Joel Calero envía este artículo sobre Heddy Honigmann, que está presentando en el Festival de San Sebastián su último trabajo, El olvido, una cinta que ella define como: “un documental sobre una ciudad olvidada (Lima), una gente olvidada (los peruanos) y una historia olvidada (la de Perú)”. El artículo de Calero data de 2006, cuando el Festival de Lima mostró una retrospectiva de sus filmes.
"Las filiaciones territoriales, en el caso de autores cuya obra ha sido realizada casi toda fuera de su país de origen y cuya valía es internacionalmente reconocida, suelen ser un acto afirmativo y no pocas veces chauvinista. Acaso ése sea el caso de Heddy Honnigman, prolífica cineasta peruana que ha dirigido 26 películas y cuya sólida obra ha merecido retrospectivas en Paris, Berlín, New York, Barcelona, Toronto y Chicago. Sin embargo, en el Perú su cine es casi absolutamente desconocido, lo cual no deja de ser irónico y hasta paradójico pues la suya es, probablemente, la única gran obra fílmica que un cineasta peruano haya aportado al cine mundial. Y digo probablemente porque tan solo hemos podido ver las siete películas que el Décimo Festival de Cine de Lima trajo para el justo homenaje que se le ha brindado por primera vez en su propio país, poco antes de que se supiera que Forever, su último filme, había sido seleccionado en la sección oficial de la 54ª edición del Festival Internacional de San Sebastián.
Ese desconocimiento de su obra en nuestros pagos es la resultante de varios factores: Honigmann dejó el Perú, luego de estudiar literatura, para irse a estudiar cine al Centro Experimental de Cinematografía de Roma. Luego, el amor la condujo hacia Holanda donde radica actualmente. Otra razón es que sus últimas películas pertenecen a ese género denominado “documental” y que esencialmente significa que no se distribuye y difunde como debería. Aclaremos que categorías como “documental” o “ficción” pierden sustancia y límites en la obra de cineastas vigorosos que saben que en este oficio lo único importante, a fin de cuentas, es saber esculpir el tiempo. Eso es lo que hace nuestra compatriota.
Estructura y modulación
Algunos críticos han sugerido que, en su obra “documental”, no existe una estructura dramática. Tal afirmación supone, por cierto, que la única arquitectura dramática es la de estirpe sydfieldiana, aquel diseño que dispone los plots en puntos estratégicos del relato.
Lejos de esa dictadura estética, HH procede por acumulación y cristalización. Para aclarar estos conceptos, recurramos a Metal y melancolía, su única obra realizada en el Perú. La directora dispone sucesivamente escenas similares o análogas a través de los testimonios de diversos taxistas que se suceden, unos tras otros, mientras conducen sus autos. Oímos y vemos, así, diversas situaciones que sorprenden, divierten o cautivan por su desparpajo o ingenio “recursero” tan peruano. La sucesión continúa hasta que, en cierto momento, esta acumulación se resuelve, de pronto, en la cristalización del sentido fílmico que es mayor que la suma de sus partes: el filme aborda la vida de esos taxistas, pero también –y a través de ellos- ese movimiento anímico que en portugués se denomina saudade y que, si no me equivoco, no tiene un exacto correspondiente en español. No equivale, por cierto, a la melancolía que el título propone, pues este sentimiento sugiere una tristeza indescifrable y sin objeto que sus personajes no manifiestan. Tampoco podríamos identificarlo con la nostalgia porque a este sentimiento le falta justamente esa sutileza y esa tenue vivacidad que sí posee la saudade.
Suzuki, el introductor de la filosofía zen en occidente, decía que la resolución del koan, esa especie de paradoja cuya finalidad era mostrar las insuficiencias del raciocinio para resolverlo, procedía acumulativa y energéticamente. Es decir, el aprendiz se confronta con sucesivos esfuerzos hasta que, de pronto, ocurre una mutación cualitativa que le permite resolver el koan. Algo así ocurre con la visión de los mejores documentales de Honigmann: uno percibe escenas y personajes concretos hasta que, de pronto, el sentido (algo más que el simple tema) se nos hace explícito por un mecanismo de condensación. Esta es , por cierto, la estrategia que desde siempre han usado los directores más preocupados por la densidad y peso de las escenas que por el mecanismo narrativo tradicional que hace de la peripecia su credo rector.
