jueves, 1 de marzo de 2012

Citas literarias, música y escenas de cine

Desde Cajamarca, Víctor Hugo Palacios Cruz envía este artículo que nos invita a escuchar a Gershwin y a Wagner pensando en Márai, en Proust, en Allen y en Coppola. Aquí lo tienen:


Contaba Sergio Leone que, en su trabajo con Ennio Morricone, a menudo seguía este procedimiento: le indicaba una descripción somera de la acción que tenía en mente y, en seguida, el compositor trazaba la partitura que juzgaba conveniente. Luego, Leone construía la secuencia fílmica siguiendo la progresión de la instrumentación obtenida. Así, la polvorienta y estatuaria aparición de Frank y su banda, tras la masacre de la familia McBain, en Érase una vez en el Oeste (1968) –con esa guitarra resonante precediendo una épica sección de vientos y coro–, semeja una coreografía en la que, sin embargo, no cuenta tanto el desplazamiento de los personajes cuanto el de la cámara. El efecto, en definitiva, no es otro que el de una visualización de lo que Morricone había ejecutado.

Es similar la impresión que causa el espléndido episodio de Lo bueno, lo malo y lo feo, del mismo director (1966), en que se ve a Tuco, excitado como un niño o un demonio, corriendo en círculo en medio de un cementerio en una de cuyas tumbas se oculta la fortuna que codicia, mientras suena “El éxtasis del oro”, también de Morricone. Por aquellos años, Paul McCartney –el más inquieto y experimental de The Beatles–, declaraba que “iba a llegar un tiempo en que sería imposible escuchar canciones sin asociarlas a un flujo de imágenes”.

En 1969, George Roy Hill insertó en su cálida y melancólica Butch Cassidy and the Sundance Kid un segmento en que el personaje de Paul Newman lleva a pasear en bicicleta a la novia de su compañero, halagándola con su humor y sus arriesgadas acrobacias. A lo largo de este pasaje, impreso en una fotografía tenuemente dorada por la luz del amanecer, se oye la ingenua y encantadora composición de Burt Bacharach “Raindrops keep fallin’ on my head”. Como si fuera un engaste sobre una larga madera, o un dulce sueño fijado con alfileres sobre la cartulina de un álbum del recuerdo.

El proceso más convencional y común en el cine, desde la incorporación del sonido, había sido identificar la cualidad emocional de un determinado momento del relato y elegir una melodía o unos arreglos –preexistentes o no– que la secundasen interpretándola, acentuándola o contrapesándola. Con los años, un momento de pánico exigiría esos violines ululantes de Bernard Hermann en Psicosis (Psycho, 1960) de Hitchcock; del mismo modo que la angustiosa expectación con que aguardamos la decisiva alocución del protagonista de El discurso del Rey (Tom Hooper, 2010) no podía tener otra lectura más fiel y sugerente que el segundo movimiento de la Séptima Sinfonía de Beethoven, íntima y expansiva, dolorosa y anhelante a la vez. Y cómo olvidar, por último, esa entrada gélida y solemne de La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971), de Kubrick, con la recreación electrónica de una pompa fúnebre de Henry Purcell de 1694 a cargo de Wendy Carlos, que nos sitúa frente a la mirada vítrea y penetrante, de siniestros presagios, de Alex el Drugo.

Pero el proceso inverso, el de una musicalización de lo visual, ha tenido por igual ejemplos notables que han trascendido incluso al orden de la cultura popular. El inicio de Manhattan de Woody Allen (1979) con esas estampas en blanco y negro que pronuncian la silueta y el trasiego de la ciudad sobre el río Hudson, enfatizadas con la fastuosa apertura de Rhapsody in blue de George Gershwin (composición para piano y banda de jazz estrenada en 1924); o el episodio en que una flota de helicópteros remontan un horizonte de palmeras para bombardear con frívola sevicia una desprotegida aldea de vietnamitas, mientras retumban los metales de La cabalgata de las valquirias de Richard Wagner (de la ópera Die Walküre, presentada en 1870) en Apocalypse Now de Francis Ford Coppola, curiosamente del mismo año de Manhattan.

