domingo, 28 de diciembre de 2008

Allen y Haggis



“Sueños y delitos” (“Cassandra’s Dream”), de Woody Allen, y “En el valle de las sombras” (“In the Valley of Elah”), de Paul Haggis son muy distintas en estilo pero tienen más de un punto en común.

Ambas ofrecen un retrato sombrío y desesperanzado del mundo y de la vida actual. Y lo hacen a través de fábulas, historias casi ejemplares de ambición y corrupción puestas bajo el signo de la referencia mitológica, bíblica o legendaria y expuestas en clave de género. Woody Allen apela al thriller criminal; Paul Haggis, el drama familiar.

De Casandra a Caín y Abel
“Sueños y delitos”, desde el inicio, anuncia que todo irá mal. A esos hermanos ingleses (Colin Farell y Ewan McGregor), de origen popular, les atrae la buena vida y una embarcación llamada El sueño de Casandra que está en venta. ¿Cómo adquirirla? Tal vez trabajando duro; tal vez con un golpe de suerte en el póker. Hasta que un tío rico llegado de Hollywood aparece como el vellocino de oro. Pero entonces el retrato de estos muchachos ambiciosos de acento “cockney”, con apuros económicos y sueños de grandeza, gira al negro retinto. Se suceden la posibilidad de un delito, sus preparativos, la comisión del crimen, las secuelas de la culpa y un final inesperado. Estamos en la línea de películas como “Crímenes y pecados” o “Match Point”.

Es decir, ante una reedición de asuntos recurrentes del cine de Woody Allen: el plan perfecto que se enreda hasta terminar en desastre; la ambición que no es recompensada; el destino como fuerza motora; la omnipresencia de un Ojo superior que vigila las faltas íntimas de cada quién y las persigue en forma de insoportable culpa.

En “Sueños y delitos”, más que la mirada de Dios está la voz de Casandra que advierte la destrucción de esa Troya de la ambición, la codicia y las manipulaciones inescrupulosas, pero nadie la escucha. Por eso, esta película es como un “thriller” negro en la que dos personajes, perdedores por naturaleza y destino, pero ganadores en apariencia y vocación, se convierten en agentes de su propia destrucción. Todo suena muy enfático, marcado, determinista, simbólico, y hasta cierto punto lo es. Pero no hay que olvidar que Allen es un comediante consumado y sabe que hasta en los peores aprietos puede darse un toque irrisorio o un costado burlesco.

El lado más atractivo de esta película está en sus inesperadas volteretas. Cuando las grandes nociones (destino, tragedia, culpa) empiezan a infiltrarse en el asunto, Woody Allen se encarga de buscarles un lado absurdo para rebajar su gravedad por un momento. Ahí está, por ejemplo, la inesperada aparición de la víctima en el bar ante Colin Farrell, en una coincidencia inverosímil: las ideas de destino, desgracia e inicio de la culpa y el remordimiento hacen cortocircuito y lo patético se confunde con lo cómico. La influencia de Casandra gira hacia un comentario del tipo: “¡qué piña eres, Colin!" También resultan burlescos los preparativos del crimen, terribles y angustiosos para los personajes sin dejar de ser una sucesión de torpezas y apuros de último momento para los espectadores. La pistola de juguete que termina convertida en cenizas echadas en un basurero da cuenta del doble fondo de la tragedia, o de la comedia, o de las dos mezcladas.

La película se mueve bien en el terreno de la intriga, lo que incluye el suspenso. Allen es un narrador funcional que no se adorna para contar sus historias, yendo al grano con eficacia y sequedad. Resultan más obvios, enfáticos y pesados los simbolismos evidentes, como el del navío que recuerda la ambición que castiga y pierde a los hombres, o la conversión de los cómplices en nada menos que Caín y Abel. Del sueño de Casandra al crimen original.

David y Goliat
Paul Haggis es el director de “Crash”, esa cinta rimbombante y pretenciosa que ganó el Oscar a la mejor película de 2004. “En el valle de las sombras”, su película siguiente, es bastante mejor y muy estimable. Haggis le da a la guerra de Irak un tratamiento semejante al de algunos de los cineastas norteamericanos que abordaron el conflicto de Vietnam en los años setenta. Es decir, mira la guerra a partir de sus consecuencias y efectos en la conciencia de “uno de los nuestros”.

Tommy Lee Jones, en serena y formidable actuación, es un militar norteamericano retirado que emprende la búsqueda de su hijo, declarado desertor o desaparecido, luego de su regreso del frente de batalla en Irak. Es un hombre rudo, que cree en los valores tradicionales y en el papel de su patria como defensora de derechos fundamentales. Es insospechable de radicalismo o insumisión, pero el viaje que emprende es de un desencanto creciente hasta culminar en una elegía por las ilusiones del idealismo patriótico extraviadas en el camino.

El relato de Paul Haggis es denso, reconcentrado. Hay aquí una pesquisa, pero no una verdad final porque ella deja de importar en el trayecto. Los motivos del crimen que investiga el militar se tornan cada vez más opacos porque todos los personajes de la película tienen miedo de algo que no logran percibir con claridad: un niño teme dormir en la oscuridad total; los soldados desmovilizados temen al recuerdo de algo que hicieron en Irak; el padre teme conocer la verdad de la conducta de su hijo. El temor detiene y provoca que los movimientos sean menos definidos y afirmativos. El desarrollo interrogativo de la acción, de avance lento y hasta moroso, se suspende al final en la decepción: la leyenda bíblica del arrojado David, puro y valeroso, frente a Goliat, enfrentados en el valle de Elah, se pervierte en la figura de los jóvenes norteamericanos que torturan, asesinan y se igualan en el ejercicio del mal.

Ricardo Bedoya

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Los críticos se le han prendido a Woody Allen como se le prenden a todos los directores que mantienen su excelencia. Parece que se aburrieran de ellos.

Anónimo dijo...

Bedoya, te has demorado mucho en publicar estos comentarios...