domingo, 27 de febrero de 2011

Sobre el "cine difícil"


Buen post en el blog de Girish Shambu, sobre las películas difíciles.


viernes, 25 de febrero de 2011

El discurso del rey


Es casi un género o, más bien, un subgénero: dos actores de formación británica se encuentran, se saludan y arrancan una confrontación histriónica que les permite desplegar técnicas, exhibir virtuosismos, gratificar sus egos y, ¿por qué no?, cosechar premios. Ahí están Richard Burton y Peter O’Toole en “Becket”, Dirk Bogarde y James Fox en “El sirviente”, Burton y Rex Harrison en “La escalera”, Albert Finney y Tom Courtenay en “El vestidor”, entre tantos otros ejemplos. Hasta directores talentosos se prestan al juego, sobre todo aquellos fascinados por las posibilidades de la dirección de los actores. ¿Recuerdan a Mankiewicz sacando todo el provecho del mundo del encuentro entre Laurence Olivier y Michael Caine, y sus diferencias de dicción, es decir, de clase social, en "Juego Mortal"?



La fórmula es infalible: uno de los actores-personajes es noble y el otro plebeyo; uno es altanero, el otro sumiso; uno expansivo y el otro introspectivo; uno locuaz y gestual, el otro retentivo y lacónico. Uno usa todo su cuerpo como herramienta, mientras que el otro se concentra en la expresividad del rostro que observa y juzga. En las diferencias de jeraquía social, gesto y entonación radica el conflicto dramático y son el sustento para las “performances”.

En “El discurso del rey”, los “gladiadores” son Colin Firth y Geoffrey Rush, ambos notables, claro. Uno, el retentivo, es el Duque de York (más tarde Jorge VI) y el otro es Lionel Logue, el expansivo actor frustrado, intérprete de un Shakespeare de entrecasa y empírico terapeuta del lenguaje. El Duque es tartamudo porque se siente frágil, abrumado por su educación, quebrado por un destino que nunca solicitó: se niega a asimilar el lenguaje del Padre, a entrar en el universo simbólico del Poder, a impostar la voz, entonar y modular con las pausas impuestas por el protocolo y la tradición. Rechaza la dicción requerida para mandar. Pero al mismo tiempo se ve urgido para acatar todo eso. La película cuenta la historia del aprendizaje de esa modulación y la aceptación de un destino, pero en esa vía narrativa todo resulta previsible, colocado con acierto pero sin inspiración ni sobresaltos ni sorpresas.

Lo más atractivo de “El discurso del rey” no está en la socorrida historia de superación, esfuerzo y éxito del Rey Jorge VI que el director Tom Hooper filma con guantes blancos, modales de súbdito, académica limpieza y empleo sistemático -algo redundante y bastante literal- de lentes de focal corta que abren con desmesura el espacio visual para deformarlo y dar cuenta así del carácter devorante y monstruoso con que luce la Corte para un pobre Duque que no puede deletrear el silabario del Poder. No, lo más interesante de esta película no se encuentra en su trtamiento modoso ni en su tono edificante.



Lo más sugerente se halla en los márgenes, en lo que queda apuntado en la historia imaginada por el guionista David Seidler y en la forma en que se encarna en la cinta.

Por ejemplo, en la idea de que un mal actor, intérprete patético de Shakespeare a ojos de los guardianes de la rancia tradición del teatro británico, sea el instructor de un Rey que debe convertirse en “performer”. Lo que da oportunidad para que Geoffrey Rush dé una lección práctica de “mala actuación” en Hamlet y Calibán.



Y que ese “mal actor” sea un hombre como cualquiera en un momento en que la monarquía se ve obligada a adquirir una voz para el pueblo, con reyes exponiéndose a través de un nuevo medio de comunicación, la radio, que iguala y nivela: Colin Firth se humaniza (o se normaliza) en el momento en que su papel es el más emblemático.



O que “El discurso del rey” muestre cuán dramática es la aventura de un aristócrata aprendiendo a pronunciar con corrección una lengua para “todos” en oposición a cuán graciosa y ligera era la trayectoria inversa de una plebeya instruida en la dicción culta del inglés en “Mi bella dama”, esa maravillosa película de George Cukor. Es decir, el “drama” de tener que hablar desde arriba y como todos en oposición a la comedia de tener que simular la “nobleza”.

