miércoles, 5 de noviembre de 2008

Los caminos silenciosos de Pere Portabella. El silencio antes de Bach, 2007



Faltaban cuatro días para que el Festival de Cannes llegue a su fin y la película programada para la última fecha de competencia aún no había llegado a manos de la organización. La copia no estaba lista: se encontraba todavía en París, donde el director y los técnicos trabajaban a contrarreloj para terminar la mezcla de sonido. Todos los involucrados temían lo peor y ya se hablaba de cancelar la presentación. Sin embargo, dos días después, luego de muchos nervios, la copia estuvo lista y arribó fresquísima al Festival.

Pero la alegría duró poco: se trataba de una película española y en aquella época -1961- cualquier obra ibérica tenía que pasar por la censura oficial del franquismo antes de ser exhibida públicamente. Además, el director en cuestión –Luis Buñuel- ya tenía fama de problemático y, aunque habían seguido de cerca todo el proceso de producción, los burócratas necesitaban ver la copia final para autorizar el estreno.

Buñuel, aún en París, dejó la suerte en manos de sus productores y ellos emplearon todo su arte para convencer al Director General de Cine Español de que no había tiempo para revisar la copia. Se discutió mucho, el tiempo y la presión jugaron a favor del cine y finalmente, la película se saltó la censura y fue exhibida por todo lo alto en Cannes. Tan es así, que sólo pasaron pocas horas para que el Festival le concediera su máximo premio: la Palma de Oro.

Sin embargo, rápidamente la película fue tildada por la prensa de derecha como “sacrílega” y el pobre Director General de Cine fue despedido de inmediato. El gobierno y la prensa española silenciaron todo lo que estaba en sus manos y se prohibió el estreno dentro de su país. En Roma, no faltó quien demandara la excomunión de los responsables, y quizás hoy ese film estaría perdido si en su momento no lo hubieran vuelto “mexicano” casi a la fuerza, para salvarlo.

Originalmente, la película llevaba el nombre de La belleza del cuerpo. Luego, su título cambió a Viridiana. Y con ese nombre pasaría a la historia.

Uno de los hombres detrás de toda esta génesis fue el productor de esta película. Él se llama Pere Portabella, es catalán, tiene 81 años y recordar estos sucesos no le afecta: Ha vivido mucho tiempo al margen de la industria oficial y de los burócratas estatales. Ha sido expulsado del gremio y ha impulsado realizaciones cinematográficas casi clandestinas. Ha producido a Buñuel, pero también a Carlos Saura (Los golfos, 1959), a Marco Ferreri (El cochecito, 1960) y, más recientemente, a José Luis Guerín (Tren de sombras, 1997).

Y, desde luego, Pere Portabella también se ha producido a sí mismo.

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La habitación está vacía y en silencio. El blanco de sus paredes llena la pantalla e iluminan la sala. No, no es una habitación. Son varias. En realidad son compartimentos de una galería de arte, todas vacías, todas con paredes blancas, todas en silencio. La cámara avanza en un travelling lento por toda la galería, hasta el último rincón. Tampoco ahí hay nada. De improvisto suena una música y aparece una pianola rebelde, agresiva, que se enfrenta a la cámara, que avanza hacia ella y la hace retroceder. Las teclas de la pianola son apretadas electrónicamente. Suena una de las variaciones de Bach. Luego de ese extraño enfrentamiento cara a cara entre la música y el cine, cámara y pianola parecen llegar a un acuerdo: una contempla a la otra, la otra se refleja en una. Se calman y dan paso a la siguiente escena. Es un hombre ciego que intenta afinar un piano. Así empieza El silencio antes de Bach.

