Interesante artículo publicado en "The New Republic" sobre "Amour", de Michael Haneke, que se estrena mañana, y un sistema de producción basado en fondos estatales que está en riesgo. Lo pueden leer aquí.
miércoles, 27 de febrero de 2013
Amour y un sistema de producción en peligro de extinción
Interesante artículo publicado en "The New Republic" sobre "Amour", de Michael Haneke, que se estrena mañana, y un sistema de producción basado en fondos estatales que está en riesgo. Lo pueden leer aquí.
Nacido para matar
Se ha estudiado poco la relación de Kubrick con los géneros, a los que apeló desde su primera cinta (la renacida “Fear and Desire”) con una contradictoria actitud de sumisión a sus reglas generales y escepticismo frente a lo particular o específico de ellos. Kubrick, racionalista y enfático, dio cotidianeidad a la ciencia ficción, explicó la psicología y la geometría del horror, sustentó los conflictos de clase del peplum, agrió el humor político y nos convenció que los filmes de época podían perder su natural gracia y dinamismo (adiós Cottafavi, Fredda, George Sidney) para convertirse en "conversation pieces".
En "Nacido para matar" convierte el cine bélico, ese territorio del peligro y el miedo a lo desconocido que le debe por partes iguales a la aventura y al drama humano, en un campo de enfrentamientos pulsionales, donde los atavismos rondan sueltos.
"Nacido para matar" es una película partida en dos, como otras de Kubrick, lo que llevó a Gilles Deleuze a compararlas con los hemisferios cerebrales. En la primera parte seguimos con minucioso detalle el entrenamiento militar de un grupo de marines en Parris Island. El instructor aplica el tratamiento Ludovico al revés.
Si al Alex de "Naranja mecánica" se le querían extirpar los resortes de la agresividad, aquí se insertan los gérmenes de la violencia y el instinto de matar. La situación evoca otras películas de aprestamiento castrense, como "Forja de valientes" ("Take The High Ground", de Richard Brooks), pero con una diferencia: el sargento instructor (Lee Ermey) hace las veces de Richard Widmark, pero luego de recibir una sobredosis de esteroides y anfetaminas.
De configuración fálica, el erecto sargento penetra el espacio de la cuadra militar vociferando órdenes, proclamas, insultos y agresiones. Expresiones que crean un discurso crispado e hipnótico que satura la banda sonora, mientras Kubrick firma cada encuadre: se suceden los travellings que perfilan el campo visual con unas líneas de fuga dilatadas por el gran angular. Los reclutas están ahí encajonados e incapaces de escapar a su destino programado de máquinas de exterminio. La fuerza de ese segmento nace de la geometría formal de la puesta en escena.
En la segunda parte, los marines programados para su misión y listos para asumir la segunda naturaleza de lo humano –hacia lo regresivo y lo más violento- parten hacia un Vietnam que se debate durante la ofensiva del Tet. No es el Vietnam infernal de El francotirador, ni el alucinatorio de Apocalipsis ya, ni el de la crispación y la inexperiencia de los jóvenes reclutas de Pelotón. La disciplina del género se relaja y el relato se disuelve en un archipiélago de incidentes diversos, síntoma de la confusión de los soldados y de su inicial cautela de ejecutar la orden “Enter” y lanzarse a disparar.
Es un Vietnam irreal, con más recovecos que el hotel Overlook de "El resplandor". Una versión expansiva del universo concentracionario de la primera mitad y un paisaje de la mente, recreado en un estudio londinense, sembrado con palmeras de utilería y filmado con una paleta de colores fríos.
Los “educados para matar” siguen sus rutas en ese lugar minado e infestado de francotiradores encontrando expresión en el personaje de Joker (Matthew Modine, el del símbolo pacifista inscrito al lado de “born to kill”). Él resume las contradicciones que recorren la visión de Kubrick, al que fascina y repugna la guerra, ese hecho natural en el desarrollo del temperamento humano, amasijo de agresividad y tensiones. Joker “pasa al acto” en la antológica secuencia de enfrentamiento con la joven sniper. Repite entonces el gesto primordial del simio de "2001", convirtiendo el hueso en arma. El hombre, ese asesino natural, que luego marcha triunfal al son del himno del club de los sobrinos de Mickey Mouse.
