Empiezo diciendo que me parece muy bien que Juan José Beteta haya respondido a mi comentario. Hay que debatir asuntos vinculados con la expresión cinematográfica sin dejarse arrastrar por los malolientes ataques personales de algunos.
Lo de la castración, Juan José, no me hace feliz, pero me resulta divertido y le pone humor a la discusión. Lo que sí me preocupa es tu diagnóstico sobre el déficit neuronal que ocasiona, por no apegarse a la verdad histórica, el filme de Tarantino a sus espectadores. Si tú dices que castrados están sólo los críticos españoles, te creo. Pero embrutecido, de acuerdo a tu teoría, te aseguro que debo estar después de apreciar “Bastados sin gloria”. Sin ninguna maña de Blogger, te cito: “El primero es su contribución al embrutecimiento del público, ya que lo que aparenta ser una reconstrucción histórica no es tal; es decir, no hay un ápice de verdad histórica en los hechos imaginados, fabricados y mostrados por el director.”
Creo que en esa afirmación está el problema central de tu crítica y, me temo, de tu visión del cine.
Piensa en las contradicciones en las incurres al decir: “no hay un ápice de verdad histórica en los hechos imaginados, fabricados y mostrados por el director”. Por supuesto que no lo hay. Si son imaginados, fabricados y mostrados por el director quiere decir que son hechos construidos, representados, fabulados; están fabricados con una argamasa que mezcla referentes reconocibles con los arbitrios y licencias de la creación. Y, por eso, “lo que aparenta ser una reconstrucción histórica no es tal”. Claro, pues, Juan José, no es una reconstrucción histórica porque sólo aparenta serlo, como dices.
Hace poco vi un documental sobre el puerto de Odesa. Era una cinta promocional de turismo hacia esa zona bañada por el Mar Negro, sin dejar de ser una película muy informada de National Geographic o de algún canal de ese estilo. Mostraba, claro, el lugar más visitado por los turistas: las escalinatas del puerto, célebre “topos” de una más que célebre película que, sospecho, tú, Juan José, admiras. El locutor del documental revelaba que en esas escalinatas jamás ocurrió masacre alguna y que bajarlas a pie demora no más de 3 o 4 minutos, a diferencia de la dilatación temporal lograda por el montaje de Eisenstein.
A la luz de esa realidad, y de acuerdo a tu teoría, podríamos decir que “El acorazado Potemkin”, al carecer hasta de un “ápice de verdad histórica”, contribuye al embrutecimiento porque “lo que aparenta ser una reconstrucción histórica no es tal”. No olvidemos que el Potemkin se hizo para conmemorar hechos pre-revolucionarios ocurridos en 1905, veinte años antes de su realización fílmica. La "reconstrucción histórica" de Eisenstein, entonces, sólo aparentaba serlo; 85 años después nos enteramos, gracias a tus postulados, que “El acorazado Potemkin” ha sido desde su estreno una maquina de alienación masiva y embrutecimiento colectivo.
Sobre la relación entre el arte y los "hechos reales”, encuentro en un libro del español Agustín Fernández Mallo una cita que valdría la pena considerar:
"(…) Dicho esto, conviene recordar que, actualmente, las teorías estéticas, ceñido el objeto de su estudio a la investigación tanto óntica como epistemológica de las artes (su poética), asumen que el universo de la obra es autónomo y no puede ser comparado con un mundo exterior a la obra. La ficción se pertenece a sí misma, al universo genésico que despliega. En otras palabras: decir que una obra de arte está basada en
hechos reales es inconsistente con el presupuesto óntico de la misma. Así las cosas, hasta el género biográfico es ficción.
Cuando los productos artísticos se entendían como una descripción más o menos veraz de la realidad del entorno, en el fondo no estaban haciendo otra cosa que seguir aquel principio determinista de la ciencia clásica (de Newton a Einstein) por el cual se asumía ya de partida la existencia de una verdad exterior al hombre la cual cabía legítimamente perseguir. A esta forma de pensar y actuar, en el ámbito de las artes, se la llamó naturalismo o realismo ingenuo, y fue asimismo un campo de pruebas bien abonado para todos los movimientos estéticos “sociales”, así como para los político-ideológicos. En la actualidad, tanto en las artes como en las ciencias, esta cosmovisión resulta insostenible y ha sido abandonada gracias principalmente a la irrupción de la teoría posmoderna, allá por los años 70 y 80 (Venturi, Vattimo, Derrida, Lyotard, Jameson, Deleuze, entre otros).” (Fernández Mallo, Agustín.
