miércoles, 27 de octubre de 2010
John Ford: fermento de la más radical modernidad
Toma tu café que se enfría
http://www.youtube.com/watch?v=dbcTmTdW7H0
martes, 26 de octubre de 2010
"Octubre" en Manchay y con la cámara en mano
lunes, 25 de octubre de 2010
El último exorcismo
Las primeras imágenes de la película dan una impresión de “ya visto”: la cámara movediza sobre el hombro del operador sigue a un personaje en su actividad ordinaria. Es decir, el truco de “El proyecto de la bruja de Blair” o de “REC”: enfrentar el horror sobreviniente, que rompe lo cotidiano, con el estilo del reportaje. Por cierto algo hay aquí de eso, pero el camino es distinto y, si se quiere, más atractivo, porque el reporteado es el pastor Cotton Marcus (Patrick Fabian) Mediático, cínico, escéptico, permite que lo siga el equipo que realiza un documental sobre su último exorcismo y ante el que descubre sus malas artes. Es un exorcista que no cree ni en Dios ni en el demonio; es un fraude dispuesto a protagonizar un truculento “reality show”.
Manteniendo invariable el estilo de reportaje trucado, viajamos con Cotton y el equipo hacia la zona rural de Louisiana donde llevará a cabo una de sus “performances” frente a una “endemoniada” adolescente, hija de un angustiado y fiel creyente. Es entonces que la película se encamina por vías inesperadas. “El falso documental” empieza a mostrar su capacidad para descubrir un mundo agobiado por la superstición, la superchería religiosa y el fundamentalismo. La ignorancia estimula la credulidad ante el fraude y provoca una violencia que tensa la narración.
Aun sabiendo que el exorcismo de Cotton es un engaño, las apariencias llevan a creer que tal vez exista algo sobrenatural ahí. El clima ominoso que contradice la transparencia y legibilidad de la imagen digital, el ambiente cargado y lo aparatoso del cuadro de transformación de la “poseída” son pistas que conducen hacia el dominio de lo fantástico. De pronto, se muestra el revés del miedo, el mecanismo de la ilusión, el truco que provoca escalofrío. “El último exorcismo” juega a desmontar los recursos persuasivos del terror.
Pero en seguida el clima del horror vuelve a aparecer y hasta el personaje principal se ve involucrado en él. Hasta el tramposo pastor parece empezar a creer en el demonio. La película nos coloca en una posición ambivalente: con la incredulidad suspendida, los espectadores estamos dispuestos a aceptar la presencia demoníaca, pero también la posibilidad de horrores cotidianos, patologías arraigadas, violencia doméstica, incesto. Todo es posible en ese mundo de fanatismos medievales.
Durante casi toda la proyección estamos en el umbral de una explicación realista y científica del asunto que la película se niega a dar. El director Daniel Stamm sabe que las buenas cintas del género de terror se mueven en los intersticios, desplazándose entre lo probable y lo improbable hasta llegar a una inequívoca resolución.
La actuación de Ashley Bell, como Nell, la endemoniada, es clave en este logro: sus gestos y actitudes se mantienen en una zona incierta en la que conviven la inocencia y la perturbación. Como también se mantienen en una frontera los recursos usados en la película: los movimientos súbitos de objetos y torsiones corporales prescinden de los efectos especiales más elaborados y aparatosos. Todo aquí tiene un aire artesanal, de película barata de serie B.
La secuencia final es, tal vez, discutible, pero redondea la faena fantástica. Es un homenaje además a clásicos como “El bebe de Rosemary” de Polanski, “Magia negra” de Terence Fisher, “The Wicker Man” de Robin Hardy, y a un gran filme de terror olvidado de los años setenta, “Carrera contra el diablo” de Jack Starret.
Ricardo Bedoya
sábado, 23 de octubre de 2010
Un lugar en la tierra
Este lunes 25 de Octubre, a las 7 p.m. se proyectará Un lugar en la tierra (2001), de Artur Aristakisian (en la foto)
La nota de prensa dice. “La sociedad actual observa estrictamente la autonomía del espacio personal. Cada quien vive para sí. Cada uno duerme en su cama. No tan obvio, pero hay un tabú contra dormir en la misma cama; incluso, si la gente la comparte, es la excepción a la regla. Es imposible, sin embargo, imaginar una tribu donde la gente no se eche o duerma junta. Es lo tribal, primordial, precristiano; si se quiere, el conocimiento sacrílego del Cuerpo de Cristo.”
En el Cineclub de la Universidad Peruana Cayetano Heredia. Casa Honorio Delgado: Av. Armendáriz 445. Miraflores.
Ingreso libre.
Los nuevos escenarios de la distribución
viernes, 22 de octubre de 2010
Post 1000: Cine peruano y público esquivo
jueves, 21 de octubre de 2010
Los muertos, de Lisandro Alonso
¿Qué cuenta “Los muertos”? La historia de un regreso a casa. Es decir, el reencuentro de un hombre con un espacio y unas personas.
El hombre sale de prisión y va al encuentro de su hija. Para hacerlo recorre un vasto territorio, camina por la selva, aborda una canoa, surca un río, mata un animal para sobrevivir, bebe mates, cumple un itinerario. No hay mayores explicaciones acerca de su pasado, pero tampoco sobre su futuro. Si alguna intriga se va creando, es mínima o irrelevante. Lo que importa es seguirlo en su trayectoria viéndolo hacer cosas cotidianas como si fuese la primera vez que las hace. Importa el registro del encuentro con los grandes horizontes, con el aire puro y el impulso del río.
No hay nada de Antonioni aquí. El de Argentino Vargas no es un paseo hastiado, ni su condición es la de esos personajes del italiano “que se ven condenados a la errancia y al vagabundeo (...) abandonados a algo intolerable que es su propia cotidianeidad", para decirlo como Deleuze.