Ricardo Bedoya
sábado, 23 de febrero de 2013
The Master
“The Master” es una película apasionante en su ambigüedad. Tiene un costado anómalo que la distingue de la producción corriente del cine de Hollywood y a la del cine independiente asimilado al "mainstream". Por eso, sin duda, la Academia la ha ignorado en la categoría de mejor película del año.
Esa anomalía la atraviesa de cabo a rabo.
La encontramos, en primer lugar, en su propia envergadura de producción. Si “The master” muestra el talante de una película costosa, filmada en 65 milímetros, según dicen los créditos de cola, lo hace para concentrarse mejor en la relación cada vez más estrecha, cercana y absorbente entre dos personajes: Freddie Quell (Joaquin Phoenix) y Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), el Apóstol y el prosélito, el Maestro y el creyente. Los métodos del espectáculo se ponen al servicio de lo íntimo; el gran formato se aplica para auscultar los rostros.
“The Master” empieza como una cinta histórica o una crónica de acentos sociales, anclada en un momento preciso de la cultura norteamericana del siglo XX. Es el final de la Segunda Guerra Mundial y escuchamos un discurso del General MacArthur. Vemos las secuelas de los traumas bélicos en los combatientes y su retorno a la “normalidad”, como en “Los mejores años de nuestras vidas”. Pero esa línea de desarrollo dramático se altera porque los retratos de Quell y Dodd exigen la concentración de los planos en una escala medida en términos cercanos y restringidos: los que permitan valorizar la corporalidad crispada de uno y la histriónica oralidad del otro.
La anomalía está también en el uso paradójico de una formidable fotografía de colores brillantes que acentúa las sombras profundas y los contrastes expresionistas del rostro de Phoenix, filmado desde abajo para marcar su rictus al hablar, su cicatriz sobre el labio, las incertidumbres en el gesto, sus expectativas ante los mandatos del Maestro, convertido en una suerte de Caligari de modales suaves (¡no parpadees!, le dice en uno de los interrogatorios)
Es la paleta policromática de los años cincuenta aplicada a lucir la decadencia y las tinieblas antes que las superficies lustrosas y cromadas de los prósperos años de la postguerra.
Contrastes que fuerzan también los estilos de actuación.
Phoenix convoca la mitología de los “héroes heridos” de los años cincuenta, los “misfits”. Recuerda algo a John Garfield, pero también a Monty Clift, pero en más áspero y salvaje. Tiene una cicatriz (y no solo la que lleva visible sobre el labio) que le lleva a caminar agazapado, con un aire simiesco, y a reaccionar como un depredador. Su animalidad se convierte en una suma de agresivos gestos mecánicos, como los del Kowalski de “Un tranvía llamado deseo”. Condensa en su juego toda la tradición de la actuación interior, gestual y emocional del Método, y del cine de Kazan de aquella década.
Philip Seymour Hoffman, por el contrario, hace un personaje “bigger tan life”, en un estilo que hubieran envidiado Paul Muni, Charles Laughton u Orson Welles hace sesenta años. Imponente, seguro de sí, con una retórica enfática y unos giros teatrales que revelan mejor que nada la naturaleza de Dodd, ese embaucador que es mago, tramoyista y director de su propio circo de tres pistas. O que acaso es un Samaritano convencido de su capacidad para ayudar a los caídos en épocas de confusión.
“The Master” es una película anómala porque quiebra deliberadamente la certidumbre del punto de vista narrativo, que es una de las reglas de oro del cine industrial. Ahí está la secuencia del baile con Dodd cantando mientras unas mujeres desnudas bailan y celebran acaso solo ante los ojos de Freddie. Pero a ella le sigue otra secuencia en la que Peggy Dodd (Amy Adams) reprocha a su marido el trato que mantiene con las mujeres. Las fronteras entre lo que pertenece al dominio subjetivo de Freddie y de Peggy, eminencia gris de La Causa, se torna indistinguible.
Anómala también porque los gestos y las palabras no son unívocas y se abren a interpretaciones: en un gran momento vemos a Dodd cantarle una vieja canción de amor a Freddie. Pero es también un gesto de despedida, una plegaria, una manifestación de tristeza, un canto elegíaco.