Postpoesía. Hacia un nuevo paradigma. Editorial Anagrama, Barcelona, 2009).
En otro párrafo de tu respuesta, dices: “No obstante, hay quienes salen de la sala de cine (me consta) afirmando que, por supuesto, se trata de “la versión” de Tarantino sobre el nazismo; lo que no es el caso en absoluto, ya que su intención no es la contextualización de un fenómeno histórico”. Y apunta: “
El crítico debe escribir pensando en todo público, no sólo para los cinéfilos. Es una manera de tener respeto por el lector y no dar por sentado que él conoce, por ejemplo, hechos de la II Guerra Mundial.”
Cuento dos anécdotas. Una, ocurrida en Cinemark San Miguel en un momento decisivo de la proyección de “Troya”. En la fila de atrás, una voz femenina, con entonación de gran sorpresa, exclama: “¡ahhh, estaban en el caballo!”. La otra ocurrió en el hoy tapiado cine Colón de la Plaza San Martín, a la salida de una proyección de “Edipo Rey”, de Pier Paolo Pasolini. Un “pata” le pregunta a otro: “oe, ¿la culpa fue de su “vieja”, no?”.
Claro que el crítico de cine, sobre todo en un diario, debe escribir pensando en los lectores. Y esa preocupación debe reflejarse en su estilo o en su escritura, pero te imaginas, Juan José, si tuviéramos que remitirnos a Homero o a Sófocles para explicarle a cada lector que la culpa fue de la “vieja” de Edipo y del destino y de otras variables más. O explicarle que Mozart no necesariamente se reía así; o que Salieri no veló la noche final del compositor; o que Napoleón Bonaparte no fue el superhéroe de Gance, capaz de vencer tormentas y cruzar los mares a fuerza de voluntad; o que la Reina Cristina de Suecia no pasó una noche encantada en un mesón, como la representó Mamoulian; o que María Antonieta no escuchaba música pop en Versalles; o que David Bowie no había nacido aún cuando Shoshanna decidió inmolarse por el fuego, o que … La enumeración podría ser interminable, casi tanto como posibilidades tiene un creador para realizar variantes ficcionales de un asunto cualquiera.
¿Pero además a qué público explicarle qué hechos y qué sentido de la Historia? ¿No es el “público” lector una construcción que nos figuramos al momento de escribir? ¿No es la Historia una construcción o varias construcciones que reflejan una suma, a veces intrincada y hasta contradictoria, de puntos de vista? ¿Qué cúmulo de conocimientos científicos, históricos, sociológicos, médicos, biológicos, antropológicos, entre otros, debería tener el crítico de cine para abundar en el entorno cultural de la “realidad” propuesta por cada película? ¿Qué competencias habría que lucir para comentar una cinta sobre Wall Street, una de ciencia ficción sobre agujeros negros, otra sobre las tensiones creadas en un laboratorio de aceleración de partículas o una fantasía sobre clonación? Hasta para criticar la adaptación de una novela de Dan Brown sería preciso ostentar una maestría en sociedades secretas y sectas medievales. Si cumplimos con tu exigencia, Juan José, tendríamos que alertar al lector acerca de la “irrealidad” del planeta Pandora y pregonar que “Avatar” no es un documental.
Pero vuelvo al ejemplo del "Potemkin". ¿Cuál sería entonces el “deber” del crítico frente al filme de Eisenstein? ¿Acaso denunciar que la escena de la escalinata es una impostura y que nunca ocurrió aquello que Eisenstein convirtió en alegoría universal de resistencia de un pueblo contra la prepotencia del régimen autocrático?
Todo esto me hace recordar otra anécdota, ocurrida luego de una proyección de “Bella de día”, de Buñuel, en la sala del cine club de la Virgen del Pilar. Mientras los espectadores salíamos del auditorio, el encargado del cine club se sintió en el deber de informarnos, a grandes voces, que toda la vivencia de Severine (Catherine Deneuve) “era sólo un sueño”. ¿Pretendes, Juan José, que los críticos nos dediquemos a recordarles a los espectadores que lo que ven “es sólo un sueño”, como el de Severine, y que lo que importa en realidad es la verdad documentada que el crítico ofrece?
