La que sigue es una versión ampliada del comentario aparecido en El Dominical de El Comercio del 2 de marzo de 2008.
Petróleo sangriento empieza como una gran película épica. Vemos a un hombre cavar en la tierra mientras despliega un esfuerzo extraordinario. La situación se prolonga para informarnos de la terquedad de ese sujeto que se esfuerza, trabaja, golpea, se derrumba y sigue. En la banda sonora se registran los golpes del pico y las manifestaciones de un lenguaje prearticulado, hecho con los sonidos del esfuerzo.
En sus primeros minutos, Petróleo sangriento podría evocar Gigante, de George Stevens, o introducirnos al relato de algún enfrentamiento romántico con la naturaleza, combinación de gran espectáculo y apología del esfuerzo individual de un pionero.Pero hay algo que no cuadra con esa impresión, algo que chirría: las imágenes de Petróleo sangriento tienen una aspereza distinta, una fluencia que se dilata, un color menos cálido, una banda sonora que sólo recoge ruidos secos y exclamaciones.
La fotografía liga la cinta a lo orgánico, a lo que sale de la tierra y mancha, a lo que atrae a la materia hasta hacerla caer. Poco después, la música va a convertir el ruido de las picas y las perforaciones en notas musicales que amplifican, acompañan, comentan y hasta contradicen la acción.
En sus primeros minutos, Petróleo sangriento podría evocar Gigante, de George Stevens, o introducirnos al relato de algún enfrentamiento romántico con la naturaleza, combinación de gran espectáculo y apología del esfuerzo individual de un pionero.Pero hay algo que no cuadra con esa impresión, algo que chirría: las imágenes de Petróleo sangriento tienen una aspereza distinta, una fluencia que se dilata, un color menos cálido, una banda sonora que sólo recoge ruidos secos y exclamaciones.
La fotografía liga la cinta a lo orgánico, a lo que sale de la tierra y mancha, a lo que atrae a la materia hasta hacerla caer. Poco después, la música va a convertir el ruido de las picas y las perforaciones en notas musicales que amplifican, acompañan, comentan y hasta contradicen la acción.
Petróleo sangriento hace del desequilibrio, de la disonancia musical y de la cercanía a lo físico, orgánico y corporal, rasgos de estilo.
En las dos horas y media de proyección que restan seguimos viendo la obstinación por el trabajo mientras la dimensión épica inicial ciñe su espacio y restringe el territorio hasta concentrarse en el retrato de Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis), el hombre al que vimos trabajar al inicio, personaje central de la ficción, que ahora vive en un permanente enfrentamiento con el mundo.
No es, pues, a una superproducción como Gigante a la que remite Petróleo sangriento, sino a un mundo más personal y extraño, más infrecuente. Si tuviéramos que buscarle un entronque en el pasado del cine norteamericano, habría que pensar en la épica interior y erizada de algunas películas de Elia Kazan, con sus personajes obstinados, dolorosos, llenos de contradicciones, capaces de componer y de destruir con un mismo gesto de afiebrada ansiedad. El Kazan de Río salvaje, Al este del paraíso o Un rostro en la muchedumbre, o el de algunos pasajes de Viva Zapata y América, América.
De las perforaciones salimos a los espacios vacíos, a las planicies.
El paisaje está filmado con la amplitud del formato panorámico, pero sin lirismo. Es un inmenso escenario natural que carece de esa magnífica cualidad pétrea o rocosa filmada en contrapicado del cine épico tradicional. La fotografía es notable por su calidad técnica y porque se aleja de la foto paisajista asociada con los rayos del sol reflejados sobre el lente o con la profusión de crepúsculos y amaneceres.
No vemos espacios bellos ni lugares acogedores. La de Petróleo sangriento es una vasta tierra prometida de riqueza pero no un Jardín de las Delicias o un Edén a punto de perderse por la codicia y la instalación de las máquinas del progreso.