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Antes de mandarse con el cine, Pere Portabella concluyó que sólo valía la pena hacer cine si se cuestionaba desde el inicio todo el lenguaje cinematográfico. Nunca le interesó el lenguaje adocenado, pseudo profesional, lenguaje que, según su opinión, se había arrodillado demasiado ante la industria. Más ético le resultaba aceptar la mutación del lenguaje en beneficio de las nuevas necesidades de expresión. Más valorable le resultaba buscar un camino nuevo a recorrer aquel que ya se venía transitando mucho en el medio de entonces.

Es por eso que, desde sus inicios, los compañeros de Portabella en esta gran aventura no fueron cineastas ni cinéfilos ni productores. “Busqué la colaboración de personas que estuviesen distanciadas y no deformadas por el problema del cine”. No es casual que el primer convocado fuera un implacable experimentador del lenguaje, el poeta y autor dramático Joan Brossa. No pasaría mucho tiempo para que el músico Carles Santos y, posteriormente, el célebre Joan Miró colaboraran con él. En los setentas, además, Portabella participaba en el Grup de Treball, el colectivo más importante de artistas conceptuales de Barcelona, con marcado perfil político.

Como ha ocurrido en pocos momentos de su historia, el cine fue entonces un arte concebido en fusión con otras artes, sin el ego por encima del resto, como una corriente que pertenecía a un caudal mayor cuyo destino era incierto y, por lo mismo, deseado.


"Para llegar a un lugar desconocido hace falta hacerlo también por caminos desconocidos”, proponía Portabella.

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Ya desde su primer cortometraje (No contéis con los dedos, 1967) se pueden encontrar huellas de distintos rasgos que posteriormente se atribuirán constantemente a Portabella. Por ejemplo, el afán por apartarse de la estructura narrativa convencional, aristotélica, que desde hace décadas es moneda común en un arte demasiado nuevo como este. Este corto, y también su primer largo (Nocturno 29, 1968) están construidos a manera de pequeñas secuencias encadenadas al estilo de la publicidad que se emitía en los cines de entonces, según relata el propio cineasta.

En Die Stille vor Bach/El silencio antes de Bach, este rasgo se mantiene. Cada uno de los 32 fragmentos de la película tiene, en apariencia, una cuidadosa autonomía formal que lo independiza de los otros. Pero, a diferencia de lo que algunos comentaristas españoles afirman, no se trata de una eliminación del sentido de elipsis, sino más bien de una ampliación de tal sentido.

Por ejemplo, en una secuencia podemos apreciar el momento en que un criado compra pescado en un mercado alemán del siglo XVIII; vemos cómo envuelven al pescado crudo en papel viejo; finalmente acompañamos al criado a una gran casona y vemos a Félix Mendelssohn descubrir en el papel que envuelve su pescado las partituras de La pasión según San Mateo, de Bach. Dice la leyenda que la música de Bach hubiera perecido en el olvido de no haber sido hallada por Mendelssohn entre la basura de un carnicero. En una secuencia de seis o siete minutos, Portabella erige esta leyenda, para, luego de un corte simple, pasar a un camionero de nuestros días, que recorre las autopistas europeas llevando grandes mercancías, y que en sus ratos libres empieza a tocar “música de cámara”. Melodías de Bach, claro.

Parece que hemos pasado a otro relato, a otra cuestión. Pero estamos siempre regidos bajo la misma mirada.

Es decir, la estructura que ha desarrollado el director no se aprecia linealmente, sino a nivel de una esfera, en donde distintas regiones –quizás separadas entre sí- giran en torno a un núcleo unificador, un espíritu que envuelve el antes y el después, al noble y al obrero, al humano y al objeto. Realmente un espíritu, un fantasma que recorrió todo Europa –empezando por el Dresden- y que aún continúa vigente. Cuando la pianola, gracias a su mecanismo, empieza a producir música sin la presencia de un pianista, cuando vemos esas teclas hundiéndose sin dedos que las opriman, nuestra atemorizada alma se ve volcada a una de las emociones más primitivas de la infancia: es el temor de estar frente a un fantasma.