Alonso traza la vectorial de la aventura elemental de un ser lacónico y violento, primitivo y explotado, que parte a la reconquista de la cotidianeidad perdida hace mucho para celebrarla en soledad, como un viejo cazador de la pradera. Es el relato de un Jack London desprovisto de intensidades y peripecias, de riesgos súbitos y de "llamados de la selva".
Sin destino escrito ni manifiesto, Alonso filma esa trayectoria en planos abiertos, sin descolocar al personaje, situándolo siempre en su entorno físico. Puede ser en medio de lo agreste o en un paisaje rural interrumpido por carreteras que dejan indiferente al personaje. Él sólo comprueba el hecho de estar libre con gestos mínimos: come un helado, copula mecánicamente con una prostituta, mata al animal. Sólo importa la vivencia del tiempo que pasa desembarazado del relato, del movimiento evidente, de la expectativa por lo que vendrá, del mandato narrativo. Fluencia temporal inscrita en cada encuadre y en cada plano-secuencia. En "Los muertos", el tiempo es un personaje más.
Ricardo Bedoya
martes, 19 de octubre de 2010
Muerte en Venecia: filmando el deseo
En 1943, la revista italiana “Cinema” publicó “El cine antropomórfico”. El texto lo firmaba un cineasta aún joven llamado Luchino Visconti. Al cabo de sesenta años, y a la luz de una obra culminada, sabemos que ese escrito de juventud se convirtió en una poética, una definición de una mirada sobre el mundo y un estilo cinematográfico distintivo.
Visconti decía allí:
"... La experiencia me ha enseñado que el peso del ser humano, su presencia, es la única “cosa” que colma el fotograma. El más humilde gesto del hombre, su paso, sus dudas y sus impulsos dan poesía y vibración al entorno que los circunda y en el que se insertan” (“Cinema” n. 173-174, del 25 septiembre-25 octubre de 1943)
El director que degustaba la carnalidad de sus actores, el esteta atento a cada detalle del decorado, el hombre capaz de dar cuenta de los tumultuosos -pero también de los imperceptibles- cambios que anuncian el fin de las estirpes, apostaba por lo humano como presencia y encarnación de la historia.
¿Pero cómo fotografiar la presencia del hombre, su cuerpo y su fantasía, cómo filmar su deseo, cómo mirar su andadura?
“Muerte en Venecia”, la adaptación de una “nouvelle” de Thomas Mann, da pistas para hallar esa respuesta. En ella, Dirk Bogarde encarna a un músico que pasa por una crisis. Ha sufrido una tragedia personal y no encuentra el impulso ni la inspiración para escribir y componer. Decide ir a Venecia a pasar un tiempo de vacaciones, que le sirva además como un modo de reencontrar la armonía perdida.
Una noche, antes de la cena, en un salón del lujoso hotel veneciano, mira casi al desgaire el entorno y descubre a una numerosa familia. La preside la estatuaria madre, encarnada por Silvana Mangano, a la que rodean varios chicos y muchachas, sus hijos, de diversas edades. De entre todos, destaca un joven de trece o catorce años de cabello rubio, largo y suelto, con aspecto de efebo, que llama su atención.
Durante las siguientes dos horas de proyección, la película se convierte en el registro de una obsesión, la del hombre mayor por el muchacho, que Visconti convierte en desafío creativo y experiencia estética. “Muerte en Venecia” es una película sobre el deseo del hombre. El deseo de mirar, seguir, curiosear, imaginar, fantasear, invadir la intimidad de un personaje. El deseo como fantasma, como posibilidad abierta, como antesala permanente de una realidad que, al cabo, no llega.
Pero, ¿qué es lo que da a “Muerte en Venecia” un estatuto especial entre las películas que han hablado del deseo? ¿A qué apela Visconti como modo de registro y filmación? ¿Cómo filma el deseo del hombre?
Lo hace con una divisa técnica e inventando un dispositivo de la mirada.
Visconti emplea la técnica de la focal variable, o zoom, como la expresión visual de un deseo que se expande, y como la encarnación de una mirada lejana que posee a su objeto. Sabemos que la focal variable ofrece la impresión visual de un objeto o de un cuerpo que se acerca y se pone en primer plano, aun cuando en realidad mantenga gran distancia física del objetivo de la cámara. El zoom tiene la potencia de atraer la imagen distante para ponerla cerca de la mirada, incluso a costa de difuminar los fondos, borrando la profundidad del campo visual. Esta característica es central en el modo viscontiano de filmar el deseo que, en “Muerte en Venecia”, se mantiene siempre a la distancia. Los personajes nunca intercambian palabras; menos aún, un roce o un toque. Sólo importa la mirada lejana y la distancia física vencida por la trayectoria del zoom. La figura del muchacho se acerca, nítida, sobre un entorno borroso. El viaje del zoom, convertido en expresión material de la mirada deseante, trayectoria del espacio que se recorta y esfuma, equivale al de la mirada distante, concentrada sólo en la captura del detalle. Y ese detalle, como el cuerpo y el gesto de Tadzio, es lo que el músico posee de su objeto de deseo. Lo posee a la distancia, focalizado, recortado del entorno. El zoom, lente tantas veces empleado de modo basto y mecánico, se convierte aquí en expresión visual de la potencia del deseo.