Petróleo sangriento está en la antípoda de la visión pastoral y del mito romántico del jardín expoliado por la máquina que llega para horadarlo. Su imaginería evita la figuración lírica y el romanticismo; no hay aquí territorios recorridos por el viento, ni espacios a punto de ser arrasados por la codicia petrolera. Nada más lejos de la sensibilidad de esta cinta que las fábulas de Terrence Malick sobre la pérdida del Paraíso y la caída desde el estado natural de la inocencia, como Días de gloria, que se ambienta por la misma época, que habla también del mito del crecimiento y el país en expansión, pero en una geografía y circunstancias distintas.
Tampoco estamos ante una película elegíaca, que celebre la construcción comunal y el espíritu gregario, impulsos formativos de la gran Nación.
No está aquí el espíritu de las películas de John Ford, que canta la pureza original de las tierras y las intenciones de sus habitantes, como en la célebre secuencia de la inauguración de la Iglesia de Tombstone en La pasión de los fuertes. No; no hay eso.
Si alguna inocencia existió en la formación del espíritu de la acumulación capitalista, ella se extravió en algún momento. Petróleo sangriento empieza después de la caída colectiva, del “pecado” que mancha como el petróleo.
La película respira un gusto mórbido por los fondos y los pozos, estanques de materia en los que Plainview encuentra la compensación a todos sus deseos. No hay mujeres en esta película, plena de cavidades y de formas casi hiperbólicas de penetración. Toda la sensualidad del personaje se resume en su preferencia decadente por ir cada vez más bajo y destruir al rival.
En la alternancia entre la llanura y el pozo, entre el desierto y la perforación, los espacios abiertos ceden paso a los interiores sombríos. Las precarias construcciones del campamento se alternan con los interiores en penumbras de las cabañas de los campesinos. Los pioneros del petróleo y de la fe en esas comunidades alejadas se convierten en fanáticos de sus credos y sus espíritus de rapiña.
Por eso, Daniel Plainview llega a territorios inexplorados pero no vírgenes. Encuentra en ellos contradicciones y ambiciones humanas sembradas allí desde hace tiempo: conflictos familiares; expectativas de los padres opuestas a las de los hijos; enfrentamientos casi bíblicos entre hermanos. Plainview llega a tierras corroídas hace mucho por la disensión, la pobreza y la ignorancia.
Es fascinante el modo en que el director Paul Thomas Anderson (Boogie Nights; Magnolia; Embriagado de amor, su mejor película hasta Petróleo sangriento) procesa su gusto por el exceso, la grandilocuencia y el expresionismo. En los espacios abiertos, compone la imagen en profundidad, trabaja con el foco selectivo, aprovecha el ancho del formato panorámico para crear relaciones de sentido sustentadas en el gesto, el porte, la expresión física y la distancia entre los actores. En los interiores, en cambio, oscurece los fondos, aprovecha el claroscuro, se concentra en los rostros y en las miradas oblicuas de Plainview, atraído siempre por lo bajo y lo profundo.
En las dos horas y media de proyección que restan seguimos viendo la obstinación por el trabajo mientras la dimensión épica inicial ciñe su espacio y restringe el territorio hasta concentrarse en el retrato de Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis), el hombre al que vimos trabajar al inicio, personaje central de la ficción, que ahora vive en un permanente enfrentamiento con el mundo.
No es, pues, a una superproducción como Gigante a la que remite Petróleo sangriento, sino a un mundo más personal y extraño, más infrecuente. Si tuviéramos que buscarle un entronque en el pasado del cine norteamericano, habría que pensar en la épica interior y erizada de algunas películas de Elia Kazan, con sus personajes obstinados, dolorosos, llenos de contradicciones, capaces de componer y de destruir con un mismo gesto de afiebrada ansiedad. El Kazan de Río salvaje, Al este del paraíso o Un rostro en la muchedumbre, o el de algunos pasajes de Viva Zapata y América, América.
De las perforaciones salimos a los espacios vacíos, a las planicies.