Poética de la saudade
De los filmes exhibidos recientemente en Lima, Metal y melancolía es el más antiguo, pues se estrenó en 1992. En los inicios de la década de los noventa, la sociedad peruana estaba todavía aturdida por la hiperinflación desencadenada en el primer gobierno de Alan García, quinquenio en el que la clase media dejó de serlo para sumirse, con decrépita dignidad, en la pobreza. Por eso, en Metal y melancolía, la directora elige sobretodo a profesionales que hubieran pertenecido a esa extinta clase social y que estuvieran haciendo taxi para poder sobrellevar la crisis. Conocemos así los más extravagantes relatos sobre cómo un auto destartalado resulta ser un atractivo y deseable disuasivo del robo y otras historias igualmente delirantes, hasta que, de pronto, esas varias historias se reconfiguran en el fresco que está pintando Honigmann: la saudade que siente esa clase media por la discreta bonanza y seguridad que se les escurrió entre los fierros de sus autos.
Metal y melancolía es, junto a Compadre de Mikael Wiström, Días de Santiago de Josué Méndez y La boca del lobo de Francisco Lombardi, una de las películas peruanas que mejor han abordado nuestra historia de los últimos 30 años y de una manera mucho más contundente y eficaz que muchos libros que se han escrito sobre el tema. Metal y melancolía nos cuenta, a través de la reconstrucción social de esa saudade de nuestra extinta clase media, algo mucho más edificante y menos poético: el valor de la resiliencia, ese mecanismo psicológico que hace que, en condiciones adversas, el ser humano despliegue sus recursos para sobrevivir y minimizar el impacto de lo adverso, lo que disgrega y resta.
Esa misma poética está presente en los otros filmes de nuestra directora. En La orquesta subterránea (1997), por ejemplo, los músicos callejeros, la mayoría de ellos emigrantes ilegales que tocan en los subterráneos de Paris, son los personajes del filme, pero lo que de verdad interesa es que, más allá de lo que dicen, van exudando esa saudade del terruño que brota en quienes saben que no pueden retornar a sus tierras sin poner en peligro su propia identidad o su realización personal. Quedan, entonces, suspendidos –aunque no varados- en ese ánimo nostálgico que los preserva.
En La linterna mágica, Bergman recuerda que Bach, al regresar de un viaje y encontrar a su mujer y a sus cuatro hijos muertos, escribió: “Dios mío, no dejes que pierda mi alegría”[1]. Al final de La orquesta subterránea, un pianista argentino le responde a la directora que, pese a las increíbles torturas recibidas, no guarda rencor por sus victimarios, pues sabe que “para crear se necesita alegría”. Eso es lo que, a fin de cuentas, terminan diciéndonos estos músicos que se acomodan en buhardillas de unos pocos metros cuadrados para vivir y que tocan en los pocos lugares en que la policía parisina les permite hacerlo.
Otro tanto ocurre en Dame la mano (2003), filme similar al anterior, pues trata también de refugiados, en este caso cubanos que viven en New Jersey y que, cada domingo en la noche, acuden a “La esquina habanera”. Como en los filmes anteriores, la visión más inmediata reposa en las peculiaridades y el brillo de los personajes: una negra maravillosa, aposentada ya en la sexta década, nos aturde y divierte con su humor y su picardía mientras cocina y nos intenta convencer de su felicidad; un bailarín habla de sus sueños todavía no realizados de vivir de la música mientras recuerda que, al inicio de su exilio, sobrevivió de puto; un viejo cubano, de reloj reluciente y zapatos blancos, nos invita a su casa y descubre ante la cámara el fondo de sus armarios atiborrados de objetos inútiles que compra con compulsión para llenar un cierto vacío: el de su cubanidad; esa que, cada domingo, en “la esquina habanera”, todos ellos inventan con el cuerpo y el son.