Ricardo Bedoya
Feliz y fugaz levedad. Los cortos de Gonzalo Ladines
Los cuatro cortos, a pesar de sus diferencias argumentales y estilísticas, tienen sustanciales elementos en común. Figuras de ingravidez los habitan. Un día, una chica, comienza y culmina con la imagen de una mariposa de cristal colgada de un hilo. En DO-MIN-GO, el vapor invade el baño turco empañando el vidrio a través del cual observábamos instantes antes a unos amigos, solo aparentemente inmóviles, en realidad íntimamente inquietos. En Rumeits, mientras la pareja conversa en el malecón, al fondo distinguimos un parapente flotando en el cielo. La levedad y el tiempo detenido predominan en estos relatos protagonizados por jóvenes, personajes en suspenso entre la niñez que ha terminado y la adultez que los reclama. El reclamo de la madurez, que interrumpe el delicado estado de gracia, adquiere a menudo la forma de un timbrado. Sobre la imagen final de la mariposa colgada, en Un día, una chica, escuchamos el tono perentorio de un teléfono; en Jacinta y la sangre el mismo ruido anuncia la llegada del intruso que perturbará el limbo que habitan los hermanos incestuosos; el sonido se repite al terminar Rumeits: es la madre quien llama, y el protagonista decide postergar su respuesta.
Ese tiempo suspendido que se quiere preservar puede parecer vacío, pero –en realidad- está lleno de sensaciones, de miradas furtivas, de deliciosa tensión entre los cuerpos, de música, silencio o diálogo, y de citas cinéfilas un poco a la manera de la Nouvelle Vague. En Un día, una chica no hay palabras, pero la protagonista viste y baila como Anna Karina; en Jacinta y la sangre los parlamentos son intencionalmente farsescos y se alude jocosamente a Psicosis de Hitchcock; en DO-MIN-GO se hace gala de un diálogo minimalista que recuerda a Jim Jarmush o Kevin Smith; y en Rumeits impera una verborrea graciosa e inteligente que homenajea a Woody Allen, Eric Rohmer y Richard Linklater. El efecto, sin embargo, es similar en los cuatro cortos: El tiempo detenido se desea eterno mas se sabe precario; el disfrute moroso de la utopía se teme fugaz.
Los cortos de Gonzalo Ladines recuerdan a los filmes de la Nouvelle Vague no solo por las citas cinéfilas. Los evocan por el placer de hacer cine y de ser joven que transmiten; y por la fugacidad que sugieren: Fugacidad de la imagen y de la juventud. Son ingrávidos y gentiles como los mundos que gustaban a Machado, pero se hallan en la antípoda de la vacuidad. Ya Tarkovski recomendaba en Stalker ser leves como niños, y alertaba que conforme envejecemos vamos adquiriendo el peso del cadáver que seremos. Los cortos de Ladines –como sus personajes- no ignoran a la muerte, pero la hacen esperar con gracia y estilo. Están llenos de vida.
Emilio Bustamante
lunes, 18 de octubre de 2010
Orson Welles, 25 años después
“Poder es poder hacer”, dice la máxima. Es poder acumular, por ejemplo, como Kane lo hace. El magnate de la prensa es producto de su medio, esa América acumulativa, supernumeraria. El pequeño Kane que quiere conservar los juguetes de su infancia es el adulto que construye Xanadú, gran depósito de todo lo creado por la imaginación del hombre. El niño que queda paralizado en su desarrollo emocional al ser separado de sus padres de sangre es el que resulta confiado a un gran padre sustituto: el banco, garante de una cultura exacerbada de acumulación. En la antesala de su acceso al mundo de lo simbólico, Kane sólo conserva el nombre del trofeo que lo vinculó con lo imaginario, ese trineo que dejó sobre la nieve. El magnate Kane construye un gran edificio sin piedra basal y la acumulación se convierte en posesión fáctica, fetichismo, obsesión por guardar y manipular. Es decir, exhibición de poder. La relación con los objetos es el anverso de la atrofia de los sentimientos.
Orson Welles siempre filmó hombres construyendo imperios sobre cimientos de barro. Como Macbeth y Otelo, que pagan por los impulsos incontrolados de su poder personal. O como el monstruoso Quinlan de “Sed de mal”. O como Arkadin, hombre de mil rostros, su personaje más opaco, misterioso y atractivo.
Exiliado en Europa, abandonado por los productores, expulsado de Hollywood, dejando inacabada una película luego de haber frustrado la anterior, Welles conoció los contrastes del poder, que empieza a diluirse cuando parece estar en el ápice de su gloria. Sólo le quedó la fascinación de la maquinaria del cine, “el tren eléctrico más maravilloso que se la haya dado a un adulto”, según lo definió. La prestidigitación como “Rosebud” y la truca del cine como ilusión del poder total: es el Welles omnisciente en sus comentarios en off, en su dominio del tiempo a fuerza de elipsis y raccontos, en su voluntad de marcar la mirada altiva y suficiente con el virtuosismo de los contrapicados, la amplitud de los planos secuencias o la densidad de los claroscuros, rasgos de un estilo "visible" que alarmó a los conservadores de Hollywood. Es decir, de ser intransigente aun en la caída.
sábado, 16 de octubre de 2010
El último exorcismo
viernes, 15 de octubre de 2010
Grizzly Man, de Werner Herzog
Werner Herzog registra esta extraña visión utópica con escepticismo. El cineasta, convertido en narrador de la cinta, repite que la armonía imaginaria buscada por Treadwell en su Arcadia animal no casa con su convicción personal de que el mundo está hecho de locura, desorden y caos. Como lo dejó en claro en cintas como “También los enanos empezaron pequeños” o “El enigma de Kaspar Hauser”, la mirada de Herzog descarta el orden como principio motor de la vida o como su resultado final. Para él, la naturaleza es hechura de un demiurgo caprichoso que creó un universo mostrenco poblado de seres humanos inacabados, a medio hacer, incompletos. Seres que pasan la vida tratando de compensar su destino a fuerza de desafíos, lanzando retos, pulsando con la naturaleza como para demostrarle que, a pesar de su menoscabo original, pueden ser mejores que ella. Vanos intentos.
El destino final de Treadwell, devorado por un oso, parece darle la razón a Herzog, demostrando que el hombre es incapaz de triunfar en su utopía privada y que el desorden natural, tarde o temprano, toma revancha contra él.
