martes, 12 de marzo de 2013

El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta. Entre el mito político y la modernidad fílmica

El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta
                        
Acaba de publicarse el libro “El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta. Entre el mito político y la modernidad fílmica”, de Isaac León Frías (Fondo Editorial de la Universidad de Lima).

Se trata de un texto personal, amplio y polémico, en el que el autor da cuenta del surgimiento y desarrollo de los llamados “nuevos cines” en los diversos países de América Latina durante los primeros años sesenta, ubicándolos en sus horizontes políticos e ideológicos. Pero también en el marco de la modernidad que sacudía el universo del cine internacional bajo el apelativo de las "nuevas olas".

León revisa las teorías y las prácticas fílmicas, las utopías y las realidades, la militancia y las insurgencias, los radicalismos y las derrotas políticas, así como los desencantos de una época y de una generación. Analiza en profundidad las películas canónicas en el campo del documental y de la ficción, así como las cintas hechas en la periferia de lo que fue el Cinema Novo en Brasil o la Generación del 60, en Argentina, o el cine documental y de ficción hecho al calor de la Revolución Cubana, así como los cines "nuevos" aparecidos en otros países de la región.

En casi quinientas páginas se traza una visión panorámica que comprende el acercamiento histórico, la reflexión y la crítica, la memoria personal, la opinión formulada sobre películas vistas y vueltas a ver y, sobre todo, el afán polémico. El libro está impulsado por la voluntad de discutir los lugares comunes y rebatir las frases hechas sobre el tema. Como muestra de ello, reproducimos un pasaje en el que el autor polemiza con Paul A. Schroeder Rodríguez.

Ricardo Bedoya

“Otro autor, Paul A. Schroeder Rodríguez, en un texto de reciente publicación, incorporando la idea de una “fase neobarroca” en el nuevo cine latinoamericano, afirma:

El nuevo cine latinoamericano se desarrolló en dos fases sucesivas aunque no exclusivas la una de la otra. La primera fue una fase militante cuya estética documentalista predomina en los años sesenta, cuando muchos cineastas vieron su trabajo como parte integral de un proyecto de liberación política, social y cultural. La segunda fase, neobarroca, predomina en los años setenta y ochenta. Durante esta segunda fase muchos de los mismos cineastas que habían sido militantes en los años sesenta reconceptualizan su trabajo para responder a un proyecto más complicado: desarrollar el equivalente cinematográfico de un discurso político pluralista identificado con una emergente sociedad civil y opuesto al autoritarismo y monologuismo de los regímenes autoritarios que se impusieron en la región a partir de los finales de los sesenta. Estéticamente se trata de un cine que oscila entre el espectáculo (por ejemplo, La montaña sagrada, Alejandro Jodorowsky, México-Estados Unidos, 1973) y el realismo (por ejemplo, Bye Bye, Brasil, Carlos Diegues, 1980), y que frecuentemente combina ambas tendencias en lo que Daniel Sauvaget llama el barroco social” (Schroeder, Paul A. (2011). “La fase neobarroca del nuevo cine latinoamericano”, en Revista de Crítica Literaria Latinoamericana 73. Boston: Tufos University.) (Nota 1)

En rigor el concepto de “neobarroco” se podría aplicar por completo a varias películas de la “primera fase”: por ejemplo, a Dios y el diablo en la tierra del sol, a Lucía, a Memorias del subdesarrollo, a El desafío y a El bravo guerrero, entre otras influidas por la estética documentalista, de modo que no es un atributo para nada propio de la supuesta segunda fase. Incluso se pueden considerar “neobarrocos” algunos documentales de Santiago Álvarez y la mismísima La hora de los hornos. En todo caso, las diferencias de tratamiento más marcadas se hallan en la evolución del cinema novo y la aparición de la tendencia tropicalista, precisamente porque se trata de un movimiento (el único) de una cierta duración y una amplia producción, pero ni siquiera en ese caso se puede hacer una partición estilística tan radical como la que hace Schroeder.

Igualmente es un abuso terminológico hablar de un cine militante, generalizando a todo el supuesto movimiento del nuevo cine en su “primera fase”. ¿Eran, en rigor, películas militantes Vidas secas, Los fusiles, La gran ciudad, Menino de ingenio, Ukamau, Tres tristes tigres, El chacal de Nahueltoro, Valparaíso, mi amor, Lucía, La primera carga al machete, Memorias del subdesarrollo, títulos “canónicos” de los años sesenta? No lo eran, al menos no en un sentido político directo y mucho menos partidario; por tanto, generalizar la idea de la militancia como un rasgo compartido por todas las películas es incurrir en un craso error. Militantes eran los documentales de Álvarez, los de Handler y Carlos Álvarez, La hora de los hornos, entre otras, es decir, solo una porción del cine que se hizo en la región y que cuestionó, hasta cierto punto, la idea de la autoría, que no estaba cuestionada (y, por el contrario, en alguno de los casos, incluso magnificada) en esas películas que he mencionado y en otras que no tenían un carácter “militante”. Incluso en las películas “militantes” hubo una clara autoría creadora, como apreciamos en los documentales de Santiago Álvarez (¿alguien lo pondría en duda?) o en la misma La hora de los hornos. Y autoría —como ha apuntado Robert Stam—, que se alimentaba de referentes del cine y de la cultura occidental (europea y estadounidense), de esa misma cultura colonizadora condenada en la teoría del tercer cine (Stam, Robert y Shohat, Ella. Multiculturalismo, cine y medios de comunicación. Barcelona: Paidós 2002).

