domingo, 11 de septiembre de 2011

La adicción a las cirugías: la era de los nuevos frankensteins



Con ocasión del estreno en España de la última película de Pedro Almodóvar, La piel que habito, comparto con los lectores del blog este artículo sobre el significado y las implicaciones antropológicas de la cirugía plástica. Esta nota no es un comentario sobre la película, que aún no se distribuye en el Perú, sino una reflexión surgida a raíz de la historia que propone y de una conversación sostenida con mis estudiantes universitarios.


Víctor Hugo Palacios Cruz


Sándor Marai decía que uno es el ser que creemos ser, otro el que los demás ven y uno distinto el que realmente somos. En la discrepancia entre las tres versiones fluctúan nuestras expectativas y disconformidades.

Una prueba de que Platón erraba al pensar que el cuerpo es la cárcel del alma, reside en que asociamos espontáneamente nuestra identidad con nuestra visibilidad exterior. Para una madre, las mejillas de su bebé son las de un ser que está más allá de la tersura de esa piel, pero que no puede ser querido sino a través del gesto de la mano. Ella no separa en dos dimensiones aquello que acariña entre sus brazos.

Escribía Michel Henry: «no tengo un cuerpo, soy mi cuerpo». Y éste no es solo obra de la naturaleza; también lo es de la concurrencia de pautas colectivas que asimilamos con distinto grado de conciencia. Más aún, el semblante recoge la vida que llevamos; es el sedimento de nuestros asombros, penas, agitaciones y silencios.


Para Julián Marías, la cara es la abreviatura de la personalidad. Un rostro sin arrugas es como un papel en blanco en el que no se ha escrito nada todavía. De ahí que en los ancianos, que han vivido tanto, la sonrisa sea más resplandeciente y el quejido más devastador.

Cuenta el caricaturista peruano Carlos Tovar, Carlín: “sentado con mi mujer en un café, ella me hizo notar que en la mesa vecina estaban tres damas que frisaban la cincuentena y, por lo que podía notarse, habían sacado todo el provecho posible de la rinoplastia, la blefaroplastia, la lipoescultura, el lifting, los lipoimplantes, el bótox y quién sabe qué otras maravillas. El resultado era asombroso: se habían convertido en casi trillizas. Tenían la misma nariz respingada, los mismos labios inflados, idénticos pómulos y mandíbulas, en suma, de no ser por el color del pelo, era muy difícil diferenciarlas. Sudé frío al vislumbrar un futuro de hombres y mujeres de rostros iguales, y aterradoramente inexpresivos (bótox mediante), como aviesos maniquíes dispuestos a cometer un crimen sin perder su acartonada sonrisa. En ese mundo horrible, tal vez deban las gentes llevar un número que haga posible reconocerlos. Añoraremos, entonces, los alegres días en que cada rostro, con la infinita riqueza de sus rasgos, era capaz de reflejar una historia, de inspirar un poema, de arrancar una lágrima o, por qué no, de provocar una sonrisa”.

¿Qué preferimos: que el rostro refleje nuestra sensibilidad y contenga nuestra biografía, o que, más bien, sea una composición elegida entre las opciones del mercado? El dilema es grave: ¿queremos ser quiénes somos o convertirnos en la réplica de un standard que otros deciden?

Las incitaciones del consumo, explica Gilles Lipovetsky, nos impelen a desprendernos de las ataduras del pasado y del entorno para escoger a gusto nuestra forma de vivir. «¿Quién quieres ser hoy?», preguntaba el anuncio de un maquillaje. Pronto esa alegre construcción de la identidad se convierte en una tarea onerosa e interminable a causa de las presiones publicitarias y la veleidad de los modelos.

Por medio de mil centelleos, una incesante oferta de objetos y experiencias nos satura creándonos nuevos complejos de culpabilidad ante el temor de perder el presente. La sociedad de consumo, según Zygmunt Bauman, exige a sus miembros convertirse ellos mismos en bienes que compiten entre sí para hacerse un lugar en el mundo. Si la platea celebra a la insulsa Lady Gaga es porque personifica el anhelo de estar siempre “allí” por obra de la renovación y la notoriedad.

No es la satisfacción sino la ansiedad lo que garantiza la rotación de los escaparates. Vivimos en la era de las aspiraciones; sentimos que al fin lo podemos todo y, con ello, multiplicamos las posibilidades de la decepción. Ninguna época ha conocido el miedo a caducar o fracasar como la nuestra. La civilización hiperconsumista, dice Lipovetsky, ha destruido la paz interior abriendo un continuo desacuerdo con uno mismo que hace difícil existir como sujeto, ser alguien en suma.