Comida para amar (2004) es una serie documental conformada por once episodios de 25 minutos cada uno. En la reciente muestra, se vio tan solo el que la directora dedica a su madre, a quien filma mientras prepara uno de los platos típicos de su pueblo en Polonia. Esta pequeño ejercicio muestra con simpleza que la cocina es, esencialmente, memoria, historia y nostalgia. Mientras el platillo se va haciendo, la segunda guerra mundial hace su función de contraescena de la historia de su madre y sus primas y tías.
De todos los filmes mostrados, el más delicado y logrado es El amor natural (1996). El dispositivo que da pie al documental es un ejemplo de minimalismo y austeridad: se trata de que algunos ancianos lean poemas eróticos del poeta brasileño Carlos Drummond de Andrade. Nada más. El dispositivo activa sus recuerdos, sus rubores, su locuacidad.
Hemos dicho ya que los filmes de Honigmann se construyen a partir de la acumulación y la cristalización. Eso ocurre extraordinariamente en “El amor natural”: una de las mujeres lee un poema y, de pronto, de manera casi imperceptible, se le quiebra la voz, pero prosigue. Minutos más adelante, otra anciana lee un poema y encuentra la palabra “clítoris”. Voltea y le pregunta a su compañero: “¿tú sabes qué es el clítoris?”. El hombre, arrugado como una pasa, mueve la cabeza, y ella le grita: “¡el conejo, pues, viejo!”. Agrega que ella era tan “pero tan” dada a los placeres del cuerpo que, de seguro, acabo matando a su marido por los “tantos polvos” que tuvieron, y que, por eso, ya no extraña nada de lo que está leyendo. Sonríe y sigue la lectura del poema rebosante de durezas y humedades. Se interrumpe otra vez. Se queda en silencio; sonríe y se seca los ojos humedecidos. En esos dos momentos, pivota la estructura y la sutileza del filme que explora esa saudade que, casi desde la otra ribera, se siente por el perdido vigor y la algarabía de los cuerpos. Si algunos escritores escriben siempre el mismo libro, entonces no es menos exacto afirmar que Heddy Honigmann ha filmado siempre la misma película: el de una impecable y discreta saudade.
Una cuestión de tono
De las siete obras vistas en el homenaje que se le tributó, dos obras nos parecieron menores en relación al nivel del conjunto mostrado: Crazy (1999) y Buen marido, querido hijo (2001). Sintomáticamente, ambas dos abordan temas graves e “importantes”. En Buen marido, querido hijo se exploran los afectos y el recuerdo de las mujeres de Ahatovici , la ciudad yugoslava en la que el ejército serbio asesinó al 80% de la población masculina, mientras que, en Crazy, los soldados que intervienen en las misiones de las naciones Unidas comparten con la realizadora el valor que tuvieron para ellos ciertas canciones o piezas musicales durante su convivencia con el horror y la guerra.
De la comparación de ambas obras, nos resulta evidente la razón por la cual resultan obras menores en su filmografía: los temas abordados convocan tan inmediata y masivamente la compasión y las buenas intenciones que no le permiten a la realizadora desplegar lo que es su mejor virtud: el hurgar en los tonos medios, en las aristas, en los intersticios, en esos estrechos márgenes por los que, como una entomóloga de los afectos, nos conduce siempre para revelarnos la dramática sutil de la saudade.