Ricardo Bedoya

Películas y seminario de Mikael Wiström

Del 28 de febrero al 3 de marzo se proyectarán las tres películas (“La otra orilla”, "Compadre” y “Familia”) que el documentalista sueco Mikael Wiström dirigió en el Perú, siguiendo la vida y la trayectoria de la familia Barrientos a lo largo de diferentes épocas. Los documentales se proyectarán en la Sala Azul del Centro Cultural PUCP del 28 de febrero al 2 de marzo.
También se realizará un seminario a cargo de Mikael Wiström el jueves 3 a las 7.00 p.m. en el aula 5 del CCPUCP. "En este seminario el director compartirá con los asistentes las diversas técnicas y acercamientos que utilizó para documentar la vida de la familia Barrientos, brindando asimismo un espacio para la discusión sobre el género documental. Se entregará un certificado a los asistentes al seminario, que será de ingreso libre (previa inscripción)"
Las películas de Wiström son especialmente interesantes. No se las pierdan.

Introducción al Cine Digital y la Alta Definición

La Unión de Cineastas Peruanos (UCP) organiza, con el auspicio de la productora Digital Dreams Network, el Taller Introducción al Cine Digital y la Alta Definición, a cargo del especialista en postproducción y consultor en Tecnología HD, Rommel Comeca.
El expositor es director de Digital Dreams Network y delegado líder para Bolivia, Ecuador, Colombia, Chile y el Perú de la NAB Show, la feria más grande del mundo en la industria de equipos electrónicos profesionales para medios de comunicación. En el taller abordará formatos como el HDV, XDCAM HD, XDCAM EX, P2 HD y el nuevo AVCHD, y conceptos como compresión, códec, corrección de color, composición digital, entre otros.

El taller está dirigido a realizadores y profesionales audiovisuales en general. Se llevará a cabo el 14, 15, 17 y 18 de marzo, de 6 p.m. a 10 p.m., en el local de Javier Pino Studios, en la Av. Brasil 1847 Jesús María, a media cuadra del CineStar Las Américas.

Informes e inscripciones: talleresucp@gmail.com / 993797325

domingo, 20 de febrero de 2011

¡Qué grande es el cine!

En You Tube aparecen colgados varios de los programas "¡Qué grande es el cine!", que condujo hace unos años José Luis Garci por la Televisión Española. Vale la pena verlos.

sábado, 19 de febrero de 2011

El avispón verde


El avispón verde es una película de superhéroes que invade el campo de la comedia sobre “jóvenes más bien crecidos” y con vocación de desmadre, en la línea de Appatow y Mottola, pero sin el talento ni la gracia de ellos. Es decir, tiene como protagonistas a dos seres regresivos que se juran adolescentes perpetuos o infantes revejidos con licencia para la irresponsabilidad, lo mismo da. Lo único que hacen bien es deslumbrarse con gadgets diversos: armas, autos y objetos de agresión que manipulan como juguetes caros y fetiches que compensan algún oscuro sentimiento de castración. El avispón verde es Seth Rogen, figura tópica de esa comedia de hoy que mezcla la escatología con la obsesión libidinal. Como “El avispón verde” es una película que se dirige a una audiencia familiar, aquí los vómitos, juergas y desafueros están ausentes o apenas sugeridos, por lo que Rogen añora sus tiempos de hijo de papá lanzando guiños a Kato y preguntando cuál es la naturaleza de la relación que mantiene con su hacendoso asistente. Grita y gesticula para tapar su carácter timorato y torpeza natural. Pero como sabemos desde Jerry Lewis, las muecas y convulsiones tetánicas no sólo son un recurso del burlesco, sino el síntoma de algo más complicado. Este avispón tiene un vuelo sinuoso y no encuentra aún el blanco para su aguijón.