Ambroise Paré, el padre de la cirugía moderna, promulgó los fines de esta nueva disciplina en el siglo XVI: “eliminar lo superfluo, restaurar lo dislocado, unir lo separado, separar lo que se ha unido y reparar los defectos de la naturaleza”. Pero para el corazón humano es irreprimible querer ir más allá. El relato de Mary Shelley, Frankenstein o el nuevo Prometeo, atisbaba los excesos de nuestra intromisión en la naturaleza y en la vida. Ni siquiera el horror de las bombas atómicas del siglo XX ha inhibido ese empeño por “robar el fuego de los dioses”.

Tal vez el inocente regalo de papá a su hija de quince años –un aumento del volumen de sus pechos–, sea el inicio de una espiral de intervenciones alentadas por la sensación de que ya no es difícil ajustar el cuerpo al deseo propio, deseo sobre el cual precisamente actúa la volubilidad de las modas. La fisonomía de monstruo de porcelana de un Michael Jackson es el ejemplo más famoso de la angustia de tantas personas que perdieron para siempre la conformidad consigo mismas.

Nacer de nuevo, adaptarse, impresionar, aplazar la vejez y, en el centro de todo ello, no dejar de ser exitosos, son el aliciente de la adicción a las cirugías. “Hoy –escribe Bauman– se ofrece a los seres humanos convertidos en consumidores la oportunidad de amontonar varias vidas en una sola estadía abominablemente corta en la tierra”. El quirófano no es más el reducto inquietante adonde acudíamos, como diría Paré, para restaurar lo dañado, sino el espacio luminoso donde practicar el rediseño del yo. Como si estuviéramos peleados con nuestro pasado, como si estuviéramos hartos de ser lo que somos.

Hace años la cantante Shakira sorprendió a todos con su nuevo look: una figura más curva cubierta por unos rizos dorados. “Quería parecer bohemia como Alanis Morisette, tener el cabello de Britney Spears y el trasero de Jennifer López”, declaró. Cuerpos que son copias de otros cuerpos, caras caleidoscópicas, existencias collage, identidades de alquiler… Para fascinar antes que para ser entendidos; para ser mirados antes que queridos. Creo que las palabras de la legendaria Marlene Dietrich detienen justificadamente esta escritura: «Durante un tiempo tenía que ser bella para ser amada, y luego sentí que debía ser amada para poder sentirme bella».


Víctor H. Palacios Cruz
Profesor de filosofía de la USAT




2 comentarios:

Buenos dias playmobil dijo...

Muy buen articulo. Agregaria, si se me permite, que la consumidores de quienes menciona Bauman acumulan nuevas vidas paralelas a un periodo (voluptuoso) del ciclo de la vida. Por mi parte preferiria algunas otras vidas mas pero continuas, que vayan grabando en el cuerpo, el rostro, lo que se aprende.

Víctor Palacios dijo...

Gracias por comentar. Hay tanto que contar y examinar en este tema. Desde luego, la adicción a las cirugías es solo un síntoma de las tendencias y los terrores de nuestro tiempo. El juego de identidades es, sin duda, irresistible. Me fascina la carrera sinuosa, inteligentemente modulada, de David Bowie, que no es solo variación de looks, sino también de estética y de música. Interpretación y escena. En muchos artistas esas mutaciones son a la vez, como en Bowie, exploración e inquietud artística: Picasso, Miles Davis, Herbie Hancock, etc. A lo mejor, a algunos nos bulle un impulso a hacer tal variedad de cosas que la vida se nos vuelve tan estrecha. Levinas decía que el mayor miedo a la muerte es el miedo a la obra inacabada. Pienso que lo preocupante está en la ruptura, en la negación de los pasos que dimos, en el borrón y cuenta nueva y el deseo de empezar de cero. Recordar es agradecer lo recorrido, incluso en algún sentido bendecir los dolores que nos hicieron como somos. Poder contar nuestra propia historia. Me repugna honestaamente esa mudabilidad concentrada en la fachada y en el efecto, que no parte de una interioridad que aborde algún proyecto. Por supuesto, lo contrario es igualmente aterrador: la congelación de nuestro rostro. El equilibrio lo pone Ítalo Calvino: ser sin dejar de devenir, y devenir sin dejar de ser.