Quizá la ópera se había adelantado por siglos a la intuición de McCartney, al lograr la armoniosa conjunción entre música y escenografía; quizá las danzas más remotas de todos los pueblos fueran ya un anticipo de esta alianza; quizá los ritos ancestrales acompañados de cantos sean la fuente de todas las fuentes… en fin, cómo saberlo. El caso es que para los cinéfilos, las orquestaciones de Gershwin y Wagner, subyugantes por sí solas, son ya indisociables, en la memoria y en la sensación, de las escenas rodadas por Allen y Ford Coppola, respectivamente.

Sabemos que el director de Apocalypse now tenía conocimiento del empleo de los discos de Wagner en los entrenamientos de la aviación nazi (y aun en los campos de concentración); como igualmente consta que el autor de Manhattan concibió su obra escuchando la poderosa rapsodia de Gershwin, por lo demás tan neoyorquino como él. (Dicho sea de paso, la obertura de su recientemente premiada Medianoche en París, de 2011, con postales de la capital francesa y frescos sonidos de jazz, recuerda inevitablemente a Manhattan.) Los expertos podrán referir pormenores que nos permitirían acercarnos a las intenciones estéticas de ambos cineastas. Sin embargo, el azar de unas lecturas relativamente recientes me obsequió un par de hallazgos que desearía, ahora, compartir con los lectores aficionados.

Sándor Márai –novelista que atestiguó la caída del Imperio Austro-Húngaro, la invasión alemana y la ocupación comunista, tras la cual abandonó su amada Budapest para siempre–, publicó en 1972, durante su exilio norteamericano, el libro ¡Tierra, Tierra! En una de las páginas de estas memorias, mezcla de nostalgia, rabia y poesía, puede leerse:

“No sé si a las personas les ocurre lo mismo: yo, al pensar en una ciudad –húngara, extranjera, lo mismo da–, no veo imágenes, sino que oigo unos cuantos compases musicales. Nueva York, París, Kolozsvár, Berlín: si una idea o una asociación libre y fortuita me traen a la mente el nombre de una ciudad, oigo música. Como si una melodía, unas notas musicales concretas, representaran para mí la esencia de esa ciudad. Por ejemplo, si alguien pronuncia ante mí el nombre de Nueva York, no se me aparece la vista de Manhattan desde la planta número cien del Empire State Building, sino que oigo, por unos instantes, la Rhapsody in blue de Gershwin, algún fragmento de esa música chirriante, dolorosa y lujuriosa, neurótica. No sé cuál es la razón de esa manera mía, tan melódica, de recordar las ciudades, puesto que en ningún caso suelo evocar personas o paisajes relacionándolos con la música. Entre los fenómenos de la conciencia, el mecanismo de la memoria es, para mí, el milagro más temible y misterioso, y esa coincidencia momentánea –entre el nombre de determinada ciudad y una frase musical o melodía– en mi mente es algo tan incomprensible para mí como, en general, el enigma de almacenar y recobrar recuerdos. Es como si la melodía representara el emblema de la ciudad, porque no soy capaz de controlar la duración de ese interludio melódico, ya que en la cadena de los recuerdos aparecen, casi de inmediato, las imágenes, ya sin acompañamiento musical”. (Trad. Judit Xantus S., Barcelona, Salamandra, 2006, pp. 126-127)

Décadas antes, Marcel Proust se había encerrado en su habitación para entregarse, con tanta devoción como frenesí, a la redacción de En busca del tiempo perdido, al mismo tiempo que París se estremecía bajo las bombas germanas durante la Primera Guerra Mundial. Murió en 1922 y cinco años después se publicaron los últimos volúmenes de su novela, la más exquisita inspección de la interioridad humana que se conoce en la literatura europea. Una mañana, de pronto, di con este diálogo que Marcel entabla con uno de los personajes de El tiempo recobrado, parte final de la obra:

