Aprovechamos los días en Buenos Aires para ver películas de la cartelera comercial, antes de dar cuenta del BAFICI 2009. Gomorra resultó una experiencia interesante (Mónica Delgado).
La red mafiosa que describe el cineasta romano Matteo Garrone pertenece a un entorno periférico y marginal. No existen los peces gordos, las familias enriquecidas que se pavonean con modas espeluznantes ni se usan mecanismos sofisticados para la resolución de vendettas o ajustes de cuentas. En Gomorra (2008) se mata a lo bruto, pero la mano ejecutora viene de los sectores sociales más empobrecidos y abandonados y también de aquellos más sensibles a los atractivos de la violencia: púberes y adolescentes por fuera pero que lucen en sus actos envejecidos y sin inocencia a causa de la herencia de la mafia (que en la manera de exhibir la crudeza tiene reminiscencias a una suerte de Ciudad de Dios pero lánguida y mucho más sutil en el modo de asociar la atracción de la violencia y el crimen a la adolescencia, sólo en eso). La Camorra napolitana es vista desde el último eslabón de su sistema de depredación y en ese lugar no hay lujos, sino sicarios, microcomercializadores de drogas, traficantes de armas y corporaciones que contratan camioneros para botar residuos tóxicos de modo barato y fuera de la ley.
En su primera escena, donde vemos a un tipo de pie, en un spá, metido en una especie de cámara bronceadora, que se ve interrumpido en su relax por un grupo de amigos que se hacen la manicure y se cortan el cabello, pero que luego sacan armas y lo terminan acribillando (de la paz amistosa a la balacera milimétrica), tenemos la impresión de estar en uno de esos filmes sobre los bajos fondos, que fue filmado con poco presupuesto y con escasa creatividad: tono realista y seco, crímenes efectivos y planos fijos de asesinados nada fuera de lo común. Sin embargo, Mateo Garrone sabe cómo deshacerse de esa primera percepción y construye su relato a partir de un acercamiento a sus personajes casi documental, con cámara en mano que el mismo dirige, a través de cinco hilos argumentales que nunca chocan entre sí, al menos de modo explícito. Primero, un niño repartidor de 13 años que prueba sus dotes para ser parte de la mafia. Segundo, un par de adolescentes que deciden trabajar por su cuenta al margen de los clanes. Tercero, un diseñador de barrio que es explotado y cuyos trabajos son vendidos por miles de dólares mientras gana una miseria (inclusive se ve a Scarlett Johansson apareciendo en tele luciendo uno de sus modelos). Cuarto, un recién egresado de la universidad sin trabajo que se mete en negocios ilícitos para ocultar en el campo residuos tóxicos. Quinto, un contador que paga a las familias de presos coimas de la misma mafia.
A Matteo Garrone no le interesa la apología moral, a diferencia de la novela de Roberto Saviano, en la que se inspira, ya que no hay fidelidad exacta (Garrone recrea cinco capítulos de los once de Saviano, quien también colaboró en el guión). Nos introduce dentro de los parámetros del código de la hermandad, palabra que en todo caso se convierte en un ente fantasmal, pues parece que sólo el miedo a la muerte por parte de los mismos “hermanos” es la fuente de supervivencia. Una secuencia ejemplar: dos amigos jóvenes roban armas de un fortín de una banda de delincuentes, y luego se van a una laguna a disparar a quemarropa todo lo que hay en su alrededor inhóspito, desnudos y a orillas del agua. Imágenes poderosas sobre la enajenación y la euforia.
En Gomorra no se escatima la muerte a los traidores, es un lugar o secta donde la iniciación para entrar a un tipo de clan puede pasar por disparar a niños con chaleco antibalas y así probar su miedo o contratar a chicos de doce años como choferes de trailer porque se trata de mano de obra barata. Si bien es un universo sometido a reglas concretas y a la ley del Talión, Garrone nos acerca al mundo de la mafia lúmpen con una cámara cercana, para ser verosímil en el copiado del modus operandi rápido y difuso de los protagonistas, y que recoge con habilidad sonidos ambientales, donde existe una escasa banda sonora (algunos temas setentosos que reflejan el gusto popular de los personajes es un buen punto para dar pequeños chispazos en medio de disparos y de un idioma "napolitano" que se escucha particular).