En Faces, el célebre filme de John Cassavetes, uno de los personajes dice: “nadie tiene tiempo para ser vulnerable con el otro”. En sus mejores filmes, Heddy Honigmann ha elegido como método de construcción cinematográfica la antítesis de dicha práctica. Ella dispone el tiempo como el encuadre en el que su honesta curiosidad por la vida de sus personajes y sus réplicas terminan haciendo lo que muy pocos cineastas saben hacer: que, por un instante, las fragilidades y vulnerabilidades afloren con la misma suave violencia con que la marea eleva las aguas para, a la mañana siguiente, desaparecer. Y es que Heddy encarna ese ideal de artista que estos tiempos cínicos y postmodernos casi no toleran: una artista humanista. Precisemos que esta palabra suele producir, con comprensible justicia, aprensión y escozor, pues ha servido para contrabandear la impostura y la afectación con el grueso pretexto de las buenas intenciones. Honigmann no entiende de esos comercios banales: el suyo es un arte humanista, delicado y travieso.
Ese desconocimiento de su obra en nuestros pagos es la resultante de varios factores: Honigmann dejó el Perú, luego de estudiar literatura, para irse a estudiar cine al Centro Experimental de Cinematografía de Roma. Luego, el amor la condujo hacia Holanda donde radica actualmente. Otra razón es que sus últimas películas pertenecen a ese género denominado “documental” y que esencialmente significa que no se distribuye y difunde como debería. Aclaremos que categorías como “documental” o “ficción” pierden sustancia y límites en la obra de cineastas vigorosos que saben que en este oficio lo único importante, a fin de cuentas, es saber esculpir el tiempo. Eso es lo que hace nuestra compatriota.
Estructura y modulación
Algunos críticos han sugerido que, en su obra “documental”, no existe una estructura dramática. Tal afirmación supone, por cierto, que la única arquitectura dramática es la de estirpe sydfieldiana, aquel diseño que dispone los plots en puntos estratégicos del relato.
Lejos de esa dictadura estética, HH procede por acumulación y cristalización. Para aclarar estos conceptos, recurramos a Metal y melancolía, su única obra realizada en el Perú. La directora dispone sucesivamente escenas similares o análogas a través de los testimonios de diversos taxistas que se suceden, unos tras otros, mientras conducen sus autos. Oímos y vemos, así, diversas situaciones que sorprenden, divierten o cautivan por su desparpajo o ingenio “recursero” tan peruano. La sucesión continúa hasta que, en cierto momento, esta acumulación se resuelve, de pronto, en la cristalización del sentido fílmico que es mayor que la suma de sus partes: el filme aborda la vida de esos taxistas, pero también –y a través de ellos- ese movimiento anímico que en portugués se denomina saudade y que, si no me equivoco, no tiene un exacto correspondiente en español. No equivale, por cierto, a la melancolía que el título propone, pues este sentimiento sugiere una tristeza indescifrable y sin objeto que sus personajes no manifiestan. Tampoco podríamos identificarlo con la nostalgia porque a este sentimiento le falta justamente esa sutileza y esa tenue vivacidad que sí posee la saudade.
Suzuki, el introductor de la filosofía zen en occidente, decía que la resolución del koan, esa especie de paradoja cuya finalidad era mostrar las insuficiencias del raciocinio para resolverlo, procedía acumulativa y energéticamente. Es decir, el aprendiz se confronta con sucesivos esfuerzos hasta que, de pronto, ocurre una mutación cualitativa que le permite resolver el koan. Algo así ocurre con la visión de los mejores documentales de Honigmann: uno percibe escenas y personajes concretos hasta que, de pronto, el sentido (algo más que el simple tema) se nos hace explícito por un mecanismo de condensación. Esta es , por cierto, la estrategia que desde siempre han usado los directores más preocupados por la densidad y peso de las escenas que por el mecanismo narrativo tradicional que hace de la peripecia su credo rector.
Poética de la saudade
De los filmes exhibidos recientemente en Lima, Metal y melancolía es el más antiguo, pues se estrenó en 1992. En los inicios de la década de los noventa, la sociedad peruana estaba todavía aturdida por la hiperinflación desencadenada en el primer gobierno de Alan García, quinquenio en el que la clase media dejó de serlo para sumirse, con decrépita dignidad, en la pobreza. Por eso, en Metal y melancolía, la directora elige sobretodo a profesionales que hubieran pertenecido a esa extinta clase social y que estuvieran haciendo taxi para poder sobrellevar la crisis. Conocemos así los más extravagantes relatos sobre cómo un auto destartalado resulta ser un atractivo y deseable disuasivo del robo y otras historias igualmente delirantes, hasta que, de pronto, esas varias historias se reconfiguran en el fresco que está pintando Honigmann: la saudade que siente esa clase media por la discreta bonanza y seguridad que se les escurrió entre los fierros de sus autos.