Michel Gondry filma todo con interés por el estrafalario guión que tiene entre manos, pero con la neutralidad de un burócrata. Cuando debe potenciar el absurdo, lo sumerge. Cuando debe disparar las confusiones, los guiños, las alusiones o las referencias salaces, las indica para ocultarlas muy pronto. Las escenas de acción tienen alguna gracia disparatada aunque de ejecución sumaria porque Gondry las hace echando mano a su pasado de realizador publicitario. Los muertos y heridos –más y con más sangre que la prescrita en la fórmula tópica de la película de superhéroes en 3D- caen al ritmo más o menos trepidante de un spot televisivo.


Ricardo Bedoya

viernes, 18 de febrero de 2011

Temple de acero


“Temple de acero” es un western con todos los ingredientes del género puestos en su lugar. Dirigen los hermanos Joel y Ethan Coen, que adaptan una novela llevada al cine con el mismo nombre en 1969, con John Wayne como protagonista y Henry Hathaway como director. No fue, ni de lejos, la mejor cinta de Hathaway, ni el mejor de sus westerns: los aficionados al género deben revisar “Rawhide”, con Jack Elam haciendo de un villano excepcional. La versión de los Coen no es mejor ni peor. Es menos elegíaca y no está volcada a celebrar a un actor legendario en su vejez. Jeff Bridges es una presencia formidable, pero carece de la densidad mítica y el relieve icónico de Wayne en la etapa final de su carrera. Por eso, los Coen organizan con austera determinación su parábola sobre el crecimiento, la madurez, el deber, la lealtad, la gratitud, pero también sobre las débiles fronteras que separan el caos de la civilización: el “territorio indio” al que fugan los villanos se contrasta con las salas de los tribunales que dilucidan pleitos entre los nuevos hombres del Oeste, prestamistas, banqueros y constructores de ciudades.

Presencia del pasado, dinosaurio, hombre del viejo Oeste, Rooster Cogburn (Bridges) se lanza a una misión que lo distrae del embotamiento crónico provocado por el alcohol, a instancias de una niña de dicción anacrónica (notable Hailee Steinfeld) La trama de “Temple de acero” es elemental y su resolución un tanto apresurada y esquemática, pero lo que de verdad interesa es la fluencia de la acción, el talante de la aventura, la belleza invernal de los paisajes, los peligros que acechan en el territorio indio, la tensión física del pasaje que muestra a la niña y su caballo cruzando un río, y el humor de los diálogos, dichos con arcaísmos en los que se complacen los directores. Pero destaca, sobre todo, la estrategia visual que construyen los Coen para mostrar enfrentamientos y emboscadas a la distancia: sentido del paisaje y del plano abierto, profundidad de campo, tensión creada por las distancias relativas de los personajes en el horizonte, y hasta ahí va el tiro certero.

En “Temple de acero” asistimos a la última aventura de un héroe, pero ello no es motivo de sentimentalismo. A lo más, la descripción de su esfuerzo tiene un toque sombrío, de contenida tristeza, resumido en el comentario que hace la protagonista, con gesto enjuto y desengañado, 25 años después: el tiempo es inclemente para todos. Por eso, tal vez lo más apreciable de la película sea su seca determinación de no ceder a las retóricas al uso en el western desde los años sesenta: la acentuación crepuscular, el manierismo de la nostalgia, el patetismo, el lamento por la llegada de los nuevos tiempos, la recreación paródica o irónica de las situaciones y personajes típicos o la mirada altiva y suficiente a las convenciones del género. Nada de eso hay aquí.

En “Temple de acero” no cabe la complacencia al evocar el pasado. Al Gallo Cogburn, viejo vaquero, le pesan los años y los miles de whiskies que lleva dentro, pero es un profesional. Y asume su tarea no con el desgano de un “has been” ni con el dolor del cuerpo añoso, sino con la persistencia, el empeño y la inteligencia de un guerrero curtido. Por eso, lo mejor de esta película está en la nitidez con que presenta el encuentro entre el viejo y la adolescente sabelotodo, y el modo en que ambos se internan en ese territorio indio de donde salen distintos: uno más curtido aún, si cabe, y la muchacha transformada y marcada para siempre.