El paisaje está filmado con la amplitud del formato panorámico, pero sin lirismo. Es un inmenso escenario natural que carece de esa magnífica cualidad pétrea o rocosa filmada en contrapicado del cine épico tradicional. La fotografía es notable por su calidad técnica y porque se aleja de la foto paisajista asociada con los rayos del sol reflejados sobre el lente o con la profusión de crepúsculos y amaneceres.
No vemos espacios bellos ni lugares acogedores. La de Petróleo sangriento es una vasta tierra prometida de riqueza pero no un Jardín de las Delicias o un Edén a punto de perderse por la codicia y la instalación de las máquinas del progreso.
Petróleo sangriento está en la antípoda de la visión pastoral y del mito romántico del jardín expoliado por la máquina que llega para horadarlo. Su imaginería evita la figuración lírica y el romanticismo; no hay aquí territorios recorridos por el viento, ni espacios a punto de ser arrasados por la codicia petrolera. Nada más lejos de la sensibilidad de esta cinta que las fábulas de Terrence Malick sobre la pérdida del Paraíso y la caída desde el estado natural de la inocencia, como Días de gloria, que se ambienta por la misma época, que habla también del mito del crecimiento y el país en expansión, pero en una geografía y circunstancias distintas.
Tampoco estamos ante una película elegíaca, que celebre la construcción comunal y el espíritu gregario, impulsos formativos de la gran Nación.
No está aquí el espíritu de las películas de John Ford, que canta la pureza original de las tierras y las intenciones de sus habitantes, como en la célebre secuencia de la inauguración de la Iglesia de Tombstone en La pasión de los fuertes. No; no hay eso.
Si alguna inocencia existió en la formación del espíritu de la acumulación capitalista, ella se extravió en algún momento. Petróleo sangriento empieza después de la caída colectiva, del “pecado” que mancha como el petróleo.
La película respira un gusto mórbido por los fondos y los pozos, estanques de materia en los que Plainview encuentra la compensación a todos sus deseos. No hay mujeres en esta película, plena de cavidades y de formas casi hiperbólicas de penetración. Toda la sensualidad del personaje se resume en su preferencia decadente por ir cada vez más bajo y destruir al rival.
En la alternancia entre la llanura y el pozo, entre el desierto y la perforación, los espacios abiertos ceden paso a los interiores sombríos. Las precarias construcciones del campamento se alternan con los interiores en penumbras de las cabañas de los campesinos. Los pioneros del petróleo y de la fe en esas comunidades alejadas se convierten en fanáticos de sus credos y sus espíritus de rapiña.
Por eso, Daniel Plainview llega a territorios inexplorados pero no vírgenes. Encuentra en ellos contradicciones y ambiciones humanas sembradas allí desde hace tiempo: conflictos familiares; expectativas de los padres opuestas a las de los hijos; enfrentamientos casi bíblicos entre hermanos. Plainview llega a tierras corroídas hace mucho por la disensión, la pobreza y la ignorancia.
Es fascinante el modo en que el director Paul Thomas Anderson (Boogie Nights; Magnolia; Embriagado de amor, su mejor película hasta Petróleo sangriento) procesa su gusto por el exceso, la grandilocuencia y el expresionismo. En los espacios abiertos, compone la imagen en profundidad, trabaja con el foco selectivo, aprovecha el ancho del formato panorámico para crear relaciones de sentido sustentadas en el gesto, el porte, la expresión física y la distancia entre los actores. En los interiores, en cambio, oscurece los fondos, aprovecha el claroscuro, se concentra en los rostros y en las miradas oblicuas de Plainview, atraído siempre por lo bajo y lo profundo.
Daniel Day-Lewis es central en la película. Está en el encuadre todo el tiempo y allí lo vemos moverse, renguear, estirarse con dificultad, caer y pararse. Su intimidad domina la película: hasta sus resuellos se escuchan en primer plano mientras la imagen de su cuerpo está en el término más lejano del plano general.