En una escena central de la película, Herzog recibe las cintas de audio que registran los últimos momentos de Treadwell, antes de ser atacado y destrozado por el oso. Cintas que registran los gritos y la desesperación de dos víctimas, ya que Treadwell fue muerto junto con una amiga. Los documentos sonoros son pruebas irrefutables de las tesis de Herzog sobre el caos triunfante sobre cualquier proyecto de orden. En otra película, esas cintas se hubieran convertido en pico dramático y llamado sensacional, en una versión verista de la fraudulenta "Holocausto caníbal".
Ricardo Bedoya
Las armonías de Werckmeister
“Y ahora, veremos una explicación que nos ayudará a comprender, incluso a gente sencilla como nosotros, el significado de la inmortalidad. Lo único que os pido es que caminéis conmigo por la inmensidad en la que la constancia, la quietud y la paz, reinan en un vacío infinito”. János Valushka, Armonías de Werckmeister (…) “Todo es mucho más grande. El ser humano no es más que una muy pequeña parte del cosmos”. Béla Tarr.
Lugar: Cineclub de la Universidad Peruana Cayetano Heredia. Casa Honorio Delgado: Av. Armendáriz 445, Miraflores.
jueves, 14 de octubre de 2010
22 Festival del Cine Europeo
El Festival proyectará medio centenar de largometrajes, tanto de ficción como documentales. Asimismo, se exhibirá la muestra “Vuelta a Europa en Cortometrajes Eurochannel” y se proyectarán dos películas del director suizo Oliver Paulus.
Se presentan dos homenajes: al director alemán Christoph Schlingensief y al actor español José Luis López Vázquez. También se presentará una sección llamada “Fascinación europea por el Perú”, con ficciones y documentales filmados en nuestro país.
LAS PELÍCULAS
BÉLGICA: Hop (2002), dirigida por Dominique Standaert.
Daens (1992), de Stijn Coninx
El documental Pioneros del oro verde – El poncho verde de los Andes del Perú (2010) Altiplano (2009), de Peter Brossens y Jessica Hope Woodworth.
AUSTRIA: Marzo (2008), de Klaus Händl.
REPÚBLICA CHECA: Tobruk (2008), de Václav Marhoul.
DINAMARCA: Después de la boda (2006), de Susanne Bier
El arte de llorar en coro (2006), de Peter Schønau Fog.
ALEMANIA: El capitán de Kopenick (1956), de Helmut Käutner
Schiller (2005), de Martin Weinhart
Réquiem (2006) de Hans-Christina Schmidt
Tormenta (2008/09) de Hans-Christina Schmidt
Flores de cerezos (2008), de Doris Dorrie
El segundo sueño (2009), de Christoph Schlingensief
GRECIA: El Greco, de Iannis Smaragdis
Suecia: Mariposas (2007), de Kjell Åke Andersson
PAÍSES BAJOS: Puede atravesar la piel (2009) de Esther Rots.
ESPAÑA: Los jueves, milagro (1957), de Luis García Berlanga.
El Cid: la leyenda (2003), de José Pozo.
Caótica Ana (2007), de Julio Medem
Camino (2008), de Javier Fesser
Tiro en la cabeza (2008), de Jaime Rosales
Retorno a Hansala (2008), de Chus Gutiérrez.
FRANCIA: La puritana (1986), de Jacques Doillon
Creo que la quiero (2006), de Pierre Jolivet
Cuscús (La graine et la mulet, 2007), de Abdellatif Kechiche
La chica de Mónaco (2008), de Anne Fontaine
La voz de los Andes (2008), de Stéphane Pachot y Sébastien Jallade
HUNGRÍA: El hombre de Londres (2007), de Bela Tarr
RUMANIA: La muerte del señor Lazarescu (2005), de Cristi Puiu
FINLANDIA: El fruto prohibido (2009), de Dome Karukoski
POLONIA: Katyn (2008) de Andrzej Wajda
La casa del mal (2009), de Wojciech Smarzowski
Operación Danubio (2009), de Jacek Glomb
Con el corazón en la mano (2008), de Krysztof Zanussi
PORTUGAL: Zapatos negros (1998), de João Canijo
El Delfín (2002), de Fernando Lopes
Dot.Com, de Luis Galvão Teles
REINO UNIDO: La joven Jane Austen (2007), de Julian Jarrold
Buscando a Eric (2009), de Ken Loach.
SUIZA: Cuando llegue mi hombre (2003) y Nos volveremos a ver (2006). De Oliver Paulus.
LAS SEDES
Lima:
- Filmoteca PUCP – Sala Azul del Centro Cultural PUCP
- Alianzas Francesas de Miraflores, Jesús María, La Molina, Los Olivos y San Miguel
- Centro Cultural de España
- Instituto Italiano de Cultura
- Centro Cultural Peruano Británico de Miraflores
- Cine Club del Banco Central de Reserva
- Instituto de Ciencias y Humanidades / Centro Cultural ADUNI (Breña y Villa El Salvador)
- Cine Club San Martín de Porres
- Universidad Nacional Agraria La Molina
- Universidad del Pacífico
- Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas – UPC
- Ventana Indiscreta de la Universidad de Lima
- Vichama – Centro de Arte y Cultura
- Campus de la Pontificia Universidad Católica del Perú
- Museo de Arte de Lima – MALI
- Casa Rural Warmakuyay de Pachacamac.