Ricardo Bedoya

Lazos de sangre


En sus primeros minutos, “Lazos de sangre” ("Winter's Bone") luce como una de tantas cintas independientes norteamericanas fascinadas por la disfuncionalidad familiar y la monstruosidad social. Esta vez en un medio rural y paupérrimo, el de los montañeses, “hillbillies”, tantas veces ridiculizados o satanizados por el cine, como en “Amarga pesadilla”, de Boorman, o en tantas cintas de horror anti-ecológico, sobre todo de los años setenta, con montañeses dando cuenta con el filo de una sierra de cadena de ingenuos excursionistas, devotos de la Era de Acuario y de los espacios naturales, refugios de una Utopía que se tiñe de rojo.

Pero, pronto, la directora Debra Granik nos conduce a otro terreno, más inasible, sinuoso, extraño y oscuro. Conforme Ree (Jennifer Lawrence) se adentra entre las tribus silenciosas y cómplices de personajes que ocultan el paradero de su padre, la película adquiere una cualidad casi onírica, irreal, de pesadilla. El viaje hacia el corazón del bosque es un recorrido de horror. Travesía de buena ley, ajena a los efectismos, truculencias y disfuerzos de ese otro itinerario femenino hacia la oscuridad que es “El cisne negro”.

El interés narrativo de “Lazos de sangre” se desplaza de la descripción de un mundo de miseria inédito para el cine hacia la subjetividad de la mirada de Ree, que culmina su travesía en una secuencia excepcional, la de la verdad confrontada en el lago. “Lazos de sangre” es un relato áspero, rugoso, como las texturas de los ambientes que vemos en esas montañas.
Desconozco el motivo exacto pero desde que vi “Lazos de sangre”, sus imágenes se asocian en mi recuerdo a las de “La noche del cazador”, de Laughton. Será acaso por la ambientación rural y la escenografía natural y primitiva, como de “finis terrae”, que comparten, pero con valencias y figuraciones opuestas: la poesía naïf de una frente a la acentuación macabra, reconcentrada y mórbida de la otra o, tal vez, porque ambas son cuentos crueles de chicos que se internan en un bosque donde extravían su inocencia.


Ricardo Bedoya

El gran concierto


La primera hora de proyección es agradable, sobre todo por un humor pintoresco y facilón que apunta a reírse de personajes estrafalarios definidos a partir del estereotipo étnico. Los actores están bien y se mantiene el ritmo de comedia con situaciones que se tornan cada vez más improbables y absurdas.


Pero los veinte minutos finales de la película, con la revelación de la verdadera identidad de la eximia violinista y el concierto en Châtelet, son un bochorno que mezcla la complacencia ternurista, el efecto de un guión controlado a distancia, la patada a la canilla de los afectos del público, la impudicia disfrazada con la música de Tchaikovski tocada a todo volumen para gratificación del espectador de un “filme de qualité” en el más viejo y apolillado sentido de esa palabra. Puro “Cinéma de papa”: sensiblería y triunfalismo de consigna sonando con altísimos decibeles.


Ricardo Bedoya

sábado, 12 de febrero de 2011

Del amor y otras adicciones


A primera vista, Del amor y otras adicciones parece una de esas comedias románticas dulces, blandas y tontas que pasan sin pena ni gloria por la cartelera. Pero no es así. Es una película atractiva que se beneficia de la presencia de Anne Hathaway, que asume con desenfado, ligereza y naturalidad las escenas eróticas con Jake Gyllenhaal. Ellas sostienen la película con gracia y sentido de la intimidad. Y en medio del relajamiento y la complicidad entre ambos se alternan momentos de la grotesca competencia comercial frenética entre visitadores médicos que buscan romper las marcas de venta de los productos que ofrecen. La comedia en los tiempos del Viagra apunta a satirizar los acuerdos bajo la mesa entre la institución médica y las corporaciones fabricantes de medicamentos.

Del amor y otras adicciones acierta en su costado más ligero, no así en su filón melodramático, que se torna tópico, previsible, y fuerza una resolución convencional, conformista, agregada, pegada con goma, a gusto de un productor temeroso de frustrar las expectativas románticas de la audiencia. En todo caso, la película es atractiva gracias a sus contradicciones, digresiones, salidas de tono y, sobre todo, a Anne Hathaway.

