jueves, 9 de agosto de 2007

Diario de Festival XIII: la evidencia de Luz silenciosa


Luz silenciosa, de Carlos Reygadas, es una gran película.

Confieso que fui a la proyección con algunas prevenciones, pese a mi admiración por Japón, su primera película. El estilo ostentoso y ecléctico de Batalla en el cielo, capaz de ofrecer momentos intensos y deslumbrantes junto con otros en el filo de la pirotecnia visual y la inflación de recursos para atarantar, me provocaba cierta desconfianza y me hacía temer una exhibición de virtuosismo exacerbante.

La ostentación fotográfica y el virtuosismo audiovisual de Luz silenciosa -no el preciosismo, que no existe- están perfectamente justificados. Al igual que la opulencia de cada una de las imágenes, que van situando la película en el terreno de lo inmenso, de lo cósmico, en contaste con la autarquía del pequeño mundo en que se ambienta la acción y de lo reducido, ceñido, personal y concreto de la anécdota esencial: la historia de amor de tres personajes de una comunidad menonita en México.

Lo que importa aquí es la puesta en escena, sin fisuras. La lentitud del ritmo, el esplendor horizontal del formato, los largos planos fijos, las enérgicas elipsis, la densidad del sonido, los ruidos naturales, las variaciones de la luz en los exteriores y la suave calidez nórdica de la iluminación en interiores, el tictac del reloj, la ausencia de música –salvo en los dos momentos en que escuchamos canciones; sobre todo el gran momento de Jacques Brel en la televisión- los paneos de seguimiento y reencuadre en exteriores y los travelligs desde el carro, largos y dilatados, en perfecta sincronía con el tiempo de la acción, con el peso del paso del tiempo.

Y en el centro de todo eso, una multitud de detalles de composición: la simetría entre las dos mujeres, Esther y Marianne, tal vez sea la más significativa y emocionante.

Hay dos secuencias extraordinarias que hablan de esa equivalencia entre las dos en la pasión, el amor y el dolor. En ambas, ellas le dan la espalda a la cámara y la composición juega con la idea de centrar su presencia o descentrarla para siempre. Son las escenas de Marianne, ausentándose de la relación con Johan, luego de la escena de la “despedida” (“La paz le gana al amor”, dice Marianne), y la del desayuno posterior, con Esther, presidiendo la mesa y el encuadre.

Luz silenciosa es como un ritual incantatorio e hipnótico, de personajes ensimismados en un conflicto de fe, sí, pero también ético, sobre la lealtad, la fidelidad, la verdad. En el centro está Johan, el hombre que llora por su conflicto de conciencia. Y esa es la sustancial diferencia con Ordet, la obra maestra de Carl Dreyer, que Reygadas toma como texto modélico, confrontándose con él de frente, sin disimulos, tratándolo de tú, pero con un respeto y admiración enormes.

Reygadas elige a Dreyer para darle una lectura especial, original, apasionante. Aquí, el amor corporal, el deseo concreto que desgarra y asalta a las personas que tienen los pies sobre la tierra y los enfrenta a alternativas difíciles de resolver, es la fuerza que mueve las acciones de cada uno, pero también el paso de las estaciones, la existencia material de los seres y hasta de la naturaleza misma.

El padre y predicador dice que el adulterio de Johan es obra del demonio. Johan lo considera obra de Dios. Marianne, amante de Johan, dice que no se arrepiente de nada y que a pesar del dolor de la relación ha sido lo más importante que le pasó en la vida.

Ese apego a lo real, a la vivencia concreta (la que se revela en el beso final de Marianne), más allá de la experiencia iluminada, extática, y del fervor místico, relaciona Luz silenciosa, más que a Ordet, con otra maravilla de Dreyer, Gertrud, la película final y testamentaria del director danés.

Los personajes de Luz silenciosa están muy cerca de la avidez erótica y la pasión de Gertrud, en cuyo epitafio dice: Amor Omnia. Para los personajes de Luz silenciosa también el “amor es todo”: nacen, mueren y resucitan por él.

Pero además Luz silenciosa tiene una sensualidad particular, de temperamento nórdico, sí, pero alejado del rigorismo formal de Dreyer. Una sensualidad soleada que evoca al Bergman de los inicios: la secuencia del baño de los niños en el estanque lo demuestra.

Las largas imágenes de apertura y cierre de la película, con todo el mundo natural resonando debajo del cielo, remiten a un panteísmo sensualista, físico, terrenal. Curiosa materialidad que se siente también en la secuencia mortuoria, con la presentación minuciosa y formidable del rito de la preparación del cadáver, con esa luz blanca que lo baña todo.

Luz silenciosa es una película extraordinaria, de otra dimensión, vuelo y calado. Esta es, apenas, una primera impresión. Me gustaría volver a hablar de ella. Ojalá el Centro Cultural pueda estrenarla.

Ricardo Bedoya

1 comentario:

Anónimo dijo...

porque solo han estrenado esta magnífica película en sólo dos salas, ¿acaso los distribuidores nos tienen en tan poca consideración que creen que solo nos gustan los cloverfields y spiderwicks?