“Chicogrande”, de Felipe Cazals, es una de las mejores películas de la competencia. Y una de las más singulares. Tal vez porque exhibe los méritos de la más neta escritura clásica. Encuadres abiertos, horizontes lejanos, paisajes resecos, escenografías minerales, sonidos del viento, luz calcinante, colores terrestres, espacios respirables. Las imágenes tienen relajada presencia, ritmo quedo y neta fisicidad. El director mexicano de “Canoa”, “El apando” y “Las poquianchis” ya no necesita hacer alardes de modernidad. Filma con ese sentido de la puesta en escena que parece estar en vías de extinción: potencia el sentido de sus imágenes con la disposición de los cuerpos en el encuadre. Los inscribe en el espacio visual aprovechando sus distancias, volúmenes, pesos, presencias, tensiones y hasta la aspereza de sus texturas físicas. Notable la presencia de Damián Alcázar.
Pero también muestra la épica de personajes recios en su defensa de códigos de honor inflexibles que no pueden ser doblegados ni por la violencia. Nadie puede traicionar al General Francisco Villa en esta campaña contra una invasión punitiva del ejército de los Estados Unidos en territorio mexicano que remite a intervenciones militares recientes. Además de apostar por la épica y la aventura, “Chicogrande” es también una película política que muestra la organización de un sistema de resistencia cotidiana y clandestina contra el invasor. El personaje de Patricia Reyes Spíndola deja en claro ese costado del filme.
Una lectura posible y acaso arbitraria de la película: es un desquite nacionalista contra la “invasión” de Pike Bishop y su “pandilla salvaje” en la obra maestra de Sam Peckinpah.
Ricardo Bedoya
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