La protagonista de "La felicidad trae suerte" (Happy-Go-Lucky) se llama Poppy (Sally Hawkins), una institutriz de treinta años que encarna en gesto, actitud y talante, la felicidad plena. En un Londres de colores vivos y arquitectura urbana amplia, resaltada por el formato panorámico, Poppy busca ser coherente con su propia y eufórica manera de ver la vida. Nada la amilana: ni el dolor en una vértebra ni el robo de su bicicleta. Es casi compulsiva en su optimismo y habla con todos, sean ciudadanos mal encarados o los desconocidos peor dispuestos, desarrollando un lenguaje gestual que recuerda el de la Giulietta Masina de los filmes de Fellini, aunque sin su melancolía, o el de los clowns del cine mudo, pero sin su frenesí. Parece ser la única persona feliz en un mundo de seres desgraciados, tristes, neuróticos, obsesivos, como abundan en la obra de Mike Leigh.
Poppy es excepcional porque es alegre y bien dispuesta. La actriz Sally Hawkins realiza una prueba de esfuerzo, un verdadero “tour de force” histriónico para darle rostro y cuerpo a esa alegría. Al principio, su beatitud irrita; luego sorprende; acaba persuadiendo. Y es que la trayectoria del personaje, como de la película toda, es como una curva: pasa del registro de la boba, simplona y sempiterna felicidad inicial de su personaje principal, a la comprensión del malestar de los otros, hasta llegar a un equilibrio que es grave y ligero a la vez. La cinta halla su tono en el tercio final y llega a él junto con Poppy, que cierra la trayectoria de su aprendizaje personal.
“La felicidad trae suerte” es, pues, una comedia de acentos atenuados que observa los encuentros y desencuentros –a veces divertidos, románticos, patéticos, absurdos, crispados, o todo ellos juntos- de la protagonista con su entorno. Una secuencia expresa muy bien esa dosificación de humor y desazón que sustenta la cinta: el encuentro de Poppy con el osteópata, que la "tortura" haciéndola reír; dolor y cosquillas son parte de la misma experiencia. Mike Leigh logra una crónica más bien laxa y relajada, de humores cambiantes, donde las atmósferas, los climas emocionales y el color de los sentimientos importan más que la intriga.
¿Con qué se coteja la exultante Poppy? Pues nada menos que con la experiencia que ella trata de rehuir, la del dolor, que se encarna en dos personajes muy bien diseñados. El de una formidable profesora de flamenco (Karina Fernández), que convierte el malestar personal de su pasado en un rito expresivo y, sobre todo, el de Scott, el instructor de manejo encarnado por Eddie Marsan, actor de intensidad extraordinaria.
La ira y la xenofobia de Scott es el complemento de la beatífica plenitud inicial de Poppy. Mientras que ella pasea en bicicleta, visita a su hermana, conversa con sus amigas, trabaja, asiste a clases de flamenco, se mueve y se prodiga, Scott está confinado en un auto, rumiando sus fobias, reconcentrado en el triángulo de los espejos retrovisores, ángeles satánicos que reflejan el mal, el caos, el Apocalipsis, esas dimensiones que Poppy dice desconocer, pero que la acechan. Los momentos de la relación entre Scott y Poppy son las secuencias fuertes de la película.
En ellas, Mike Leigh demuestra lo que sabe hacer mejor: junta a dos personajes en un espacio pequeño, el del carro, siempre enmarcado por la vasta presencia de la ciudad, y convierte esos encuentros en peligrosos y desconcertantes duelos. Dilata el tiempo de la confrontación de los actores, los encuadra en planos cercanos que exponen cada una de sus expresiones, crea una tensión creciente que se asienta en la mecánica del estallido de la ira y luego en el relajamiento para escalar en seguida a un nuevo pico emocional. La rabia creciente de Scott, su talento para la blasfemia y la imprecación y su rictus furioso, causan en la alumna una mezcla de desconcierto y tenaz paciencia mientras se torna sensible y porosa al dolor de los demás y a las razones de sus disgustos. Mike Leigh es uno de los grandes directores de actores del cine actual y esos momentos –así como los de las clases de flamenco- lo prueban.
