viernes, 5 de agosto de 2011

Triste San Valentín




“Triste San Valentín” retrata, a la manera de un mosaico, la crisis de una pareja de esposos. Cuántas películas apreciables han tratado un asunto similar: desde “Un camino para dos”, de Stanley Donen, hasta “Faces”, de John Cassavetes, pasando por “5 x 2”, de Francois Ozon, y “Escenas de la vida conyugal”, de Ingmar Bergman. Pero el director Derek Cianfrance elige un acercamiento distinto, que le debe a cada uno de esos referentes pero asumiendo un perfil propio. De los filmes de Donen y Ozon toma el relato fragmentado y la descomposición de los tiempos; de Cassavetes y Bergman, la atención por los actores.


Y es que los actores ponen la carne, el alma, la savia que nutre esta película. Ryan Gosling y Michelle Williams están siempre en el centro de la acción y la cámara se ubica justo en los lugares y distancias precisas para captar sus entusiasmos, incertidumbres, cambios de ánimo, pero sobre todo la dimensión física de sus presencias. Gosling “actúa” de modo más evidente: balbucea, simula, parece improvisar. Williams, en cambio, se limita a estar ahí, regula le emotividad, luce estoica aun en los momentos más dramáticos. Las situaciones de la película son como un “test” que les obliga a ejercitar y regular diversas intensidades emocionales.


La película alterna el presente de la ruptura conyugal y el pasado del encuentro y enamoramiento. Cada una de esas épocas exige un talante distinto de los actores. En el presente están sofocados por la cámara y la impresión de acechante proximidad que permiten los lentes de focal larga. Se mueven por espacios planos y destacan sobre el desenfoque constante del entorno. Es el tiempo presente del acoso mutuo, la asfixia de la relación, la disolución de una vida en común, la pérdida de referentes: importan más los rostros de los actores que sus cuerpos íntegros. Se les ve siempre a punto de estallar. Las luces y colores del presente son saturados y las texturas densas. La secuencia de la estadía en el hostal temático da cuenta de esas sensaciones de amasijo visual, confrontación cuerpo a cuerpo, casi de promiscuidad, asociadas con el tiempo de la ruptura.


En las secuencias que describen el pasado de la pareja, los espacios son más amplios, los encuadres más abiertos y la luz más neta, cálida y brillante. El momento en que Gosling toca el ukelele mientras Williams baila se convierte en la secuencia que mejor expresa el humor desde el que se va a reconstruir la relación de la pareja: registra el relajamiento, la intimidad y la gracia perdidas para siempre. Es la imagen que se carga de nostalgia a la luz de lo que viene luego.


Pero “Triste San Valentín”, como otras películas norteamericanas de producción independiente, describe un medio social preciso, el de un pueblo de Pennsylvania, y hace del modo de vivir un elemento importante en la descripción de los personajes: la crisis de esos esposos se explica también por sus aspiraciones laborales diversas y sus expectativas antagónicas. Lo íntimo y lo social se entremezclan en el retrato.


En la media hora final, la película se torna un tanto mecánica en la presentación de los contrastes. Como si nos dijera: “vean, así se besaba la pareja antes y así se trata ahora”. Pero esa exhibición del artificio de la construcción en dos tiempos no le resta mayores méritos.


Ricardo Bedoya

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