Ricardo Bedoya

martes, 8 de febrero de 2011

Postergación

Se postergó la muestra de películas de los países árabes. Se realizará en abril.

sábado, 5 de febrero de 2011

Rumores de Cannes 2011


Ya hay rumores y adelantos para el Festival de Cannes que llega en mayo. Estos son algunos de los títulos que se barajan:


El árbol de la vida, de Terrence Malick
La piel que habito, de Pedro Almodóvar
Medianoche en París, de Woody Allen
Un planeta llamado Melancolía, de Lars Von Trier
The Grandmasters, de Wong Kar-Wai
Un método peligroso, de David Cronenberg
Habemus Papam, de Nanni Moretti (Foto de rodaje)
These Must Be The Place, de Paolo Sorrentino
Un verano ardiente, de Philippe Garrel
El muchacho en la bicicleta, de los hermanos Dardenne
Fausto, de Aleksandr Sokurov
Alpis, de Giorgos Lanthimos
We Need To Talk About Kevin, de Lynne Ramsay
Love, de Michael Haneke
Cumbres borrascosas, de Andrea Arnold
The Deep Blue Sea, de Terence Davies
El imperio, de Bruno Dumont
Le Havre, de Aki Kaurismaki

Secuelas del terror


Lo mejor de “Secuelas de terror”, del ayacuchano Juan Camborda, está en el arranque: en el travelling subjetivo mientras la propietaria encarga al protagonista la tarea de cuidar la casa; en el relato de la vuelta al terruño de Dragón – es el nombre del personaje, ex comando del Ejército y veterano de la lucha contra Sendero-, luego de algún tiempo; en las imágenes de una Huamanga nocturna y dinámica que contrasta con las experiencias vividas en los años duros de la violencia política; en la actuación comedida y sin mayor énfasis de Jhonny Ballasco. Esa introducción es concisa, clara, de un valor casi documental. Sólo la afecta la sobrecarga oral del texto de la narración en primera persona.


Pero ese retorno se complica con la progresiva desconfianza y paranoia de Dragón, que no acepta la posibilidad de la pacificación y se deja llevar por sus pulsiones. El comando que lamenta el menosprecio y el olvido del Estado y la sociedad para con los combatientes de antaño apela a las técnicas de guerra, se identifica con las sevicias causadas por sus rivales de otrora y saca a flote el resentimiento y la crueldad.


Es verdad que la película cita a “Días de Santiago” que, a su vez, citaba a “Taxi Driver”: ambas eran cintas centradas en la observación de un veterano de guerra quebrándose en la ciudad. “Secuelas del terror” también presenta a un personaje de esa línea, y hace explícito el entronque. Eso no es un defecto ni un demérito. Al contrario: las películas peruanas empiezan a señalar filiaciones, influencias, a trazar su propia genealogía. Hasta los últimos años era difícil hallar películas peruanas que reconocieran deudas con otras películas peruanas. La mal llamada “Edad de Oro” del cine de los años treinta no dejó descendientes directos, así como el estilo de Robles Godoy –formador de tantos discípulos en su actividad didáctica- tampoco halló continuidad formal. Si la obra de Lombardi se encuentra citada en “Octubre” y el recuerdo de “Días de Santiago” aparece en “Secuelas del terror”, es síntoma de que algo cambia.


De pronto, la película se encarrila por las vías del género: Dragón asesina y tortura, oculta a las víctimas, acecha a la hija de la dueña de la casa que custodia, se enfrenta al muchacho que la enamora. Asume la identidad de un asesino serial y, en ese momento, la película se descentra: hasta ahí era el retrato de un personaje en desequilibrio; en adelante, es la historia de la pesquisa que llevan a cabo un periodista y, sobre todo, una reportera.


El tránsito del personaje de un lado al otro de la “normalidad” es brusco y señala el problema central de la película: el guión no garantiza la fluidez de la exposición. El personaje se quiebra sin mayor preámbulo, el punto de vista del relato cambia de modo más bien arbitrario, aparecen personajes destinados a exponer los hechos a la manera de narradores externos o comentaristas (el periodista y el policía que dialogan por teléfono) sin involucrarse en la acción misma.


Cuando Dragón deja de vigilar y empieza a ser vigilado, la película se debilita. Se vuelve externa y mecánica. Es verdad que Camborda sabe tensar las secuencias de acoso y persecución: ajustados movimientos de seguimiento, cambio constante de encuadres y ángulos de visión, montaje breve y sentido de la profundidad del campo para señalar el centro de interés que está, allá, al fondo. Pero esos momentos de acción están integrados a un conjunto narrativo dispar, con altibajos.