Plainview parece un personaje de Orson Welles; pero no Kane, sino Quinlan, el protagonista de Sed de Mal, que resume todos los apetitos perversos por el poder. Cada escena con él está cargada de furia y de ruido. Day-Lewis actúa de modo visible; “juega”, construye un personaje, hace una performance.
Y es que Plainview también es un actor.
En las comunidades a las que llega, Plainview asume el papel de un gran árbitro y conductor, de imagen salvadora. Se convierte en un personaje providencial que representa su propia importancia y capacidad para cambiar el destino de la gente.
Recita un libreto(“He recorrido medio estado...”) y se ubica en el centro de la escena, junto con sus allegados. Se muestra ante las asambleas de campesinos como pionero y patriarca, núcleo de una jerarquía familiar que tiene a su hijo como brazo derecho y a sus colaboradores como personajes incondicionales.
En ese trance, encarnando ese rol, conoce a su adversario, el otro actor. Eli Sunday (Paul Dano), predicador en agraz, aparece como hijo preocupado por el destino de la propiedad familiar, pero pronto de revela como dueño de su propia puesta en escena y, por eso, inaceptable competidor del magnate del petróleo.
El enfrentamiento entre Plainview y Sunday es el de dos actores que disputan para decidir quién es el villano y quién el héroe frente a un auditorio dispuesto a creer en las artes de los dos. Pero en la representación echan mano a estilos contrapuestos.
Plainview es un actor de Método, tenso y concentrado hasta cuando duerme en el suelo, contraído e incómodo. Murmura siempre; saca de adentro sus sentimientos primarios; repite los tics del mirar torvo; su voz y su dicción son como el resultado de una disposición aprendida de la mandíbula y de la distorsión permanente de la boca.
El joven Sunday, en cambio, tiene expresión beatífica y rostro casi impasible. Puede enfrentar la humillación de no ser llamado a inaugurar la perforación casi con la rigidez de un asceta. Sólo se crispa durante los servicios religiosos, modulando por lo alto el registro de su actuación.
¿Cuál de ellos dos es el mejor actor?
El que engañe ocultando su rapacidad, haciéndola pasar por natural. El escenario de la Iglesia es el primer terreno de confrontación: el bautismo de Plainview es una farsa jugada al alimón. Ninguno cree en la sinceridad del otro. El segundo enfrentamiento, en la pista de Bowling de la mansión del magnate, es la decisiva: gana el barón del petróleo en el exceso y la estridencia.
Hay algo animal en ambos personajes. Daniel Day-Lewis marca territorio, es rapaz y sus movimientos parecen mecánicos, de puro instinto. En las noches de luna llena, ese lobo solitario, capaz de destruir en un instante cualquier sentimiento de paternidad o fraternidad, deja ver las formas de una personalidad crepuscular, movido en sus afectos por algún objeto del pasado. Sunday, en cambio, parece un ave, de apariencia apacible pero persistente en sus costumbres, listo para dar un picotazo allí donde pueda obtener provecho.
El costado espectacular de Petróleo sangriento está ahí, en la exhibición de esos estilos contrapuestos de fanatismo: el tumultuoso y agresivo frente al relajado y persuasivo. Cada uno de ellos crea su puesta en escena y tiene sus intérpretes, sea en el pozo de explotación o en el púlpito de la iglesia.
Puestas en escena usadas para normalizar la codicia, justificando la acumulación perversa de los capitales surgidos del petróleo y la religión.
A algunos, la interpretación de Day-Lewis les podrá parecer un ejemplo de sobreactuación, de performance forzada, saturada de efectos e intenciones. Pero la película nunca busca lograr el "efecto de lo natural", del realismo o la contención.
Day-Lewis tiene un juego potente que culmina con el conjunto de secuencias ambientadas en la mansión, en 1927, que apuestan a la febrilidad, el desequilibrio, la teatralidad expuesta y la exhibición del escenario de la locura y el poder total. El actor, luego de pasar por todos los estados de la concentración y agotar sus posibilidades dramáticas (que incluyen el registro del exceso y hasta el ridículo) anuncia su salida de escena en el plano final: "ya terminé", dice.