Anómala porque “The Master” no tiene una continuidad narrativa estructurada de manera tradicional. Es más bien errática como la trayectoria de Freddie. Pasa de momentos muy fuertes, como el de la prisión, a otros serenos y relajados, como el del cine, que acaso forma parte de una ensoñación, para luego volver a encenderse. Elipsis bruscas, flashbacks improbables, secuencias que acaso corresponden al presente del relato o a un pasado que ya vimos representado: “The Master” hace con el relato fílmico lo que Dodd pretende con su extraña terapia: convocar tiempos remotos, confundirlos, hacer que existan en el aquí y el ahora de la conciencia.
Y anómala porque “The Master” inquieta sin necesidad de explicarlo todo. Y en eso recuerda “Un método peligroso”, de Cronenberg, tan distinta en todo lo demás. Como en ella, aquí vemos a un hombre que encuentra en otro, más joven, a un ser propicio para la experimentación de sus teorías. Y lo somete a pruebas duras que no van a culminar en nada concreto porque lo que interesa no es tanto el punto de llegada como la experiencia del tránsito.
Y en ese tránsito, muy doloroso, se van creando relaciones no solo de tutor y pupilo, sino también de padre e hijo, de terapeuta y paciente, de verdugo y víctima, de Maestro y esclavo. Personajes complementarios que se necesitan para seguir siendo lo que son.
La imagen final de Freddie, en la playa, echado junto a la mujer de arena, recuerda la fantasía final de Alex en “Naranja mecánica”, luego del tratamiento Ludovico: las pulsiones se mantienen ahí, intactas.
Ricardo Bedoya
martes, 19 de febrero de 2013
“No” es la más clara, simple y luminosa de la trilogía de películas de Pablo Larraín sobre la era Pinochet que completan “Tony Manero” y “Post Mortem”. Aquí no se exhibe esa complacencia en lo sórdido que terminaba imponiendo en las películas una seriedad forzada, un tono admonitorio y el consabido un guiño progre para los festivales.
“No” es más ligera y relajada, aunque no está exenta de ambiciones. Apuesta al docudrama y a los efectos de distanciamiento. “No” está grabada en vídeo analógico, el mismo que se usaba para las emisiones televisivas del año 1988, cuando se realizó el plebiscito que dio fin al gobierno del dictador. Es decir, la imagen carece de definición o nitidez y de profundidad de campo.
La tosquedad del recurso iguala la textura de las imágenes de la ficción de hoy con las imágenes de la publicidad de hace 25 años. Sin duda, la decisión es discutible, pero el “efecto de realidad” que crea es perturbador: encontramos a un Patricio Aylwin de más de ochenta años ubicándose en un set frente a una cámara de televisión y de pronto, con la misma textura visual, en la simultaneidad del tiempo y del espacio impuesta por la ficción, lo vemos sobre una pantalla de televisión con los rasgos físicos de hace 25 años. Episodios como este, que se repiten luego con otros personajes, y que borran las marcas entre el documento y lo representado (¿qué hubiera escrito André Bazin acerca de esto?), justifican la opción de Larraín de grabar "No" en ese soportede de vídeo de baja definición.
Por lo demás, “No” es una fábula que cuenta el triunfo de un empeñoso David, mejor dicho René Saavedra (Gael García Bernal), que logra derrotar al gran Goliat con las armas que el monstruo le puso en sus manos: esas herramientas con las que se elogian y se venden los productos líderes del libre mercado. Y de paso enfrenta a los dogmáticos que creen que mostrar humor y alegría es una traición a la causa del pueblo y a la memoria histórica del dolor.
Y en este cuento agradable de ver, pero sin mucho vuelo, destacan el villano y la escéptica: Alfredo Castro, encargado de tutelar la rebeldía y el talento del triunfador para asimilarlos en el sistema que el plebiscito deja sin alterar, y Antonia Zegers.
Ricardo Bedoya
Mamá
La primera hora de “Mamá”, de Andrés “Andy” Muschietti, es muy lograda. Crea un clima de misterio y angustia crecientes, trabajando recursos mínimos. Sobre todo apelando al fuera de campo visual, esa gran cantera de los grandes misterios del cine.