Regiones:
- Alianzas Francesas de Arequipa, Cusco, Iquitos, Piura, Trujillo, Chiclayo y Huancayo
- Instituto Cultural Italo-Peruano de Arequipa
- Instituto Cultural Peruano-Alemán de Arequipa
- Universidad Nacional del Centro del Perú, Huancayo
- Centro Cultural de la Universidad Nacional Continental, Huancayo
- Campus de la Universidad Continental, Huancayo
- Estudio Club, Cusco
- Museo del Convento de Santo Domingo - Qorikancha, Cusco
- Universidad Privada del Norte, Trujillo y Cajamarca
- Universidad Peruana Antenor Orrego – UPAO, Trujillo
- Instituto Nacional de Cultura, San Martín, Cajamarca y Chiclayo
- Universidad Católica Santo Toribio de Mogrovejo, Chiclayo
- Centro Cultural de la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga, Ayacucho
miércoles, 13 de octubre de 2010
Zodiac, de David Fincher
"Zodiac", de David Fincher, es una película opaca, irresuelta, de exposición morosa, analítica, que apunta a líneas dispares del cine criminal pero sin afiliarse a ninguna. Pero esas características no son limitaciones; al contrario, le dan singularidad a un filme que parece llegado de otra época.
Llegado de los años setenta, tal vez, cuando algunas películas norteamericanas se podían dar el lujo de ser reflexivas, informativas, maduras y se alejaban de esos estándares de emoción que son camisas de fuerza hoy. Los antecedentes de "Zodiac" hay que buscarlos en algunas películas de Alan Pakula, Sidney Pollack, Francis Coppola y, sobre todo, Sidney Lumet, apasionados por el tema de la investigación más allá del deber y de las posibilidades racionales de éxito y enganchados con el asunto de la paranoia, de la observación permanente, de los laberintos de la verdad y las apariencias, de la amenaza criminal que lo contamina todo y de la sociedad como panóptico, construida con el dispositivo de una mirada omnipotente en la que todos se vigilan sin conocerse.
Y es que "Zodiac", como "La conversación", de Coppola, o "Los tres días del Cóndor", de Pollack, "The Parallax View", de Pakula, "The Anderson Tapes" y, luego, "El príncipe de la ciudad", de Sidney Lumet, es heredera del gran cineasta de la culpa difusa, de la verdad esquiva, de los mensajes cifrados, de las ciudades asoladas por el miedo, de la investigación como un laberinto en el que los indicios rebotan y se desvían como en una sala de espejos: de Fritz Lang.
Como en el Lang de "Mientras la ciudad duerme" o "Más allá de una duda razonable", en "Zodiac" no importan las conclusiones ni el "whodunit" (la resolución final con la identificación del culpable) sino la trayectoria, el camino, las vías de una dramaturgia hecha de hipótesis que se reformulan, conversaciones que dan materia y textura a la película y pistas que llevan sólo a otras pistas. Es un recorrido mental, no físico, en el que predominan las dimensiones discursivas y los flujos temporales que van gestando hechos, descartando hipótesis, acumulando incertidumbres. La película extiende su relato porque busca que compartamos los vericuetos de una pesquisa tentativa que descubre los cambios de la sensibilidad ciudadana frente a los crímenes y la presencia de Zodiac: del terror se pasa al aprovechamiento mediático, a la construcción de la mitología del asesino serial, al desgaste de la investigación, a la insistencia obsesiva del periodista, al olvido colectivo, a la memoria que se diluye.
"Zodiac" es una película sobre el trauma social provocado por el miedo y sobre el modo en que lo procesa el tiempo y la historia; una docu-ficción o una ficción documentada, a la manera de un dossier, sobre la ciudad de San Francisco, sobre su duelo inicial y sobre las heridas dejadas por un asesino que, para la mayoría, acaba convertido en personaje de ficción, en villano psicópata y enardecido, en amenaza imaginaria: el Scorpio enfrentado a "Harry el sucio" en la gran película de Don Siegel con Clint Eastwood. Las dos horas cuarenta de duración de "Zodiac" forman parte de la extensión del laberinto y dan cuenta de la dificultad o imposibilidad de salir de él.
"Zodiac" se asienta sobre la ausencia de suspenso, que es la materia prima del thriller. O, mejor, sobre la decepción de las expectativas del suspenso. David Fincher dinamita el clima de sórdida amenaza que fue la marca de "Pecados capitales" ("Se7en"), su película más conocida. Allí dio su examen virtuoso de montaje tenso, fotografía desaturada y metálica y clima de miedo casi apocalíptico. Era una película de género a diferencia de "Zodiac", que se resiste a las convenciones genéricas y a las clasificaciones.
El tratamiento de los asesinatos, en relación al resto de la acción, es ejemplar al respecto. Los ataques de Zodiac son breves, acotados, filmados con un sentido de lo ineluctable que apunta a la tensión dramática pero no al suspenso: la única expectativa es la de saber en qué momento apretará el gatillo el asesino, ya que el crimen mismo es una conclusión conocida. La fotografía juega con las sombras de la amenaza; todo es equilibrado, medido, directo, con la luminosidad de la que carecen los indicios y los jeroglíficos del criminal. No existen las consabidas escenas de frenesí policial y caza al hombre. La película se encierra entre las oficinas del diario u otros espacios para cotejar pruebas, ventilar suposiciones, discutir el impacto de lo que pasa afuera, volver a fojas cero y recomenzar.
Se cancela la posibilidad del thriller para jugar con las variaciones del drama ambientado en una redacción periodística. Las convenciones del filme de investigación sucumben en una montaña de signos e informaciones contradictorias. "Zodiac" está más cerca de "Serpico" o de "Todos los hombres del presidente" que de "Copycat" o "Pecados capitales".
Fincher y su guionista James Vanderbilt retoman la figura de Zodiac como signo de una época, de esos años finales de los sesenta e inicios de los setenta, pero a la vez como síntoma de un malestar actual, el del terror agazapado, incierto, cifrado, causa de las reacciones paranoicas de protección a la seguridad colectiva, luego del 11 de setiembre. Zodiac es signo de interrogación y misterio permanente.