En otro párrafo dices, contradiciéndote una vez más: “Es bueno precisar que esta no es una discusión sobre si el cine puede o debe ser fiel a una determinada verdad histórica. De hecho, no lo es ni lo puede ser, en ningún caso. El cine manipula y simplifica determinados hechos históricos según las necesidades dramáticas y/o estéticas propias de su arte. Y lo que el crítico debe señalar es a qué conduce o qué sentido resulta de esta manipulación, estética y –si viene al caso– histórica.”
Me pregunto: ¿Si el cine no es ni debe ser, en ningún caso, fiel a determinada verdad histórica, como es que embrutece al espectador cuando “no hay un ápice de verdad histórica en los hechos imaginados”? ¿Si todas las películas alteran, modifican, acomodan, falsifican la verdad histórica y el “deber” del crítico es señalar la manipulación, las críticas deben convertirse entonces en pliegos de reclamos, hojas de señalamiento, dazibaos? ¿O sólo se deben denunciar las faltas mayores y no las menores? ¿Cuáles son las denunciables y cuáles las admisibles? ¿La del Potemkin es reprobable o "pasa piola"?
Sobre la afirmación de que la película juega con “asuntos que no se prestan a juego. Asuntos que involucraron (e involucran) la vida o muerte de millones de personas” no te voy a responder yo. Que lo explique un especialista y no cualquiera, sino Mark Baker, director del Australian Centre for Jewish Civilisation. Está aquí:
http://www.themonthly.com.au/inglourious-basterds-can-hollywood-rewrite-history-2036No creo, Juan José, que la historia del cine sea lineal. Tampoco circular. Ni creo en el modelo de "esquema" formal consolidado y superación de ese mismo esquema en el curso de la “evolución” del cine (puedes leer sobre algunas de estas concepciones en la
Historia del cine, de Mark Cousins, publicada por Naturart, Editorial Blume, 2005). Creo sí que el cine tiene un pasado y que cada época crea su propia fisonomía, tomando o rechazando lo que dejaron las épocas previas. Por eso, tergiversas las razones que doy para sustentar el porqué me parece anacrónica tu visión del cine. Tal vez fraseaste mal en tu artículo, pero quedó claro que “Asesinos por naturaleza” te parece mejor que toda la obra de Tarantino porque Stone utiliza el “montaje” y los ángulos aberrantes y demás recursos que señalas. Es decir, estableces una superioridad basada en recursos que el cine ha usado desde sus inicios pero que tú convertías en atributos esenciales, en fetiches que aportan valor. Dije que sostener algo así es mantenerse fijado a los postulados de Delluc, Dulac o Epstein, cuando se valoraba esa idea esencialista del cine entendido como el arte de la “fotogenia”.
Tarantino nunca ha sido un seguidor de la “estética del look” y tu apreciación de su obra parte de una mirada superficial (tan superficial como la opinión reduccionista que deslizas sobre la obra de Hitchcock, sobre la que podríamos discutir) que identifica los resultados de la cinta con los referentes que el director maneja.
Tarantino se llena la boca con declaraciones de admiración por el western italiano, la serie B, los filmes mugrosos de moteros y prisiones de los años setenta, las películas mexicanas más cutres (de allí saca el nombre de uno de los “basterds”, el de Hugo Stiglitz, actor mexicano de infinidad de cintas), entre otros. Sin embargo, sus películas ni imitan, ni copian, ni reflejan ni simulan los rasgos de estilo de esas películas. Son muy distintas; no se parecen a ellas; no son como ellas. Tarantino no encuadra como sus cineastas admirados. Sabe encontrar un equilibrio en la composición ahí donde el modelo original es desaliñado. Crea un cromatismo que no le debe nada a las películas que dice citar. Diseña una construcción que termina por contradecir a sus referentes explícitos. Por eso, “Bastardos sin gloria” está mucho más cercana a “Ser o no ser” de Lubitsch, a las películas antinazis de Fritz Lang (“Los verdugos mueren también” y “Caza al hombre”) y hasta a “Héroes de ocasión”, con los hermanos Marx, que al filme de Enzo Castellari que le dio la idea para “Bastardos”, o a “Doce del patíbulo”, a las que se parece poco o nada. Pero eso podría ser materia de otra discusión.
Ricardo Bedoya