sábado, 6 de agosto de 2011

Festival de Lima: Post mortem




La simetría de la sordidez. “Post Mortem”, de Pablo Larraín, vuelve al clima deletéreo del Chile de los tiempos iniciales del golpe de Pinochet que era marco también de su filme anterior, “Tony Manero”, ambientado en 1978. Aquí volvemos a encontrar la atmósfera de abyección generalizada, los colores verdosos de la descomposición, los personajes condenados sin remisión, las calles vaciadas de cualquier rasgo de vida, energía o color. El espacio de una morgue es, en “Post mortem”, no solo el lugar donde se desarrolla una historia de ficción, sino la expresión misma del estilo del filme, tan solemne, cerebral, calculado, enfático, construido al milímetro, conceptuoso, clínico y distante como los informes de las necropsias que copia el escribano interpretado por Alfredo Castro, mezcla de Nosferatu y el “hombre que nunca estuvo”.


Pero no solo eso. La morgue es también metáfora de un país volcado a la autodestrucción y en la que se respira y practica el fascismo cotidiano, para decirlo apelando al título de la cinta de Mijail Romm. El flash forward que muestra la autopsia de Nancy adelanta el sentimiento inevitable de desastre que la película se limita a corroborar, luego de condenar a los personajes, triturados y disminuidos desde el saque. En la mañana del golpe de estado solo se quiebra el huevo de la serpiente. Los responsables de las explosiones que escuchamos en off tienen los rostros intercambiables con los de los personajes que vemos en la pantalla: están hechos de la misma miseria moral.


En “Post mortem”, el horror no empieza la mañana del 11 de setiembre de 1973, sino mucho antes y está allí donde nadie parece querer verlo: en la actitud excluyente del conductor del cabaret; en la obsecuencia y oportunismo del médico forense; en las relaciones jerárquicas verticales que se establecen entre las personas, más allá de sus ideologías; en la pasión obsesiva y violenta que siente Mario por Nancy; en la mediocridad y medianía con la que se describe a cada uno de esos seres que esperan el fin de sus mundos destinados a lo que vendrá. También se encuentra en esos espacios ajenos, nunca compartidos, que sugieren los encuadres frontales, fijos, de dominantes horizontales, que convierten las perspectivas en corredores vacíos, tenebrosos. La morgue, un restaurante chino, un cabaret, lo mismo da: todos son espacios de la sordidez y del feísmo programático que sustenta la película.



Ricardo Bedoya