“Le hablé de la belleza de los aviones que ascendían en la noche. –Y quizá más aún de los que descienden –me dijo [Roberto]–. Reconozco que es muy hermoso el momento en que suben, en que van a formar constelación, y obedecen en esto a leyes tan precisas como las que rigen las constelaciones, pues lo que parece un espectáculo es la formación de las escuadrillas, las órdenes que les dan, su salida en servicio de caza, etc. Pero ¿no te gusta más el momento en que, definitivamente asimilados a las estrellas, se destacan para salir en misión de caza o entrar después del toque de fajina, el momento en que hacen apocalipsis, y ni las estrellas conservan ya su sitio? Y esas sirenas, todo tan wagneriano, lo que, por lo demás, era muy natural para saludar la llegada de los alemanes, muy himno nacional, con el Kronprinz y las princesas en el palco imperial, Wacht am Rhein; como para preguntarse si eran en verdad aviadores o más bien valquirias que ascendían. – Parecía complacerse en esta asimilación de los aviadores y de las valquirias, explicándola, por lo demás, con razones puramente musicales–: ¡Claro, es que la música de las sirenas se parecía tanto a la Cabalgata! Decididamente hace falta que lleguen los alemanes para que se pueda oír a Wagner en París”. (Trad. Consuelo Berges, Madrid, Alianza, 2001, pp. 82-83)

Asombra la precisión evocadora de Márai –«chirriante, dolorosa, lujuriosa, neurótica»–, tan afín a las tomas de la película de Woody Allen. Y sacude el empleo resaltado del vocablo «apocalipsis» en la cita proustiana. ¿Se trata de simples casualidades? ¿Podría probarse que son plausibles influencias? ¿Tuvieron los dos directores norteamericanos ocasión de leer a Márai y Proust? Solo después de escuchar los Conciertos de Brandemburgo de Bach –cuenta Geoff Emerick en El sonido de Los Beatles. Memorias de su ingeniero de grabación (trad. R. Gil Gener, Barcelona, Indicios, 2011)–, McCartney descubrió los toques barrocos que hacían falta para completar la preciosa “Penny Lane”. Otras veces, los músicos utilizan, sin saberlo, retazos de sus recuerdos más profundos que, en esos instantes, se les presentan como surgidos de su propia imaginación.

Que otros hagan las pruebas del caso, que otros aporten los datos que falten; pero, aquí, no hay duda de que estamos delante de los sinuosos pasadizos del espíritu y que, en ese sentido, puede ser sumamente difícil discernir dónde termina una afloración de lo consumido y dónde empieza la primera puntada de una invención. No hay leyes ni lógicas para esas fusiones, avenencias y contrastes que se forman en los recogimientos de la concepción creativa. De cualquier manera, como me recuerda mi amigo Manuel Prendes, con razón y agudeza sostenía Eugenio d’Ors que en cualquier género de arte “lo que no es tradición, es plagio”.


Víctor H. Palacios Cruz



Profesor de filosofía y escritor






12 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente articulo, yo me quedo con la escena del Tuco corriendo en el cementerio simplemente una obra maestra.

Carlos dijo...

Víctor, hay un error en el nombre de la película de Leone. Se llama "EL bueno, EL malo y EL feo". Por favor corregir.

Saludos.

Páginas del diario de Satán dijo...

Respuesta a Carlos

El título de estreno en el Perú fue LO bueno, Lo malo y Lo feo, y por eso está consignado de esa manera. Confirmar aquí:
http://www.imdb.com/title/tt0060196/releaseinfo

Manuel Siles dijo...

Qué buen artículo. Ojalá podamos encontrar al autor más seguido.

Roberto dijo...

Gran aporte, sobre todo lo referido a las películas de Allen y Copolla.

Víctor H. Palacios C. dijo...

Estoy concluyendo el generoso libro de Emerick. En relación con los videoclips, he aquí una cita imperdible: "En aquella época (1967), tanto John como Paul escuchaban mucha música de vanguardia, en especial composiciones basadas en el azar. En casa, a menudo mantenían los televisores encendidos pero con el sonido apagado mientras iban poniendo discos. A la mañana siguiente, nos contaban cómo la música encajaba a menudo, como por arte de magia, con las imágenes de pantalla. En cierta ocasión, Paul trajo incluso un proyector de cine para demostrar el principio. [...]"