Metal y melancolía es, junto a Compadre de Mikael Wiström, Días de Santiago de Josué Méndez y La boca del lobo de Francisco Lombardi, una de las películas peruanas que mejor han abordado nuestra historia de los últimos 30 años y de una manera mucho más contundente y eficaz que muchos libros que se han escrito sobre el tema. Metal y melancolía nos cuenta, a través de la reconstrucción social de esa saudade de nuestra extinta clase media, algo mucho más edificante y menos poético: el valor de la resiliencia, ese mecanismo psicológico que hace que, en condiciones adversas, el ser humano despliegue sus recursos para sobrevivir y minimizar el impacto de lo adverso, lo que disgrega y resta.
Esa misma poética está presente en los otros filmes de nuestra directora. En La orquesta subterránea (1997), por ejemplo, los músicos callejeros, la mayoría de ellos emigrantes ilegales que tocan en los subterráneos de Paris, son los personajes del filme, pero lo que de verdad interesa es que, más allá de lo que dicen, van exudando esa saudade del terruño que brota en quienes saben que no pueden retornar a sus tierras sin poner en peligro su propia identidad o su realización personal. Quedan, entonces, suspendidos –aunque no varados- en ese ánimo nostálgico que los preserva.
En La linterna mágica, Bergman recuerda que Bach, al regresar de un viaje y encontrar a su mujer y a sus cuatro hijos muertos, escribió: “Dios mío, no dejes que pierda mi alegría”[1]. Al final de La orquesta subterránea, un pianista argentino le responde a la directora que, pese a las increíbles torturas recibidas, no guarda rencor por sus victimarios, pues sabe que “para crear se necesita alegría”. Eso es lo que, a fin de cuentas, terminan diciéndonos estos músicos que se acomodan en buhardillas de unos pocos metros cuadrados para vivir y que tocan en los pocos lugares en que la policía parisina les permite hacerlo.
Otro tanto ocurre en Dame la mano (2003), filme similar al anterior, pues trata también de refugiados, en este caso cubanos que viven en New Jersey y que, cada domingo en la noche, acuden a “La esquina habanera”. Como en los filmes anteriores, la visión más inmediata reposa en las peculiaridades y el brillo de los personajes: una negra maravillosa, aposentada ya en la sexta década, nos aturde y divierte con su humor y su picardía mientras cocina y nos intenta convencer de su felicidad; un bailarín habla de sus sueños todavía no realizados de vivir de la música mientras recuerda que, al inicio de su exilio, sobrevivió de puto; un viejo cubano, de reloj reluciente y zapatos blancos, nos invita a su casa y descubre ante la cámara el fondo de sus armarios atiborrados de objetos inútiles que compra con compulsión para llenar un cierto vacío: el de su cubanidad; esa que, cada domingo, en “la esquina habanera”, todos ellos inventan con el cuerpo y el son.
Comida para amar (2004) es una serie documental conformada por once episodios de 25 minutos cada uno. En la reciente muestra, se vio tan solo el que la directora dedica a su madre, a quien filma mientras prepara uno de los platos típicos de su pueblo en Polonia. Esta pequeño ejercicio muestra con simpleza que la cocina es, esencialmente, memoria, historia y nostalgia. Mientras el platillo se va haciendo, la segunda guerra mundial hace su función de contraescena de la historia de su madre y sus primas y tías.
De todos los filmes mostrados, el más delicado y logrado es El amor natural (1996). El dispositivo que da pie al documental es un ejemplo de minimalismo y austeridad: se trata de que algunos ancianos lean poemas eróticos del poeta brasileño Carlos Drummond de Andrade. Nada más. El dispositivo activa sus recuerdos, sus rubores, su locuacidad.