Ricardo Bedoya
martes, 12 de octubre de 2010
Nacido para matar, de Stanley Kubrick
Se ha estudiado poco la relación de Kubrick con los géneros, a los que apeló desde su primera cinta con una contradictoria actitud de sumisión a sus reglas generales y escepticismo frente a lo particular o específico de ellos. Kubrick, racionalista y enfático, dio cotidianeidad a la ciencia ficción, explicó la psicología y la geometría del horror, sustentó los conflictos de clase del peplum, agrió el humor político y nos convenció que los filmes de época podían perder su natural gracia y dinamismo (adiós Cottafavi, Fredda, George Sidney) para convertirse en ilustres "conversation pieces". En Nacido para matar (Full Metal Jacket) conduce al cine bélico, ese territorio del peligro y el miedo a lo desconocido que le debe por partes iguales a la aventura y al drama humano, a un campo de enfrentamiento pulsional, donde los atavismos rondan sueltos.
Nacido... es una película partida en dos, como otras de Kubrick, lo que llevó a Gilles Deleuze a compararlas con los hemisferios cerebrales. En la primera parte seguimos con detalle el entrenamiento militar de un grupo de marines en Parris Island. El instructor aplica el tratamiento Ludovico al revés. Si al Alex de Naranja mecánica se le querían extirpar los resortes de la agresividad, aquí se convocan los gérmenes de la violencia y el instinto de matar. La situación evoca la de otras películas de aprestamiento castrense, como Forja de valientes (Take The High Ground, de Richard Brooks), pero con una diferencia: el sargento instructor (Lee Ermey) hace las veces de Richard Widmark, pero luego de recibir una sobredosis de esteroides y anfetaminas. Se pasea, además, erguido, desafiante, penetrante, mostrado en ligero contrapicado; es, en una palabra, la encarnación del falo. Sus órdenes, proclamas, insultos y agresiones crean un discurso crispado pero hipnótico que satura la banda sonora, mientras Kubrick firma cada imagen: se suceden los travellings que penetran el campo visual perfilando unas líneas de fuga dilatadas por el gran angular. Los reclutas se ven encajonados, encarrilados, incapaces de escapar a un destino programado: serán máquinas de exterminio. La fuerza de ese segmento nace de una geometría de choque, de la puesta en escena que es, en realidad, la puesta en orden de algún recóndito laberinto geométrico y cerebral.
En la segunda parte, los marines –programados para su misión- parten hacia un Vietnam que se debate durante la ofensiva del Tet. No es el Vietnam infernal de El francotirador, ni el alucinatorio de Apocalipsis ya, ni el de la crispación y la inexperiencia de los jóvenes reclutas de Pelotón. Allí, toda la disciplina del género se relaja y el relato se disuelve en un archipiélago de incidentes diversos, que es síntoma de la confusión de los soldados y de su inicial cautela de ejecutar la orden “Enter” y ponerse a disparar.
Ricardo Bedoya
lunes, 11 de octubre de 2010
Babel, de Alejandro González Iñárritu
El año 2000, el mexicano Alejandro González Iñárritu hizo su mejor película, “Amores perros”. Narraba tres historias: la primera, notable en fuerza y acabado; la segunda, sofocante, obsesiva, claustrofóbica; la tercera, didáctica y subrayada. Una cinta irregular, pero contundente en su tratamiento directo, seco, visceral.
En sus dos cintas siguientes, “
“Babel” es una disforzada pirueta del guionista Guillermo Arriaga, afanoso constructor de artefactos artísticos a toda prueba a fuerza de apurar coincidencias y encontrar intersecciones entre dos o más caprichos narrativos, conectándolos para redondear la idea superlativa: en el “Babel” de un mundo desconectado, sólo es posible encontrarse en la flaqueza común, la desgracia inminente, el dolor súbito, la incomunicación inevitable, sea cual fuere el lenguaje, la grafía, el signo, el gesto, aun el del exhibicionismo impúdico.
La bala de un rifle de caza disparada con negligencia por unos niños pastores en Marruecos hiere a una turista norteamericana que ha dejado a sus hijos con una empleada mexicana en San Diego que pretende asistir a un matrimonio familiar llevando a los niños, de modo ilegal, a través de la frontera. Mientras tanto, en Japón, una chica sordomuda y urgida de sexo resulta hija del propietario original del arma que causa la desgracia. El batir de las alas de una mariposa en un lado del mundo provoca consecuencias inesperadas en el otro extremo del planeta mientras la cámara ubicua está allí, en el lugar preciso, para mostrarnos el ápice del cataclismo. La música, tonante, recuerda el sentido de la importancia con que “Babel” se contempla a sí misma.
En este viaje turístico por el dolor humano globalizado, las desgracias son el producto de torpezas imperdonables, descuidos increíbles y la ignorancia de los más débiles. Los estereotipos se hilvanan para propinar puntapiés emocionales aquí y allá. Cate Blanchett y Brad Pitt son conmovedores desde la primera imagen a causa del trauma con un hijo muerto, lo que los protege de cualquier sospecha de “parti pris” antiyanqui; la empleada mexicana luce más amorosa con los niños hueros que Sara García en un melodrama de los años cuarenta, lo que suprime la posible sospecha de segunda intención en sus actos; Gael García Bernal es tan afable en la fiesta con tacos, gallina decapitada y disparos –puro color local teñido en el Canal de las Estrellas-, que resulta imposible imaginar que su ebriedad al pasar la frontera no sea más que un impulso errado de supervivencia. La pura negligencia es la que convoca el dolor del mundo. Los “malos” resultan tan sumarios como el obeso turista norteamericano que pretende dejar a Cate Blanchett en medio de marroquíes con pinta de talibanes, o como el policía que la emprende a patadas contra los campesinos. Es decir, si el dolor del mundo se produce por imprudencia, la maldad se reproduce por prejuicio. Toda una filosofía.
Por cierto, el sufrimiento mundializado se resuelve de modo favorable para algunos –los niños norteamericanos son encontrados- y mal para otros: uno niño marroquí es baleado en una escena de patetismo incalificable, mientras la “nana” mexicana regresa al lugar del que salió. El dolor es un recurso que se reparte por partes iguales, pero la reparación no es equitativa: ¡otro mensaje de González Iñárritu!