Ricardo Bedoya
Poppy es excepcional porque es alegre y bien dispuesta. La actriz Sally Hawkins realiza una prueba de esfuerzo, un verdadero “tour de force” histriónico para darle rostro y cuerpo a esa alegría. Al principio, su beatitud irrita; luego sorprende; acaba persuadiendo. Y es que la trayectoria del personaje, como de la película toda, es como una curva: pasa del registro de la boba, simplona y sempiterna felicidad inicial de su personaje principal, a la comprensión del malestar de los otros, hasta llegar a un equilibrio que es grave y ligero a la vez. La cinta halla su tono en el tercio final y llega a él junto con Poppy, que cierra la trayectoria de su aprendizaje personal.
“La felicidad trae suerte” es, pues, una comedia de acentos atenuados que observa los encuentros y desencuentros –a veces divertidos, románticos, patéticos, absurdos, crispados, o todo ellos juntos- de la protagonista con su entorno. Una secuencia expresa muy bien esa dosificación de humor y desazón que sustenta la cinta: el encuentro de Poppy con el osteópata, que la "tortura" haciéndola reír; dolor y cosquillas son parte de la misma experiencia. Mike Leigh logra una crónica más bien laxa y relajada, de humores cambiantes, donde las atmósferas, los climas emocionales y el color de los sentimientos importan más que la intriga.
¿Con qué se coteja la exultante Poppy? Pues nada menos que con la experiencia que ella trata de rehuir, la del dolor, que se encarna en dos personajes muy bien diseñados. El de una formidable profesora de flamenco (Karina Fernández), que convierte el malestar personal de su pasado en un rito expresivo y, sobre todo, el de Scott, el instructor de manejo encarnado por Eddie Marsan, actor de intensidad extraordinaria.
La ira y la xenofobia de Scott es el complemento de la beatífica plenitud inicial de Poppy. Mientras que ella pasea en bicicleta, visita a su hermana, conversa con sus amigas, trabaja, asiste a clases de flamenco, se mueve y se prodiga, Scott está confinado en un auto, rumiando sus fobias, reconcentrado en el triángulo de los espejos retrovisores, ángeles satánicos que reflejan el mal, el caos, el Apocalipsis, esas dimensiones que Poppy dice desconocer, pero que la acechan. Los momentos de la relación entre Scott y Poppy son las secuencias fuertes de la película.
En ellas, Mike Leigh demuestra lo que sabe hacer mejor: junta a dos personajes en un espacio pequeño, el del carro, siempre enmarcado por la vasta presencia de la ciudad, y convierte esos encuentros en peligrosos y desconcertantes duelos. Dilata el tiempo de la confrontación de los actores, los encuadra en planos cercanos que exponen cada una de sus expresiones, crea una tensión creciente que se asienta en la mecánica del estallido de la ira y luego en el relajamiento para escalar en seguida a un nuevo pico emocional. La rabia creciente de Scott, su talento para la blasfemia y la imprecación y su rictus furioso, causan en la alumna una mezcla de desconcierto y tenaz paciencia mientras se torna sensible y porosa al dolor de los demás y a las razones de sus disgustos. Mike Leigh es uno de los grandes directores de actores del cine actual y esos momentos –así como los de las clases de flamenco- lo prueban.
Ricardo Bedoya
6 comentarios:
Una de las mejores peliculas del año, señores. Corra a verla ya y pasen la voz! Sally Hawkins es excepcional.
Grandes personajes. El chofer es terrible.
Sí, uno de los mejores estrenos del
año.
Me conmoviò Scott, la manera como el gran Mike Leigh modula su crispaciòn al final de la pelìcula es notable. Junto a las dos cintas de Clint Eastwood, uno de los grandes estrenos de este opaco 2009.
No me gustó el personaje de instructor de manejo que hace Scott. Me parece que exagera demasiado.
Lei unos malos comentarios, pero creo q tiene q verse para formarse una opinión. Saludos
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