Ricardo Bedoya

viernes, 4 de febrero de 2011

El cisne negro


El cisne blanco debe convertirse en cisne negro y para lograrlo es preciso que su intérprete deje a un lado la perfección técnica de la danza para apelar a lo visceral y lo sensual reprimido. Es la idea que postula el maestro de ballet, o mago maligno, que encarna Vincent Cassel. Nina, la bailarina que acepta el reto, es Natalie Portman. En el trayecto, vemos los preparativos de una puesta en escena de “El lago de los cisnes”, las ansiedades de Nina, sus visiones íntimas, las presiones de un entorno que la asfixia.


Al inicio, la cámara se ajusta a los movimientos y recorridos de Portman. Se pega a su espalda, la sigue, impone el punto de vista del personaje. Quedan fuera del encuadre los grupos, los cuerpos íntegros, la armonía de los conjuntos, la plenitud del escenario. Esta no es una película sobre el ballet. Darren Aronofsky, el director, se concentra en la presencia de la actriz y construye la ficción sobre su corporalidad. También sobre sus fantasías: la dualidad de la esquizofrenia con sus imágenes de desdoblamiento y acoso del “doppelgänger”. El cisne negro se modela a partir de figuras fragmentadas en espejos, encuentros casuales con desconocidas de apariencia familiar, apariciones de personajes equivalentes que son, a la vez, dobles y reveses: la bailarina que “ya fue” (Wynona Ryder) y la que “puede ser” (Mila Kunis)


Mientras todo perturba y desasosiega a la protagonista, asistimos a los extenuantes ensayos y las rivalidades por el papel. La película gira entonces hacia el esperpento y el descontrol. Los cortes del montaje tienen algo de tic frenético y se multiplican los planos cercanos de las cutículas desgarradas y las huellas de la automutilación. El simbolismo del cisne negro que pugna por extender las alas ya que todo logro artístico pasa por el sacrificio y la propia mortificación, se torna una idea enfática y proclamada una y otra vez. Nina es flagelada y crucificada por el tratamiento de choque del filme porque, para Aronofsky, el arte excelso supone transitar el vía crucis de la crueldad y el ejercicio masoquista.


Darren Aronofsky (realizador de “Réquiem para un sueño” y “El luchador”) es un técnico dotado pero le atrae el facilismo, lo llama el relumbrón, se deja ganar por el gusto del choque, el artificio como guiño y el efectismo como divisa. En más de un momento, “El cisne negro” se codea con la caricatura. Aronofsky confunde frenesí con histeria; intensidad con autocomplacencia; energía con gran guiñol.


Natalie Portman cumple una prueba de esfuerzo. Tiene el papel que le asegura todos los premios de la temporada: Nina le exige una de esas “performances” físicas que suponen entrenamiento prolongado, aprendizaje de una técnica, introspección y exhibición de los recursos histriónicos que adoran las Academias, con temblores corporales y rechinar de dientes incluidos.


Tal vez sea mejor ver “El cisne negro” como un pastiche cargado de anfetaminas de mil películas que picotea y fusiona a discreción: “Las zapatillas rojas” se refleja en el espejo deformante de “Repulsión”, mientras Portman luce en la espalda los arañones de “El bebe de Rosemary”, comparte con “Carrie” una madre posesiva y monstruosa, y se descoyunta en el ápice de su crisis como la Regan de “El exorcista”. ¿Es “El cisne negro” una lectura hipertrofiada de la rivalidad femenina a la manera de “Todo sobre Eva”, una versión masoquista de “Svengali”, o una relectura kitsch de la expresionista “El estudiante de Praga”? ¿O es la síntesis imposible entre “En mi piel”, de Marina de Van, y “Showgirls”, de Verhoeven?

Ricardo Bedoya

miércoles, 2 de febrero de 2011

Blake Edwards

El gran Blake Edwards es celebrado en la edición reciente y apasionante de "Undercurrent":

http://www.fipresci.org/undercurrent/issue_0711/07index.htm