No puedo empezar sin trasmitir el enorme entusiasmo que me ha producido En la ciudad de Sylvia, la última (bueno, hay que sumar un complemento: el documental de 63 minutos, Unas fotos en la ciudad de Sylvia) película del español José Luis Guerin, actualmente el más talentoso realizador español y el que ha venido a cubrir el vacío que ha dejado el inactivo (al menos en el largometraje) Victor Erice.
Y digo cubrir el vacío porque en alguna medida Guerin retoma y prolonga las búsquedas expresivas que el autor de El espíritu de la colmena y El sol del membrillo había propuesto, entre ellas ese lado obtuso e inasible de la imagen fílmica en su relación con la "realidad" registrada. En la ciudad de Sylvia, por ejemplo, tiene algunos puntos de contacto con El sol del membrillo donde el pintor Antonio López García intenta pintar en el jardin de su casa el tono de color que el sol produce en un membrillo a una hora determinada.
En la ciudad de Sylvia el protagonista también es un pintor, en este caso un joven pintor que intenta dibujar a una Sylvia que conoció seis años antes en la ciudad francesa de Estrasburgo y que busca en las calles de esa ciudad. Por cierto, el objeto de la búsqueda resulta tan elusivo como la reproducción del efecto solar que López intenta lograr en el film de Erice. La belleza ilusoria que se escapa a la posibilidad de aprehenderla. La dificultad o la imposibilidad de la cámara audiovisual para encontrar o "cercar" ese claro objeto del deseo.
Esas afinidades no son las únicas, pues también comparten la vocación por un cine experimental para nada contradictorio con la capacidad de comunicación, con la claridad diegética de la imagen, que incluye entre otras cosas una reformulación de los patrones argumentales e incluso genéricos y una estructura narrativa más abierta, evitando el modelo de relato clausurado o cerrado dominante en las modalidades narrativas al uso.
Sin embargo, En la ciudad de Sylvia tiene su propia especificidad y, por lo pronto, es muy diferente a las películas previas de Guerin, Tren de sombras y En construcción para mencionar a las dos últimas y más conocidas cintas del realizador. Dividida en tres segmentos, primera, segunda y tercera noche, aunque la noche es secundaria frente al predominio del día, tal denominación sugiere una dimensión onírica que parece ajena al extremo realismo de las imágenes, pero ahí está y por algo esa ha sido la opción del director. En esos segmentos se muestra al protagonista, primero en la terraza de un café y luego en un largo seguimiento a una hermosa chica por las estrechas calles de Estrasburgo. En el segundo segmento, que es el más dilatado, el protagonista, sentado ante una pequeña mesa del café observa cuidadosa y repetidamente a las chicas jóvenes ubicadas en diversas mesas del café. No hay planos de conjunto, sólo los planos cercanos de los rostros observados. El encuadre muestra sólo lo que al pintor le interesa ver, lo demás queda fuera (ruidos, rumor de voces, música ambiental o diegética).
La escena dura entre 15 y 20 minutos intolerables para el espectador perezoso. El pintor intenta registrar los rostros, pero sólo diseña los contornos y los rasgos están desdibujados o ausentes. La escena tiene una intensidad obsesiva que recuerda (con todas las diferencias del caso) al Hitchcock de La ventana indiscreta o Vértigo.
La otra escena notable que dura cerca de media hora es el seguimiento que el joven hace de la chica que cree (o quiere creer) es la Sylvia que recuerda haber conocido. La cámara en movimiento en las calles de la ciudad o también la cámara fija que deja los espacios vacíos o semivacíos en un recorrido laberíntico e interminable tiene la vibración de ese impulso romántico o de esa búsqueda esquiva del ideal amoroso, o de la belleza artística, esa que el pintor no logra culminar en sus esbozos. En la ciudad de Sylvia es una película a la vez sencilla y compleja, transparente y opaca que invita a verla una y otra vez y sobre la que se puede escribir largo y tendido.
Isaac León Frías
Isaac León Frías