La dirección de las miradas de las niñas y el uso del sonido que llega de fuera o del fondo, desde el lugar donde no vemos, potencia la sensación de amenaza. Las manchas en las paredes, la presencia en el closet o al fondo del pasillo son efectos de aparición bien cronometrados. Y las niñas, sobre todo la más pequeña, se mueven entre lo humano y lo animal con una perfecta naturalidad.
La película decae cuando la presencia fantasmal se torna evidente y la música sube el volumen y todo truena. Pero incluso en esos momentos de exceso la película conserva un costado bizarro. El terror se mezcla con el melodrama en una combinación extraña.
Ricardo Bedoya
Amour, de Haneke, en el Centro Cultural de la Católica
Este viernes 22 y sábado 23, en funciones de 7.45 de la noche, se preestrena Amour, de Michael Haneke, en el Centro Cultural de la Universidad Católica.
domingo, 17 de febrero de 2013
Django sin cadenas
“Django sin cadenas” entusiasma y decepciona a partes iguales.
Es una película brillante, llena de ideas y con pasajes extraordinarios, sin duda. Más que eso, es la obra de un director de cine de verdad, que nunca trabaja en piloto automático, y no se cansa de hacer hallazgos por más caprichosos o arbitrarios que parezcan. Pero esta vez a la prenda se le notan las costuras y los hilos sueltos.
Desde el título, la película alude a las mitologías de dos ciclos genéricos del cine italiano de fines de los años cincuenta (el péplum y una de sus cintas más características, “Hércules sin cadenas”)y los sesenta: el “spaghetti western” o “western mediterráneo”, como se le llama con más propiedad.
Del péplum toma las imágenes del torso musculoso de Django (Jamie Foxx)que se descubre al inicio de modo espectacular, a la manera del Steve Reeves de tantas películas. Pero también el combate entre mandingos, que no solo es producto de la imaginación de Richard Fleischer. Del “western italiano” toma algunos estilemas: los zooms de entrada y salida sobre los personajes en momentos álgidos de la acción; las grafías de los créditos; la música de introducción y de acompañamiento.
Aunque más que en el “Django” de Sergio Corbucci, este Django desencadenado hace pensar en “Django Kill… If You Live Shoot!”, una de las secuelas bastardas del personaje de Django, pero sin Franco Nero. Dirigida por Giulio Questi, este filme es mucho más bizarro y violento que el de Corbucci, casi tan sádico y explícito como el de Tarantino, y con personajes tan ambiguos como el de Leonardo DiCaprio.
Pero más allá de esas referencias y algunas situaciones puntuales, “Django sin cadenas” apela menos a la tradición del western que a las de otras fuentes, que van desde la aventura picaresca hasta la del filme de hacienda sureña, pasando por la de los filmes de Fred Williamson y, por supuesto, la del alegato antiesclavista. Hay hasta una película de Fassbinder, “Whity”, que se me vino a la memoria al ver “Django sin cadenas”. Pero como solo tengo un recuerdo lejano de ella y su clima envenenado al narrar la historia de un esclavo negro y unos viciosos sureños en una plantación, lo dejo ahí.
Whity |
Así como calcinó a Hitler en un cine parisino, aquí Tarantino decide dinamitar la memoria mítica de Tara y de “El árbol de la vida” (me refiero a “Raintree County”, de Edward Dmytryck), acribillando de paso al Tío Tom, a Hattie McDaniel, a Stepin Fetchit, y a toda su servil descendencia.
Ojalá que a nadie se le ocurra cotejar a este Django con las pruebas de la sacrosanta verdad histórica, porque aquí se construye una versión imaginaria del Sur de los Estados Unidos antes de la Guerra Civil. Visión tan falsa o postiza como la que ofrecieron “El nacimiento de una nación” o “Lo que el viento se llevó”, pero igualmente cargada de intenciones. Pero ahora en clave lúdica y perversa, tratando de invertir los estereotipos con el fin de crear otros.
Porque de eso se trata, de elaborar la fantasía de una venganza racial que tenga la potencia revulsiva de un espectáculo catártico. Y que, además, posea los componentes guerreros y pasionales de la saga de Los Nibelungos.
Y que tenga vigencia. Tarantino tiene un ojo en el Sur de hace más de 150 años y otro en los Estados Unidos de hoy.