A pesar de todo, “Babel” es mejor que “Alto impacto” (“Crash”), de Paul Haggis, a la que se asemeja en varios aspectos. Y lo es, porque González Iñárritu posee más oficio: aprovecha la aridez de los paisajes y los contrasta y opone con pertinencia; amplía la imagen en 16mm en las secuencias mexicanas para crear saturación del color y apiñamiento; recorre los espacios planos, sin profundidad de campo, de los interiores japoneses, con su protagonista ensimismada buscando abrirse a otros, en la más sugestiva de las historias de la cinta, aunque la más desgajada del conjunto. Es mejor también porque aquí los actores destacan, sobre todo los niños marroquíes y Adriana Barraza.
Ricardo Bedoya
domingo, 10 de octubre de 2010
Window Water Baby Moving, de Stan Brakhage
Para Stan Brakhage, filmar el nacimiento de un hombre requiere de un acto previo: despojar al cine de las convenciones adheridas en cien años de industria. Es decir, afirmar su capacidad de registro documental, de captura fotográfica en bruto conservando las asperezas, contratiempos e imperfecciones del rodaje, esquivando el relato, guardando las tomas sobreexpuestas y los contraluces, con la luz a ratos escasa y a ratos sobreexpuesta, dando la espalda a los imperativos de la construcción, suprimiendo la voz del narrador, la música o los ruidos, despreocupándose de la luz calibrada, la foto luminosa y el foco definido.
Registrar el nacimiento supone la vuelta a lo más elemental y primario, al registro de la intimidad, a la exhibición del grano de la imagen y a marcar la presencia de la cámara en posiciones impremeditadas, exigidas, inciertas, como “Window Water Baby Moving”.
Para Brakhage no se puede hacer ficción en torno al registro de un nacimiento. Sólo se puede premeditar su registro “del natural”, recuperando para la cámara el carácter primordial de "tomavistas". Un registro que limita con lo obsceno, con lo que no suele mostrarse para evitar enojo o incomodidad o no se muestra con tales “imperfecciones” de acabado técnico. La película de Brakhage, con un mínimo dispositivo de mirada, celebra el goce del nacimiento del niño, pero también celebra, con satisfacción casi narcisista, la presencia del padre convertido en cámara-ojo. Su ansiedad es la de la cámara y su nerviosismo también.
La impresión es de confusión y de exaltación a la vez. En medio de lo rudimentario se apunta el lirismo. El lirismo de lo íntimo junto con el rigor del testimonio. La película muestra el nacimiento de un individuo y la cámara está ahí para registrar el hecho en lo que tiene de común y para celebrarlo en lo que tiene de extraordinario.
Ricardo Bedoya
Shara, de Naomi Kawase
La japonesa Naomi Kawase empezó haciendo sus películas en Súper
La fascinación que provoca “Shara” es la misma que sentimos ante una llamada de lo desconocido. La cámara se mueve en travellings sonámbulos que parecen avanzar atraídos por una luz en la noche o acaso por un ruido lejano y de fuente incierta. La película tiene un cauce sinuoso, un tránsito como estremecido y un derrotero incierto. La banda sonora deja escuchar golpes, ecos y murmullos que no encuentran justificación en el encuadre o en la acción. Las imágenes son nítidas y las apariencias son de plena y soleada realidad, pero nunca ofrecen la neta impresión del realismo porque en el centro hay un misterio al que no se puede penetrar. Como el de la desaparición del niño al que vemos allí, despreocupado, jugando con su hermana, y que en un instante se desvanece. Kawase filma sólo reflejos, apariencias y sombras, consustanciales al cine. Por eso, “Shara” es espectral.
Ricardo Bedoya
viernes, 8 de octubre de 2010
Van Gogh, de Maurice Pialat
Maurice Pialat se cuida de la lección de historia, del patetismo biográfico, del guiño retrospectivo para especialistas o aficionados de la obra del pintor. No hace pictoricismo, ni intenta mimetizar el estilo del filme a los rasgos intensos de una obra, ni realiza una película sobre el trabajo del pintor, sobre el gran hombre convertido en estrella o personaje, sobre sus obsesiones o crispaciones, como era el caso de "Sed de vivir", de Vincente Minnelli. Tampoco sobre un mundo transmutado por los ojos del artista.
El "Van Gogh" de Pialat muestra a un hombre que vive y pinta sin hacer ostentación de nada. Importan los gestos cotidianos cogidos al desgaire por una cámara atenta a los cambios de la luz, a la fluencia del río, al baile jubiloso y popular, al reposo luego del almuerzo campestre. Al tiempo que pasa. Es el registro, casi la crónica, de una intimidad contrastada con la mirada global de lo que pasa en el mundo, allá lejos. La visita rutinaria al burdel pesa tanto como los hechos y noticias de la C
Para Pialat, Van Gogh es un hombre de entonces y de ahora. La apariencia del actor Jacques Dutronc es fundamental: reemplaza el carisma, el parecido físico y la fotogenia por un talante fibroso, hosco, común. La ambientación de época es apenas un signo que remite al pasado. El mobiliario, vestuario, decorados, y hasta los diálogos, tienen la textura de lo usual, de lo vigente en ésta o en cualquier época.
