miércoles, 19 de agosto de 2009

Isabelle Huppert: el hielo quema


Nacida en París en marzo de 1953, Isabelle Huppert debutó en el cine a los 18 años de edad. De los cerca de 80 largometrajes que lleva hechos hasta hoy, en el Perú apenas hemos visto estrenados, en el circuito comercial, poco más de una decena, lo que demuestra el páramo cultural en el que vivimos. La actriz ha trabajado con algunos de los directores más destacados del cine moderno, como Jean-Luc Godard, Claude Chabrol, Michael Haneke, André Téchiné, Joseph Losey, Michael Cimino, Bertrand Tavernier, Werner Schroeter, Claude Goretta, Marco Ferreri, Maurice Pialat, Mauro Bolognini, Patrice Mazuy, Paolo y Vittorio Taviani, Olivier Assayas, Raúl Ruiz, entre muchos otros, pero ni eso ha sido suficiente para poder ver sus cintas en nuestras pantallas.

Isabelle Huppert aparece en el panorama del cine francés de los años setenta, época en la que se vivió el reflujo de las “nuevas olas” que habían sacudido a las industrias fílmicas de la década anterior. Fueron años en los que se dejaban atrás los signos de la modernidad más radical: la espontaneidad o la improvisación en las actuaciones; el “aire documental” de las ficciones; las dramaturgias abiertas, de incidentes mínimos; la avidez experimental convertida en marca y signo de reconocimiento de los nuevos cines y los nuevos autores de los sesenta. Con el “retorno” de los guiones más elaborados, los proyectos más costosos, las técnicas de filmación más calculadas y “profesionales”, en los setenta cambiaron también los estilos de actuación y la naturaleza de los personajes emblemáticos de tiempos anteriores. Si el bronco y silvestre Jean-Paul Belmondo o la frescas, espontáneas y naturales Anna Karina o Bernardette Laffont, con sus aspectos de muchachas halladas a la vuelta de la esquina, habían sido iconos de los años revueltos, Isabelle Huppert –como sus colegas Gerard Depardieu y Patrick Dewaere, con los que apareció en “Les valseuses”, de Bertrand Blier (1974)- marcaron una diferencia. Ellos desplegaron, desde el inicio de sus carreras, técnicas de actuación sofisticadas, aprendidas, interiorizadas. Lucieron concentración antes que improvisación.

Desde entonces, Huppert fue la dama de los pensamientos inconfesables. Detrás del rostro carnoso de sus primeras películas –más magro después- y su expresión secreta, enigmática, a veces impasible, se incubaron tensiones extremas, pensamientos obsesivos, fijaciones sexuales, fantasías de muerte, crimen o auto-laceración: la actriz supo expresarlas sólo con el brillo de los ojos, la expresión distante y el juego de ambigüedad suficiente para dejar esbozada la incertidumbre acerca de la real conciencia del personaje sobre su situación.

En películas como “Violette Nozière (1978), “Un asunto de mujeres” (1988), “La ceremonia” (1995), “Gracias por el chocolate” (2000), todas dirigidas por Claude Chabrol, Huppert desplegó lo mejor de su estilo. Allí, la representación de la locura o de la desesperación nunca se convirtió en pretexto para el descontrol facial, la descomposición del gesto, la pose desaliñada ni el frenesí del acceso de furia. Huppert supo siempre que el hielo quema y, por eso, encarnó con quietud hasta las más tumultuosas pasiones. Con ese registro se apoderó del personaje de Emma Bovary. Instigada por Chabrol, su director más frecuente y verdadero cómplice, en “Madame Bovary” (1991) representó las inquietudes y agitaciones de Emma con gestos mínimos, equivalentes a las discretas líneas del sismógrafo dando cuenta de un cataclismo. La presencia altiva de Huppert, aun en el desorden de todos los sentimientos, es un asunto de estilo, compostura y fría racionalidad, mantenida aun en la tragedia.

Las mujeres fuertes, las actrices dramáticas por excelencia, conforman una rica tradición en el cine francés, desde Arletty hasta Jeanne Moreau, pasando por Danielle Darrieux o María Casarés, pero lo esencial de Huppert es su capacidad para resultar atractiva aun cuando aparezca vaciada de todo glamour y de haber resuelto la paradoja de ser pasional y contenida a la vez. En “La profesora de piano”, de Haneke (2001), tal vez su papel más orgánico, físico e intenso desde el punto de vista de la entrega corporal, apuesta al masoquismo, se desgarra y se maltrata, pero lo hace con gestos casi maquinales. Si Huppert llora, no le brotan lágrimas. Si Huppert grita, lo hace con un sonido sordo.

Una razón más para admirarla: su gusto por los proyectos difíciles, esos que rechazan otras actrices por su grado de exposición física. Pero, además, porque siendo actriz de acentos trágicos (su “Medea” ha sido un gran éxito teatral) a veces intenta el humor, como en alguna cinta de Chabrol o en “La comedia de la inocencia”, de Raúl Ruiz. Un humor sinuoso, indirecto, porque así como Isabelle nunca llora con desconsuelo tampoco se ríe a carcajadas.


Ricardo Bedoya