martes, 11 de agosto de 2009

Festival de Lima: La buena vida, de Andrés Wood


La última cinta de Andrés Wood, ganadora de un Goya en su última jornada, más que narrarnos cuatro historias sobre distintos personajes disímiles localizados en un mismo contexto, Santiago, nos expresa una realidad, esta, concebida por la modernidad y la globalización; el urbanismo. “La buena vida” nos retrata a Santiago y a sus miembros, estos sujetos y objetos productos de la urbanidad que está en continua transformación. Teresa es una psicóloga que intenta ayudar a las prostitutas de la ciudad, Edmundo es un peluquero que tiene como deseo comprarse un auto de marca muy fina, Mario es un joven que quiere formar parte de la Filarmónica y por último está una mujer indigente. Las cuatro son vidas muy distintas que en realidad nunca convergen debido a que cada uno posee un móvil muy distinto del otro; cada uno está encerrado en su propio mundo, tal y cual como lo pide la modernidad, fría e individualista.

Los tres primeros personajes están encerrados en una meta propia, sea esta personal, material o formativa. Teresa deberá responder contra la vida sexual precaria que llevan las prostitutas de Santiago, además tendrá que asimilar la realidad de vivir en una familia fragmentada; su vida como ex-esposa y sus diferencias con su adolescente hija que está a punto de tener un niño. Edmundo se debate entre la moralidad como hijo, de escoger que la tumba de su padre sea desalojada o no, poniendo en riesgo el crédito que acaba de conseguir a través de una amiga para comprarse su auto nuevo. Mario esperará su momento de conseguir el puesto en la Filarmónica, por mientras tendrá que conformarse tocando en una banda de carabineros. Cada uno de estos tiene una lucha con un final abierto, no se sabe ni se sabrá si llegarán a solucionar sus problemas o conseguir lo deseado, no es al menos esa la intención del director. La historia de la indigente sería uno de los personajes más complejos aunque predecible. Es una mujer que vive entre las calles y un cuartucho donde yace su hijo que siempre está inconsolable. Su misma imagen y situación nos evoca a un final trágico y lógico; su deceso. Es la derrota del sujeto que no está a ritmo con la velocidad de la modernidad. Esta indigente no tiene metas ni superaciones que por supuesto no son detalladas, aquí su complejidad, no se sabe mucho de ella, se sabe lo suficiente, es por esto que estamos hablando de un retrato y no de la narración de una o varias historias. Wood es conciso e indiferente; sus personajes deben estar siempre a un margen del anonimato. Entrar en detalles de la historia de cada uno sería evocarse a un proyecto personal.

“La buena vida” es una mirada a la realidad por la que pasa gente de Santiago, todo visto desde una generalidad y no en específico: “no pasa nada, como la vida”, no hay nada preponderante en esta cinta, solo historias que ocurren y fluyen por sí solas, pero siempre obedeciendo a su realidad misma, Santiago como una ciudad urbanizada y laberíntica. Wood esquematiza con cuidado los elementos que han ido institucionalizándose en la realidad chilena como son las happy hours, el ya no tan nuevo sistema de transportes llamado Transantiago, los café con piernas. No es gratuito que todos los personajes vivan en departamentos que además son estrechos y casi baldíos. Los centros comerciales con tiendas diminutas y subterráneas son producto de una evolución que siempre está dejando atrás a los individuos acostumbrados (o subyugados) a su realidad.

Si bien la cinta no supera a “Machuca” por ser una película más atractiva y comprometida en su temática sobre la dictadura de Pinochet, “La buena vida” no pierde esa naturaleza sugerente por la que se caracteriza Andrés Wood al contarnos, no más sobre Santiago, sino lo que es. Además, el discurso de Wood es diferente a la mencionada. Esta vez es más pasivo que activo. Visto este tipo de “buena” vida con ironía se van dinamizando las cuatro historias representadas por actores ya reconocidos por Wood como Aline Kupenheim y Manuela Martelli aparecidos anteriormente en “Machuca”. La línea argumental nunca se ve extraviada muy a pesar que son cuatro historias que siempre van en paralelo pero fijadas en un mismo sitio y situación contextual. Cabe concluir que no hay una intencionalidad. El mismo autor se mantiene anónimo en opiniones tomando esta película más como una expresión que una manifestación.

Carlos Esquives

1 comentario:

Alberto dijo...

Ganadora del último Goya a la mejor pelicula hispanoamericana, esta obra de Andrés Wood (Historias del fútbol, La fiebre del loco o Machuca), uno de los tres cineastas chilenos más conocidos, junto a Miguel Littin (cuyo hijo firma la fotografía en ésta) y Silvio Caiozzi, es interesante desde el momento en que apuesta por mostrarnos cuatro historias reales (y varias subtramas paralelas) de personas que viven en Santiago como lo podrían hacer en cualquier otra ciudad del mundo.

Profundamente urbana, lo que se siente en los bocinazos, el tráfico humano y de máquinas, las prisas, etc, la ciudad es ese ente inanimado que estimula a la par que ahoga los sueños y esperanzas de sus habitantes; los cuatro personajes principales están involuntariamente sometidos a esa vorágine de la gran capital, sus respectivas infelicidades y frustraciones no parecen tan graves cuando se las compara a la global desdicha de cada particular elemento de ese hormiguero.

Pero aquí acierta Wood al devolver la individualidad perdida a esas cuatro almas solitarias, a esas pequeñas hormigas que pujan, ceden, renuncian y evolucionan en sus sentimientos, porque la buena vida es algo que muta, que cambia, los sueños trocan en realidades diferentes, que son a su vez nuevos sueños, nuevas luchas, es una mera cuestión de supervivencia.

Ojo, hay un personaje al que se le niega esa meta, su ruta está ya decidida por los imponderables, y no queda ninguna esperanza salvo aquella que signifique el fin de su tiempo, el descanso para ella llegará cuando ya no quede nada, cuando se acabe todo.

Me gusta la pelicula porque induce a la reflexión, aunque carezca de cierta cohesión en sus diferentes tramos narrativos, la cosa fluye sin que se vea más que una rebuscada intersección entre sus elementos, tal vez un recurso buscado por su director (que la escribió junto con Mamoun Hassan adaptando una idea original de Rodrigo Bazaes) para acentuar esa soledad insólita y contradictoria al estar rodeado de millones de personas.

La labor de los actores es más que correcta,especialmente Roberto Farías como Edmundo y Aline Küppenheim como Teresa.

Alberto Rodríguez