Hemos dicho ya que los filmes de Honigmann se construyen a partir de la acumulación y la cristalización. Eso ocurre extraordinariamente en “El amor natural”: una de las mujeres lee un poema y, de pronto, de manera casi imperceptible, se le quiebra la voz, pero prosigue. Minutos más adelante, otra anciana lee un poema y encuentra la palabra “clítoris”. Voltea y le pregunta a su compañero: “¿tú sabes qué es el clítoris?”. El hombre, arrugado como una pasa, mueve la cabeza, y ella le grita: “¡el conejo, pues, viejo!”. Agrega que ella era tan “pero tan” dada a los placeres del cuerpo que, de seguro, acabo matando a su marido por los “tantos polvos” que tuvieron, y que, por eso, ya no extraña nada de lo que está leyendo. Sonríe y sigue la lectura del poema rebosante de durezas y humedades. Se interrumpe otra vez. Se queda en silencio; sonríe y se seca los ojos humedecidos. En esos dos momentos, pivota la estructura y la sutileza del filme que explora esa saudade que, casi desde la otra ribera, se siente por el perdido vigor y la algarabía de los cuerpos. Si algunos escritores escriben siempre el mismo libro, entonces no es menos exacto afirmar que Heddy Honigmann ha filmado siempre la misma película: el de una impecable y discreta saudade.
Una cuestión de tono
De las siete obras vistas en el homenaje que se le tributó, dos obras nos parecieron menores en relación al nivel del conjunto mostrado: Crazy (1999) y Buen marido, querido hijo (2001). Sintomáticamente, ambas dos abordan temas graves e “importantes”. En Buen marido, querido hijo se exploran los afectos y el recuerdo de las mujeres de Ahatovici , la ciudad yugoslava en la que el ejército serbio asesinó al 80% de la población masculina, mientras que, en Crazy, los soldados que intervienen en las misiones de las naciones Unidas comparten con la realizadora el valor que tuvieron para ellos ciertas canciones o piezas musicales durante su convivencia con el horror y la guerra.
De la comparación de ambas obras, nos resulta evidente la razón por la cual resultan obras menores en su filmografía: los temas abordados convocan tan inmediata y masivamente la compasión y las buenas intenciones que no le permiten a la realizadora desplegar lo que es su mejor virtud: el hurgar en los tonos medios, en las aristas, en los intersticios, en esos estrechos márgenes por los que, como una entomóloga de los afectos, nos conduce siempre para revelarnos la dramática sutil de la saudade.
En Faces, el célebre filme de John Cassavetes, uno de los personajes dice: “nadie tiene tiempo para ser vulnerable con el otro”. En sus mejores filmes, Heddy Honigmann ha elegido como método de construcción cinematográfica la antítesis de dicha práctica. Ella dispone el tiempo como el encuadre en el que su honesta curiosidad por la vida de sus personajes y sus réplicas terminan haciendo lo que muy pocos cineastas saben hacer: que, por un instante, las fragilidades y vulnerabilidades afloren con la misma suave violencia con que la marea eleva las aguas para, a la mañana siguiente, desaparecer. Y es que Heddy encarna ese ideal de artista que estos tiempos cínicos y postmodernos casi no toleran: una artista humanista. Precisemos que esta palabra suele producir, con comprensible justicia, aprensión y escozor, pues ha servido para contrabandear la impostura y la afectación con el grueso pretexto de las buenas intenciones. Honigmann no entiende de esos comercios banales: el suyo es un arte humanista, delicado y travieso.
[1] Bergman, Ingmar. La linterna mágica. Barcelona: Tusquets, p. 53
Joel Calero
2 comentarios:
Muy bien, Calero.
Porqué no hay críticas de los últimos estrenos, Bedoya: Shine a
Light, Los dueños de la noche, Tropa de Elite?
Publicar un comentario