La primera parte de la película, la del encuentro entre el mentor alemán y el esclavo liberto, y su viaje como cazadores de recompensas, es un itinerario picaresco que halla sus mejores momentos en el espectáculo que monta Christoph Waltz, pronunciando sus líneas con afectada retórica, acento austriaco y un aire de distanciamiento y cinismo. Ese cinismo que luego se torna nobleza.
Jamie Foxx, en cambio, resulta más estólido que Steve Reeves y Fred Williamson combinados, lo que no es una crítica. Al contrario, logra el semblante del héroe de piedra que concentra toda la furia vengadora en su mirada, como lo prueba la secuencia de la cena en Candyland. También la concentra en el pulgar, siempre a punto de amartillar el revólver.
Dos grandes momentos del personaje de Django en su trance de convertirse en héroe negro vengador de estirpe mitológica. En el primero, frente a los malhechores cazados en las tierras de Big Daddy (Don Johnson), es una máquina de matar. En el segundo, disparando a un hombre que cultiva la tierra junto a su hijo, el esclavo liberto y analfabeto adquiere una noción ética que contrasta con la del sofisticado alemán. Es el tránsito del aprendizaje.
Don Johnson como Big Daddy |
Esa primera mitad de “Django sin cadenas” es episódica, aireada, de espacios abiertos, con algunos altibajos narrativos y una secuencia que parodia a Griffith y su épica del Ku Klux Klan defendiendo la supremacía blanca, en clave grotesca.
El dúo conformado por el locuaz alemán y su Sigfrido negro encuentra una correspondencia perfecta, pero en negativo, en la pareja conformada por el hacendado DiCaprio y su hombre de confianza, Stephen. Samuel L. Jackson es el “negro de la casa”, ser sinuoso, verdaderamente repugnante, el mejor personaje de la película
Ellos aparecen en la segunda mitad de la película. DiCaprio, como el señor Candie, es extraordinario y Jackson es mejor aún.
DiCaprio se muestra tan locuaz como Waltz, pero su aire decadente, su homosexualidad latente, sus dientes podridos, las insinuaciones incestuosas con la hermana y la atmósfera que lo rodea, lo hacen más atractivo.
La verborrea de DiCaprio es distinta a la de Waltz. El falso dentista usa la palabra para explicar sus puestas en escena, sus construcciones brillantes, sus engaños y sus trampas. Tiene la locuacidad del tahúr y la palabra le sirve para salvar el pellejo a último momento. DiCaprio, en cambio, posee la prédica del fanático. Intimida y amenaza. Su palabra refleja el poder de disposición que tiene no solo sobre tierras y objetos, sino también sobre vidas. La explicación de la teoría frenológica es notable –pasa a la antología de los monólogos tarantinianos-, pero también lo es el momento en que exige a Waltz sellar el pacto de compra venta de la esclava con un apretón de manos.
Jackson es una serpiente. Rastrero y venenoso, pero inteligente. Es decir, peligroso. El verdadero amo de la plantación. Es negro pero tiene el alma blanca, tanto como sus cejas y pelo, níveos. Si Django ejercita el mutismo, Stephen (es evidente la alusión a Stepin Fetchit) habla todo el tiempo en un tono lastimero con el patrón y autoritario con los otros esclavos.
Samuel Jackson como Stephen |
Tarantino crea así un juego de equilibrios sustentado en los cuatro personajes, dos en cada lado. Y entonces empieza la fase en interiores de “Django sin cadenas”.
Es decir, el intento de hacer una suerte de western (o southern) de cámara en el que se cruzan intrigas pasionales, truculencias variadas, el barroquismo cruel del “Mandingo”, de Richard Fleischer, y una sensación de asfixiante encierro.
Más allá de las palabras, se juegan aquí varias tensiones. No solo la de Django y Broomhilda, que es un personaje flojo y decorativo, sino también las de DiCaprio y su goce contemplando los cuerpos y las fortalezas de los mandingos convertidos en gladiadores de salón, y las del personaje de Stephen asimilando las reglas del poder del blanco, al que adula y manipula. Es su forma de mantenerse donde está.
Es Django, el esclavo liberto, atendido a la fuerza como blanco, el que observa desde afuera, cómo se organizan las relaciones de jerarquía en esa plantación y dan sus últimos bocados de aire esos esclavistas degenerados que la dinamita de Django y la enmienda constitucional de Lincoln eliminarán para siempre.