La red mafiosa que describe el cineasta romano Matteo Garrone pertenece a un entorno periférico y marginal. No existen los peces gordos, las familias enriquecidas que se pavonean con modas espeluznantes ni se usan mecanismos sofisticados para la resolución de vendettas o ajustes de cuentas. En Gomorra (2008) se mata a lo bruto, pero la mano ejecutora viene de los sectores sociales más empobrecidos y abandonados y también de aquellos más sensibles a los atractivos de la violencia: púberes y adolescentes por fuera pero que lucen en sus actos envejecidos y sin inocencia a causa de la herencia de la mafia (que en la manera de exhibir la crudeza tiene reminiscencias a una suerte de Ciudad de Dios pero lánguida y mucho más sutil en el modo de asociar la atracción de la violencia y el crimen a la adolescencia, sólo en eso). La Camorra napolitana es vista desde el último eslabón de su sistema de depredación y en ese lugar no hay lujos, sino sicarios, microcomercializadores de drogas, traficantes de armas y corporaciones que contratan camioneros para botar residuos tóxicos de modo barato y fuera de la ley.
En su primera escena, donde vemos a un tipo de pie, en un spá, metido en una especie de cámara bronceadora, que se ve interrumpido en su relax por un grupo de amigos que se hacen la manicure y se cortan el cabello, pero que luego sacan armas y lo terminan acribillando (de la paz amistosa a la balacera milimétrica), tenemos la impresión de estar en uno de esos filmes sobre los bajos fondos, que fue filmado con poco presupuesto y con escasa creatividad: tono realista y seco, crímenes efectivos y planos fijos de asesinados nada fuera de lo común. Sin embargo, Mateo Garrone sabe cómo deshacerse de esa primera percepción y construye su relato a partir de un acercamiento a sus personajes casi documental, con cámara en mano que el mismo dirige, a través de cinco hilos argumentales que nunca chocan entre sí, al menos de modo explícito. Primero, un niño repartidor de 13 años que prueba sus dotes para ser parte de la mafia. Segundo, un par de adolescentes que deciden trabajar por su cuenta al margen de los clanes. Tercero, un diseñador de barrio que es explotado y cuyos trabajos son vendidos por miles de dólares mientras gana una miseria (inclusive se ve a Scarlett Johansson apareciendo en tele luciendo uno de sus modelos). Cuarto, un recién egresado de la universidad sin trabajo que se mete en negocios ilícitos para ocultar en el campo residuos tóxicos. Quinto, un contador que paga a las familias de presos coimas de la misma mafia.
A Matteo Garrone no le interesa la apología moral, a diferencia de la novela de Roberto Saviano, en la que se inspira, ya que no hay fidelidad exacta (Garrone recrea cinco capítulos de los once de Saviano, quien también colaboró en el guión). Nos introduce dentro de los parámetros del código de la hermandad, palabra que en todo caso se convierte en un ente fantasmal, pues parece que sólo el miedo a la muerte por parte de los mismos “hermanos” es la fuente de supervivencia. Una secuencia ejemplar: dos amigos jóvenes roban armas de un fortín de una banda de delincuentes, y luego se van a una laguna a disparar a quemarropa todo lo que hay en su alrededor inhóspito, desnudos y a orillas del agua. Imágenes poderosas sobre la enajenación y la euforia.
En Gomorra no se escatima la muerte a los traidores, es un lugar o secta donde la iniciación para entrar a un tipo de clan puede pasar por disparar a niños con chaleco antibalas y así probar su miedo o contratar a chicos de doce años como choferes de trailer porque se trata de mano de obra barata. Si bien es un universo sometido a reglas concretas y a la ley del Talión, Garrone nos acerca al mundo de la mafia lúmpen con una cámara cercana, para ser verosímil en el copiado del modus operandi rápido y difuso de los protagonistas, y que recoge con habilidad sonidos ambientales, donde existe una escasa banda sonora (algunos temas setentosos que reflejan el gusto popular de los personajes es un buen punto para dar pequeños chispazos en medio de disparos y de un idioma "napolitano" que se escucha particular).
El final pesimista, que luego es seguido por una pantalla en negro donde aparecen unas frases que afirman el poderío transnacional de la Camorra y el número de víctimas que pesan sobre su historial, lo que si vendría a ser como la moraleja del filme que se lee mientras se oye Herculaneum de Massive Attack, nos revela la sensibilidad del cineasta para mostrar crudeza en un gran plano abierto, con el mar de fondo que no lleva a nada, y que se ve como la naturaleza que aparece distante y oscura, en un momento donde no hay nada más que decir o agregar.
Mónica Delgado
1 comentario:
¡La veremos?
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