Pero lo más importante: ¿cómo determina Schroeder ese marco temporal que cubre tres décadas y por qué el presunto nuevo cine latinoamericano no va más allá de los años ochenta? El texto no lo explica, y distingue dos etapas globales a partir de unos pocos brochazos, saltando a la garrocha las diferencias propias de cada país, porque si en Sudamérica se impusieron dictaduras militares, eso no pasó ni en Cuba ni en México. Entonces, ¿por qué Cuba y México tendrían que haber reproducido las mismas tendencias estéticas de los países del Cono Sur? ¿Qué razón política explica que se haga La montaña sagrada en México y Bye Bye, Brasil en el gigantesco país sudamericano, películas que Schroeder vincula en su texto como expresiones cinematográficas de un “proyecto político pluralista”? No creo, en absoluto, que respondan a tal “proyecto”, entre otras razones, porque el caso de Jodorowsky es sui géneris y no es un cineasta del nuevo cine latinoamericano de los sesenta, como lo son los que hemos mencionado líneas arriba y lo es el mismo Carlos Diegues.

Ya he apuntado las razones por las que he incluido a Jodorowsky, como lo he hecho con otros “excluidos”, y la única que lo vincula en términos de “nuevo cine latinoamericano” es su elusiva vinculación con la vertiente del llamado nuevo cine mexicano, y nada más. Pero a Jodorowsky le interesó siempre sacar adelante sus propias películas y poner en ellas sus obsesiones e inquietudes de artista, más allá del país en que filmara. En tal sentido, es claramente un artista sin “nacionalidad”, y lo digo sin el menor matiz despectivo o minimizador. Esa ha sido su opción. En cambio, Carlos Diegues sí era un hombre del cinema novo, comprometido con el cine de su país, y en Bye Bye, Brasil intentó de manera expresa hacer una película con mayor capacidad de comunicación, sin perder por ello el lado reflexivo y la cuota personal.

Por otra parte, Schroeder ejemplifica su sustentación de la fase “neobarroca”, que según él predomina en los años setenta y ochenta, con una película anterior, de 1967, Tierra en trance, y con otra que no es latinoamericana, sino italiana, aunque dirigida por Fernando Birri, Org (1978) (Nota 2). La película de Birri sintoniza, desde luego, con inquietudes estéticas y filosóficas propias de esos años, que también repercuten en nuestro continente, pero, con todo lo personal que tiene, es impropio asimilarla al cine de la región, y además presentarla como uno de los “modelos” de la segunda fase del NCL.

Aun cuando en una secuencia de Org, algunos realizadores latinoamericanos explican sus posiciones, eso no “latinoamericaniza” una obra radicalmente experimental, expresión de un “cine cósmico, delirante y lumpen”, tal como lo llamó el propio Birri. Org es una película atípica e inclasificable.

Con mayores razones se podría decir que son “latinoamericanas” las producciones europeas de Glauber Rocha, Cabezas cortadas y El león de siete cabezas, o, más aún, que son “chilenas” Actas de Marusia, de Littín, o Llueve sobre Santiago, de Helvio Soto, porque están realizadas por chilenos, con historias que se ambientan en Chile y con la “herida abierta” por la debacle del gobierno de Allende, pero no lo son, ni se puede pretender que lo sean, por más referentes “chilenos” que tengan. Que puedan existir afinidades entre Org y La edad de la tierra no hace que la primera pueda ser asimilada al cine latinoamericano ni a una supuesta segunda fase, para mí inexistente, de ese nuevo cine latinoamericano que, como tal, es decir, como “proyecto”, más que como realidad orgánica, culmina su andadura hacia mediados de los años setenta. Lo que viene luego es otra fase (u otras fases) de las cinematografías de la región, que estando más cercanas aún no se han categorizado, y esta es otra necesidad que se plantea a la investigación y a la reflexión sobre la “historia comparada” del cine en la región, entre otras cosas, para que no se siga reproduciendo el mito de una fase militante, como lo hace Schroeder en el texto que hemos cuestionado. En todo caso, no creo que sea correcto caracterizar el periodo de los años setenta y ochenta como “neobarrocos” en respuesta a una situación política, sin establecer las diferencias entre los distintos países y también las que se manifiestan dentro de cada uno de ellos y las particularidades en cada caso. Eso que precisamente no se hace o se hace muy poco cuando se generaliza indebidamente, dando por hecha la existencia de un nuevo cine regional que fue más una aspiración, un deseo y un proyecto que una realidad mínimamente orgánica.

Nota 1- Schroeder ha debido decir “no excluyentes”, en vez de “no exclusivas”. El significado es distinto

Nota 2- Org es una obra de producción y rodaje muy accidentados, iniciada en 1967 y culminada recién en 1978, y casi totalmente desconocida en América Latina en su momento y después. Durante mucho tiempo se conoció la existencia nominal de la película, pero nada más que eso. Extraigo del libro Soñar con los ojos abiertos, del propio Fernando Birri, parte de la reseña argumental allí consignada. Aunque —según su autor— se trata de un no-filme, y “en gran medida es indefinible, tiene una historia: la de tres personajes centrales (el rubio Zohomm, el negro Grr y la rubia Shuick) con el ogro típico de los cuentos infantiles, y una aventura adánica y edénica, solo que en vez de un solo Adán hay dos (uno blanco, uno negro) para la Eva que, al final, explica la naturalidad y el placer de tener dos amantes” (Birri, Fernando. Soñar con los ojos abiertos. Aguilar. Buenos Aires, 2007: 388).
Isaac León Frías

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