El enfrentamiento de clases y el racismo están vistos con acentos carnavalescos y hasta burlescos, sobre todo en las últimas secuencias de la película, cuando sobreviene la explosión de violencia que resulta un efecto de pirotecnia vistoso pero algo fácil como conclusión.
Y eso es lo que decepciona. Que el espectáculo de la violencia se despliegue como corolario del anti racismo un tanto programático y pueril que termina por machacar el filme, con las víctimas aplicando tanta crueldad como los victimarios.
Si en “Lincoln”, Spielberg le hace un guiño al gobernante de hoy contrariado por una cerril oposición conservadora en el Congreso, en los quince minutos finales de “Django sin cadenas” imaginamos a Tarantino fantaseando una apocalíptica venganza: enviar a su Django desencadenado a una convención del Tea Party para que ajuste cuentas con sus miembros.
Ricardo Bedoya
lunes, 11 de febrero de 2013
El vuelo
La vuelta de Robert Zemeckis al mundo de los dramas con actores de carne y hueso y en plan de buscar el Oscar lo ubica al lado de Denzel Washington, como antes lo puso junto con Tom Hanks en Náufrago.
Lo curioso de “El vuelo” es el carácter adulto que la película pretende lucir desde el arranque. El desnudo inicial, las escenas con el protagonista inhalando cocaína, el aire divertido del personaje de John Goodman, el asunto del alcoholismo creando dilemas éticos que se dramatizan.
Denzel Washington es el piloto de una línea de aviación comercial que suele ponerse al comando de la nave en condiciones muy particulares. Un buen día, el avión tiene un percance en pleno vuelo pero el piloto maniobra del modo correcto para forzar un aterrizaje. El accidente deja un saldo mínimo en pérdidas humanas, pero la conducta personal es puesta en cuestión.
“El vuelo” dura casi dos horas y media y durante ese tiempo de navegación ocurren todo tipo de turbulencias. El episodio del accidente aéreo es tenso, seco, espectacular y traumático para cualquiera que padezca de fobia a los aviones. Pero al lado de ese impecable ejercicio de artesanía fílmica, aparecen las escenas menos convincentes y melodramáticas de la relación entre el piloto y Nicole, la joven que enfrenta la adicción a la heroína. Personaje que es reflejo inverso del buen Denzel y que está ahí para hacerlo reflexionar y ponerlo en cruciales dilemas, pero que entra y sale de la acción a capricho del guion.
Solo hay un buen momento que la involucra. Es el pasaje del diálogo entre los tres pacientes del hospital. Uno es el piloto, que se recupera de las lesiones del accidente. Otro, es un paciente que busca un lugar para fumar con el fin de provocarle un cáncer a su cáncer. La tercera es la joven que se ha salvado de morir por una sobredosis. Es el encuentro de tres soledades, tres adicciones y tres modos de consumar o dar cuenta de su destino.
Son muy logradas también las intervenciones del gran John Goodman, el ubicuo proveedor de drogas.
Pero la pretendida madurez conceptual de “El vuelo” se echa a perder en la parte final, que muestra dos “resurrecciones” del piloto.
La primera es casi literal. Vuelve a la vida en el cuarto del hotel. Es una de las mejores escenas de la película. Tiene humor y un acento entre cínico, dolido y documental. Realiza el milagro el infalible Goodman. Le sigue la secuencia de la comparecencia de Washington ante el Comité que lo investiga y ahí el actor, en primer plano, hace lo que sabe hacer y que le ha llevado al Oscar una vez más.
El problema está en la segunda “resurrección”, la figurada. Cuando lo patético se troca en ejemplar. Entonces, la redención es una receta prescrita y proclamada en dos minutos. La ecuanimidad se vuelve discurso y fórmula.
Es difícil de creer en semejante conclusión, sobre todo después de haber visto la anterior “resurrección”, la invocada por Goodman. Esa sí filmada con energía e ideas de cine. Y eso es lo que cuenta en una película.
Ricardo Bedoya
jueves, 7 de febrero de 2013
¿Las mejores películas de la historia?
Historia de Tokio |
Ciudadano Kane |
Vértigo |
A partir de este lunes 11 podremos conversar en el Británico de Miraflores sobre el canon fílmico y las 10 mejores películas de la historia. Será en el ciclo de charlas "Sight and Sound : Las 10 mejores peliculas de la historia", que se prolongará durante los siguientes lunes de febrero.