Gustavo dijo...

Analiza las relaciones entre Mahler, Mann, Visconti y Ken Russell.

miguel moreno dijo...

Que notable post , no soy alguien q se alimente de arte precisamente , pues no leo mucha literatura y no escucho musica clasica precisamente (claro tampoco la ola marketera de la cumbia), lo mio va mas por la ciencia , pero el cine es una de mis grandes pasiones. Y una pregunta q yo me hago varias veces es si el arte es un producto de la razon o del corazon , es decir, en la concepcion de una obra maestra artistica (sea de cine , musica , literaria, o de otro tipo) q intervino mas en su realizacion: la inteligencia o el espiritu , las neuronas cerebrales o lo mas intimo del ser humano (algo q aun desconocemos) . Y me parece q la concepcion de situaciones o lugares con musica es algo intimamente ligado con esta concepcion. En el fondo parece q hay algo filosofico o hasta metafisico en todo esto , igual q post tan notable....

víctor h. palacios cruz dijo...

Qué hermosa la honestidad de su dilema. Usted, inmerso en la metodología y las verificaciones de su disciplina, admite lo que otros especialistas despachan por no poder comparecer sobre la mesa del laboratorio: esa índole huidiza de lo humano que no solo la creatividad artística, sino también la propia intuición científica prueban una y otra vez en el tiempo. Newton no llegó a la ley de la gravitación universal siguiendo, como exigía Descartes desde la abstracción y la soledad, un procedimiento retilíneo, sino sobreponiéndose a la accidental destrucción de sus estudios sobre óptica e internándose, para olvidarlo, en la alquimia y la teología, nada menos. El cine es una confluencia de especialidades -imagen, relato, actuación, sonidos- cuya singular sintonía es uno de esos hechos que se vuelven maravillosos e irreductibles a fórmulas y justificaciones racionales; señal de que la vida es más rica de lo que podemos demostrar. Julieta decía a Romeo: "sería pobre si pudiera contar todos mis caudales".

Eugenio Vidal dijo...

Le recomiendo al señor Palacios que lea a Eugenio Trías sobre Vértigo, el romanticismo y la música de Herrman que se escucha en El Artista.

miguel moreno dijo...

Gracias por sus palabras señor victor hugo , y creo q tiene razon definitivamente , a veces un paso gigantesco en creatividad sobrepasa las normas o los raciocinios preexistentes . Diria que Asi hablo Zarathustra de Strauss o La pandilla salvaje de Sam Peckimpah son una proeza humana del mismo tipo que la ley de gravedad de newton , quizas inclusive detras de la concepcion de la teoria de la relatividad de einstein o otras mas , se esconda la misma semilla q dio origen a toda la creacion de beethoven o van gogh , esa misma semilla que nos hace observar perplejos la belleza del horizonte como por ejemplo de un atardecer y haga que nos preguntemos porqué .
Lo q si se es que de ahora en adelante voy a empezar a leer sus libros , saludos .

Víctor H. Palacios Cruz dijo...

Estimado Miguel Moreno, releo su comentario y, aparte de agradecerle de nuevo su gentileza y sus planteamientos, deseo indicarle mi correo electrónico (victorhpc@hotmail.com), por si deseara escribirme. Le saludo con el mayor aprecio y celebro estos encuentros gracias a la hospitalidad del blog de Ricardo. En realidad, me dedico a la enseñanza de la filosofía y también escribo literatura. Que se encuentre muy bien y permítame recomendarle una película que acabo de ver y que me ha dejado tan maravillado como sobrecogido: "Los descendientes" de Alexander Payne, que, curiosamente, tambíen propone un uso especial de la música, a manera de contrapunto entre la serenidad de la idiosincrasia hawaiana y la vivencia de un pesar familiar. Con aprecio.