Es curioso cómo es más notoria la presencia de un fantasma justamente cuando no vemos a nadie. Portabella incluye escenas donde vemos fragmentos casi cotidianos (nunca triviales) de la vida del compositor. Pero son quizás las menos intensas. Son en las secuencias “contemporáneas” cuando la película impulsa emociones contradictorias, como cuando un viejo se disfraza del músico para servir de guía a los turistas de Leipzig, con un aire confuso de patetismo y orgullo. Ahí, Bach está y no está. Como en la pianola que-se-toca-sola. Como cuando vemos en primer plano una partitura avanzar delante de nuestros ojos. Como cuando la música se mezcla con los ruidos de los autos, del metro, de pasos de caballos, de relámpagos. Como cuando al fin el silencio retorna a nuestras vidas luego de la proyección. Está y no está. El formalismo es riguroso, pero la metafísica de la obra es más sugerente.

Y cuando el proyector se apague no quedará más que el lienzo en blanco.
La ausencia es a veces una manera traviesa –aunque triste- de decir presente a los demás. El silencio es un ruido poderoso. La pantalla en blanco no es solamente eso. Y en el caso de Bach, el sentido del vacío tiene sus bemoles.

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Pere Portabella ha sido calificado de vanguardia, especialmente luego de Cuadecuc-Vampir (1970), descrita como película de culto hasta hoy. Él también ha sido calificado de mecenas, debido al constante apoyo brindado a cineastas “distintos”, ya sea desde la producción o desde su puesto de senador -tras las primeras elecciones democráticas que siguieron a la dictadura-. Se le ha criticado de elitista, de demasiado europeo en sus temas… Y pueden ser comentarios válidos. Por momentos, la propia película termina por causar desconcierto: su rigurosidad formal obligatoriamente decae en ciertas secuencias, lo cual también es entendible (más que una cinematográficas, lo que vemos son variables musicales); se percibe también un tono a veces demasiado solemne en varios momentos, como el de los hombres cultos disertando en la biblioteca (uno dice algo como “sin Bach, Dios quedaría disminuido, Bach es la muestra de que el mundo vale la pena…”, agotador); y además la propia música de Bach puede terminar por saturar a los espectadores desprevenidos.

Y sin embargo, no es solamente respeto lo que uno termina sintiendo por la obra de Portabella. También estima y agradecimiento se le concede a este cineasta, otro octogenario que siente y piensa el cine con una frescura completamente ajena a nuestra juventud. Él fue uno de los primeros en España que proclamó que era el espectador quien debía terminar las películas frente a esa pantalla en blanco. Curiosamente, ahora es Guerín, uno de sus antiguos protegidos, quien repite esta máxima por donde va. Ambos se encontraron el 2007 en Venecia, diez años después de trabajar juntos. Lo curioso es que En la ciudad de Sylvia competía en la Sección Oficial, y El silencio antes de Bach se presentaba en la sección Nuevas Tendencias. “Tengo que decir que estoy encantado, a estas alturas de mi vida, ser considerado como una nueva tendencia”, declaró risueñamente Pere.

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En unos días llega a Madrid Manoel de Oliveira. Otro viejito que, como Portabella, también avanza con entusiasmo y sapiencia por los nuevos senderos de un arte que, en no muchos años, cambiará completamente su manera de ser concebida. El cambio será radical. Las viejas estructuras no caerán pero se cimentarán otras. Y luego otras. Es inevitable.

Es lo que estos cineastas ya han anunciado desde mucho tiempo atrás. Es lo que estos vehementes ancianos desean contemplar antes de convertirse en espíritus, en silencio, en fantasmas.

Fernando Vílchez R.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Para aquellos a los que nos gusta el cine para leer, este artículo de Vílchez es una verdadera delicia. Gracias por compartirlo Ricardo. Aprovecho para pedirte el comentario de "Honor y Orgullo" (Pride and Glory), de Gavin O'Connor, interesante policial que aún está en cartelera.