ser significativo que los contemporáneos de Lumière alabaran sus películas (las primeras que se hicieron) por mostrar «el murmullo de las hojas agitadas por el viento»” (Teoría del cine. La redención de la realidad física, Paidós, 1996.)
El cuadro fílmico proporciona panoramas y paisajes –como los espléndidos planos generales de John Ford–, pero también desciende y sugiere el símbolo de un objeto –la flor del cactus en Un tiro en la noche (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962)–, o se aposenta sobre el ardor de la arena –Lawrence de Arabia (David Lean, 1962)–, o abre de par en par la mente de un hombre atormentado (Recuerda –Spellbound– de Hitchcock, 1945), o agranda y lentifica las gotas que caen de una espada que gira (Hero de Zhang Yimou, 2002). De estas y otras maneras, el cine –educado en nuestra sensación del mundo y del propio ser– actúa inversamente sobre nosotros reeducando nuestra relación con todo aquello que surge apenas se prenden de nuevo los focos de la sala.
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La flor del cactus en Un tiro en la noche |
Dice bellamente Walter Benjamin: “nuestros bares y nuestras calles, nuestras oficinas y nuestros cuartos de alquiler, nuestras estaciones de tren y nuestras fábricas nos hacían sentir encerrados y sin esperanzas. Hasta que llegó el cine y con la dinamita de sus décimas de segundo, hizo estallar esa cárcel que era el mundo; ahora, serenos, emprendemos entre los escombros viajes llenos de aventuras. Por medio del primer plano se expande el espacio; por medio de la cámara lenta, el movimiento”. Y añade: “por más que tengamos una remota conciencia de nuestro gesto al alargar la mano para tomar un encendedor o una cuchara, apenas sabemos qué ocurre entre la mano y el metal, ni mucho menos cómo inciden nuestros estados de ánimo. Aquí es donde interviene la cámara con sus medios auxiliares, sus picados y contrapicados, sus interrupciones y recortes, su expansión y contracción narrativa, sus ampliaciones y reducciones. La cámara nos permite descubrir el inconsciente óptico, del mismo modo en que el psicoanálisis nos hizo descubrir el inconsciente pulsional”.
Así como, en tiempos remotos, aprendíamos a hablar y a tener conciencia de lo vivido escuchando los cuentos de los mayores, en la era de la reproducción técnica los mortales aprendemos con películas a caminar, reír, enfadarnos, besar, beber e insultar. No solo nos damos cuenta de cómo cambia cada parte de nuestro cuerpo durante un gesto o una acción, sino que igualmente la impostación fílmica –que, por lo demás, busca un efecto determinado antes que una fidelidad cognitiva–, termina convirtiéndose en el parámetro de nuestros ademanes y conductas. Se sabe que los asesinatos de la mafia italiana agravaron su atrocidad a causa del aumento del número de disparos necesario al enristrar la pistola en posición contraria a la natural –con la cacha hacia arriba–, propia de las ejecuciones de personajes como los de Pulp Fiction (Tarantino, 1994), por ejemplo.
(Para quienes seguimos el fútbol, es curioso ver al jugador Cristiano Ronaldo –cuya preocupación por la imagen personal es bastante conocida– preparar la ejecución de los tiros libres concentrado y ceremonial en una postura que hace pensar que estamos ante alguno de los duelos de los westerns de Leone. Al margen de lo anecdótico, sería interesante una investigación que trate del modo cómo la multiplicidad de planos del cine ha influido en la transmisión televisiva de los deportes en general.)
El cine en una selva de señales
Leyendo novelas de caballería, Alonso Quijano creyó ser uno de los personajes de sus autores y salió al mundo a “enderezar entuertos y deshacer agravios”, viendo un ágil corcel donde solo había un famélico jumento; un diestro escudero donde solo había un hombre franco, gordo y perezoso; una hermosa y fina dama donde solo había una aldeana robusta, de hablar tosco y –al decir de Sancho– aliento de ajo; y gigantes adversarios donde solo habían quejumbrosos molinos de viento. Todo lo cual fue una secuela de su lectura absorta y solitaria, y de la confusión de la fantasía justiciera del papel con la inhóspita realidad humana. Siglos después, en medio de una burguesía europea y norteamericana que gozaba del aumento de las horas desocupadas que deja el empleo regulado, una gran cantidad de consumidores esperaron ávidos la oferta de un entretenimiento tan cautivante como el que disfrutó el personaje de Cervantes antes de perder la cabeza. Las aglomeraciones urbanas y la extensión de los medios técnicos concurrían a favorecer una competencia creciente de los programas del circo, la feria y el espectáculo en general.
En ese contexto, largamente apelmazado por la revolución social derivada de la industrial, los hermanos Lumière introdujeron su maravilloso invento. Walter Benjamin incorpora una sugerente variable en el diagnóstico: “frente al recogimiento, que en su variante degenerada por la burguesía se transformó en un ejercicio de la conducta asocial, la distracción aparece como una modalidad del comportamiento sociable. En efecto, las manifestaciones dadaístas ponían a la obra de arte en el centro del escándalo, lo que garantizaba una distracción bastante vehemente. La obra tenía que satisfacer sobre todo una exigencia: causar la indignación pública. Con los dadaístas, la obra dejó de ser una imagen tentadora o una formación sonora persuasiva para transformarse en un proyectil. La obra embestía al espectador. Ganaba una dimensión táctil. Así, propició la demanda del cine cuyo elemento distractivo es en primer lugar de tipo táctil, es decir basado en los cambios de planos y del lugar de la acción, que impactan en el espectador como golpes”.
En una vida como la nuestra, asediada por la múltiple artillería sensitiva de la calle, los centros comerciales y las pantallas grandes y pequeñas, la necesidad de recibir fuertes impresiones se mantiene, pero la intensidad de las señales sube sin cesar para prevalecer sobre el difuso bullicio de la atmosfera urbana. Ya desde los años noventa en el Perú los locutores de radio no presentan más las canciones, las vociferan y las interrumpen cuantas veces sea preciso para recordarnos en qué dial estamos (si bien en ello convergen otros factores de índole social).
Una tarde, hace un año en un multicine de provincias, pedí una entrada para ver el último título de Alexander Payne (Los descendientes –The Descendants, 2011–): “–Lo siento, esta película no está teniendo buena acogida y hacen falta al menos cinco espectadores para que haya función. Si gusta, espera y le avisamos”. La chica era guapa, la espera valía la pena. Así, al lado de la ventanilla advertí las preguntas de los espectadores que llegaban: “–¿Qué hay en 3-D? ¿Cuál es la de terror? ¿Cuál la de más efectos especiales?” Un día, me dije, la gente se acercará a preguntar: “¿y cuál es la sala de sillas giratorias?” o “¿en cuál arrojan burbujas durante la proyección?” Los relatos del Marqués de Sade enseñan que el humano puede desear sufrir dolor o causarlo con la finalidad de recobrar su aptitud para “sentir”, embotado como puede estar a causa de un exceso de placeres que, al saturar sus sentidos, termina por adormecerlos. No ver el film de Payne me turbó menos que recordar esta posibilidad de la naturaleza humana sumergida en la hiperestimulación del cosmos tecnologizado en que vivimos.
Víctor H. Palacios Cruz
Escritor y filósofo