Como se sabe, en setiembre pasado, la revista inglesa “Sight and Sound” publicó el resultado de la encuesta que realiza cada diez años a críticos de cine, cineastas y académicos para conocer los cambios que se producen en las tendencias cinematográficas. La película ganadora resultó "Vértigo", de Hitchcock, desplazando a "Ciudadano Kane".
La idea es ver fragmentos y conversar sobre cada una de las diez películas mejor consideradas en la encuesta, preguntándonos el porqué de su estimación, cuál es el lugar que ocupan en la historia del cine y la influencia que tienen en el cine por venir.
El programa es el siguiente:
Lunes 11:
Se tratará las siguientes películas: 8 1/2, de Federico Fellini; La pasión de Juana de Arco, de Carl Theodor Dreyer; El hombre de la cámara, de Dziga Vertov; Más corazón que odio" ("The Searchers") de John Ford.
Lunes 18:
2001, Odisea del espacio, de Stanley Kubrick; Amanecer o La Aurora (Sunrise") de F.W. Murnau; La regla del juego", de Jean Renoir.
Lunes 25: Los tres primeros puestos
Historia de Tokio, de Yazujiro Ozu; Ciudadano Kane, de Orson Welles; Vértigo, de Alfred Hitchcock.
Lugar: Auditorio CC Británico Miraflores (Jr. Bellavista 531 / Malecón Balta 740, Miraflores)
Hora: 7:30 p.m.
Ingreso gratuito. Capacidad limitada. Informes: 615-3636
Ricardo Bedoya
martes, 5 de febrero de 2013
lunes, 4 de febrero de 2013
El último desafío
"El último desafío" está dirigido por uno de los cineastas coreanos más interesantes. Ji-woon Kim es el realizador de “Bittersweet Life”, “El bueno, el malo y el raro”, “Vi al demonio”, entre otras. Debuta en Hollywood dirigiendo a Arnold Schwarzenegger.
El último desafío es un western contemporáneo filmado con una energía formidable. Schwarzenegger es el veterano que vuelve a la acción remontando las limitaciones de la edad. Pero la película no se reduce en hacer la apología del viejo resistente. Va más allá. Lo que le interesa es mostrar, con humor y entusiasmo, la formación de un grupo que va superando sus limitaciones en la acción. Como en “Río Bravo”. Por eso, la vejez del protagonista es un tema más, de tantos otros que van surgiendo en el curso de ese relato imparable, que avanza como el bólido conducido por Eduardo Noriega.
Todo es aquí un asunto de resistencia. Y para ello se monta una escenografía y una puesta en escena. Es el simulacro de un western. El sheriff sabe que la caballería no va a llegar a tiempo para el rescate y solo le resta acudir a sus fuerzas. Es decir, obtiene de los otros lo mejor que pueden darle y ese es un asunto de lealtades y profesionalismo de guerreros en misión riesgosa.
Lo demás se resuelve con los aires musicales de un western italiano y en la calle principal de un pueblo, como deben arreglarse los conflictos en todo western que se precie de tal.
Y con una ametralladora, claro, ahora que Django está de moda.
Ji-woon Kim está embebido del mejor cine clásico de los Estados Unidos y lo conoce tan bien como Carpenter o Tarantino. Pero no teme fusionarlo con otras tradiciones del cine de acción y aventuras. Y sin ironías posmodernas ni afanes de exhibicionismo “cool”. Vemos, por ejemplo, una notable persecución de autos por unos maizales. Los vaqueros motorizados se enfrentan a ciegas en un combate en el que importa tanto la acción como el uso del paisaje natural, convertido en trampa y laberinto.
“El último desafío” muestra un sentido coreográfico de la acción. Hay algo jubiloso en el modo en que el coreano filma enfrentamientos y correrías. La película ha sido un fracaso rotundo en la taquilla de los Estados Unidos. Se entienden las razones. No ha regresado Terminator. En “El último desafío” solo vemos acción al viejo estilo.
Ricardo Bedoya
sábado, 2 de febrero de 2013
El cóndor pasa...por Corea
Suscribirse a:
Entradas (Atom)