Petróleo sangriento es una película formidable, atípica e insólita en el cine norteamericano de hoy, tan estandarizado. Luce un aire de clasicismo que el transcurso de la acción desmonta (la extraordinaria partitura musical de Jonny Greenwood es casi protagonista, sonando serena en los momentos intensos y exaltada en el plano general y descriptivo; pasando de lo sinfónico a lo sincopado o a la percusión incesante), convirtiéndola en una película muy viva y moderna, equivalente a las primeras cintas de Robert Altman en el panorama del cine norteamericano de los años setenta. Paul Thomas Anderson dedica la cinta a Altman, tal vez teniendo en mente el recuerdo de Del mismo barro (McCabe & Mrs. Miller), tan influyente en Petróleo sangriento.
Ricardo Bedoya
8 comentarios:
Excelente critica, Ricardo.
Me falto decirte lo mismo de "There will be blood".
Tu si no regalas peluches ni posters, lo que te da una integridad que ya muchos quisieran.
Sí, esta película tiene algo que ver con Al este del paraíso tal vez porque hay un enfrentamiento potente entre hombres y los padres que se mepeñan en no entender sea un tema importante.
Señor Bedoya: cuándo se anima a dictar un curso no universitario sobre apreciación cinematográfica y luego un curso posterior sobre crítica de cine?? Sé que sería un éxito tanto académico como comercial. Ojalá se anime, no hay muchos buenos críticos en el medio, y los que queremos serlo necesitamos recibir formación de los que ya tienen experiencia y competencia.
Saludos,
Excelente la crítica aunque yo tengo algunos reparos a la actuación de Daniel Day Lewis, por ratos demasiado impostada, excesiva en esa teatralidad que ud. expone.
Faltó agregar al inicio de este comentario un pequeño párrafo explicando que se trata de una versión ampliada del texto publicado en El Dominical. A diferencia del texto sobre los Coen, casi no leo este comentario por culpa de esa omisión
¡Fassssscinannnnte! ¡Extraordinario! ¡Fabuloso!
Pese a mi total estulticia cinematografica todavía reconozco la sabiduría cuando entro en contacto con ella.
A pesar de todas las virtudes que ustedes consideran que tiene esta pelicula, como espectador les digo que a mi me aburrio y a todos los que fueron al cine conmigo también; esperabamos algo mejor y la verdad me decepciono, no es una pelicula entretenida, no es un hecho histórico interesantemente contado, no hay nada heroico, nada que rescatar, una moraleja, algo, no me deja nada, salvo las buenas actuaciones, pero parece un simple relato de la biografia de Plainview, muchos tiempos muertos, que no aportan nada a la pelicula, no se cual es el mensaje a rescatar, la psicologia del ser humano? mmmm, alla los psicoanalistas, yo no la recomiendo.
Abel
La película en sí misma no es para mí muy atractiva, salvo una que otra escena, pero ver en acción el estupendo ARTE de Day Lewis es suficiente para justificar tragarse cuando menos una hora de "amargura cinematográfica". La comparación que el autor de la crítica (que es en general muy buena) hace del film con los clásicos no me parece muy en caja, porque, como desgraciadamente se acostumbra en el cine contemporáneo, el laconismo domina y hace poco inteligible el material, con demasiadas cosas sobre-entendidas. Todo lo contrario que en las buenas películas de antaño, donde la claridad explicativa era requisito sine qua non.
Lo peor es el final, que no es creible como no sea en la psicopatología, y más parece algo alegórico. En todo caso no lo percibo como un efecto logrado, sino como una falla. Una especie de postrero "hipo" fílmico que deja un mal sabor en la boca del espectador. Creo que un final distinto, más amable, hubiera salvado hubiera podido salvar la impresión de oquedad que ronda la película entera.
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