Ricardo Bedoya
La tumba de las luciérnagas
“La tumba de las luciérnagas”, de Isao Takahata, es un filme de itinerario que se convierte en fábula moral sobre el horror y la belleza como experiencias básicas para el aprendizaje de la vida. Por un lado, la película evoca las travesías físicas y morales de las cintas del neorrealismo italiano de la inmediata postguerra. Vemos a los dos niños protagonistas recorriendo un paisaje devastado por la guerra mientras aprenden a sobrevivir pero también a morir. El recuerdo de “Alemania, año cero” o de “Europa
Y es que en “La tumba de las luciérnagas, como en las películas de Rossellini, nos vinculamos, solidarios, con la mirada aterrada y perpleja de los niños hacia una agresividad que no entienden ni explican porque es excesiva, gratuita, casi inimaginable. Ante ella sólo cabe alimentar el recuerdo de la madre ausente, refugio imaginario constante, centro de un trabajo de duelo que no acaba. Para los niños es imposible deshacerse de la figura materna perdida porque ella se actualiza a cada paso en la destrucción de su entorno. “La tumba de las luciérnagas” presenta un escenario apocalíptico de ruinas y exterminio, pero coloca un filtro emocional entre esa “realidad” y su representación. La fuerza y el carácter perturbador del filme se sustentan en una rigurosa equidistancia entre la representación realista y la deriva onírica. Las grafías del filme de animación adquieren una cualidad que media entre el fresco realista y la fantasmagoría desbocada.
Las imágenes de Takahata nos permiten asistir a la representación de los hechos más terribles y conmovedores sin que nuestra visión crítica quede sofocada. Aceptamos la salvaguarda de la convención del trazo gráfico y la esencial irrealidad que aporta el uso de las técnicas de la animación, lo que conduce al pacto que establecemos con ella al dar fe de su verosimilitud. Hasta la potencia emocional de una historia como la narrada por “La tumba de las luciérnagas” se hace admisible y próxima.
Los protagonistas recorren un espacio baldío y lo hacen hasta la extenuación; sólo les resta caer vencidos por la inanición. Hay una dimensión física, áspera, cotidiana, en la figuración de estas dos siluetas atravesando un mundo hostil. Y en el medio, se crea un lugar para la descripción de lo imaginario. Los bombardeos, el fuego, el esfuerzo físico y la hostilidad del mundo conviven con la luz de las luciérnagas. Es como si un puñado de imágenes de naturaleza fotorealista se hubiera liberado al fin de su sustento documental para transfigurarse en trazos, líneas y colores animados, puros destellos de violencia y poesía.
La puesta en escena de la película sigue una trayectoria que refuerza la impresión de alejamiento de las servidumbres del realismo. Al inicio, vemos a los personajes en su entorno en una suerte de simulacro documental o testimonial. La cámara sigue sus travesías y el relato informa del modo en que sus vidas van a alterarse para siempre. Luego viene un giro introspectivo: la cámara se aproxima a los personajes para enfrentarlos a sueños, evocaciones y pesadillas; los recuerdos de la madre y las luces de las luciérnagas se funden. En el tercer tiempo, están ya inmersos en un espacio imaginario; sin embargo, las luciérnagas tienen la consistencia de lo sólido, lo concreto, lo tangible. La dinámica del relato se basa en la alternancia entre violencia y reposo, tranquilidad y sobresalto, es decir, entre la luz del fuego y el brillo de las luciérnagas. Como ocurre también en “Flores de fuego”, de Takeshi Kitano, o en algunos episodios de los “Sueños”, de Akira Kurosawa, en las que la muerte y la violencia coexiste con el color de los cerezos y el sabor del saké.
Ricardo Bedoya
jueves, 7 de octubre de 2010
Mario contra Sophia
"Ni el más generoso espectador resiste en estado de absoluta ecuanimidad esta cinta chabacana, disparatada y trivial. Existiendo en Lima una junta permanente de Censura para todos los espectáculos, es absolutamente irrisorio que los miembros de ésta limiten su actividad únicamente a degollar bárbaramente los rollos de los films franceses, y que no interpongan su autoridad para exigir de los cines de estreno que excluyan cintas que, como la presente, adolece del más incipiente sentido artístico."
Vargas Llosa y el cine
Cómo se hace cine en el Perú
martes, 5 de octubre de 2010
Tango, de Carlos Saura
Ese oscuro objeto del deseo
Todo transcurre en esa zona fronteriza entre el perfecto clasicismo de cada uno de los encuadres y movimientos de la cámara -ajustados, sobrios- y el sabotaje de las reglas aceptadas de verosimilitud en la narración y representación. El uso de dos actrices para el mismo papel puede resultar sorprendente al inicio porque remite a la inquietud y el vértigo del doble, pero en seguida se convierte en el engranaje de un mecanismo natural, que descubre el juego de máscaras, el cambio permanente de rostros y vestidos, de andares y gestos que le dan a Ese oscuro objeto del deseo un lado perverso, de juego erótico que no tiene fin.
En el desarrollo de la cinta se mezclan dos modos de exposición: aquel que simula el relato lineal, ordenado, lógico, con pausas, giros y suspense, similar al que narra Fernando Rey ante la corte de curiosos del tren. Y otro, el verdadero motor de la ficción, que es antojadizo, fantasmal, hecho de lapsus, imágenes que se repiten, situaciones reiteradas.
Ese oscuro objeto del deseo cierra un círculo en la obra del realizador, al actualizar asuntos que ya estaban en la primera cinta de Buñuel: la imposibilidad de consumar el acto con la mujer fantaseada, avatar de un tema que recorre todo el cine de Buñuel, como tensión irresuelta entre la realidad y el deseo.
viernes, 1 de octubre de 2010
Smorgasbord, de Jerry Lewis: el cuerpo doloroso
En su última película, Smorgasbord (titulada aquí Más loco que un plumero) Jerry sufre un aluvión de agresiones de su entorno y lo vemos impotente ante todo: no puede deshacerse de una carcocha ni responder con corrección a una camarera de restaurante que lo acosa con preguntas impertinentes. Entra al consultorio de un psicoanalista, se da quince porrazos antes de llegar al diván y ni siquiera puede mantenerse sentado en un silla que lo expulsa. Sólo el diván de Freud lo sostiene y resiste. Responde balbuceante a la terapia y sólo le resta eliminarse. Pero el suicidio también le es esquivo. Se tira al vacío, pero rebota.