En estas épocas en que las salas de cine lucen y huelen igual, es muy difícil asociar la energía de una película con la arquitectura de algún cine. Antes, en cambio, el recuerdo de la película se entremezclaba con el modo en que la sala se oscurecía progresivamente, con el penetrante olor a creso que despedían sus pisos de madera, con la densidad del respaldar de las butacas.
Ya no es posible decir: “¡Esa la vi en el Colmena, o en el República, o en el Metro!”, asociando una escena, el perfil de un actor, un beso glorioso, los colores deslumbrantes, un paisaje inmenso, el CinemaScope y el Technicolor, con la neta presencia de más de mil doscientos espectadores repartidos en platea, galería y cazuela pero arrastrados por la misma emoción. La memoria de ciertas viejas películas se apareja con fechas, épocas y modos de estar en el cine, en un cine, en ese cine.
En el Metro vi Ben-Hur. Recuerdo la cola creciendo por el Jirón Carabaya y a mi padre al lado, tomando mi mano. Le preocupaba que no me dejarán entrar (y no ver él, ese día, la película que le interesaba tanto). Un aviso decía que impedirían la entrada a los menores de seis años; me faltaban tres meses. Avanzamos en suspenso y pasamos sin problemas.
Desde entonces, el Metro se convirtió en la sede de mi cinefilia creciente. Oro para el César, Scaramouche, ¿Dónde están los espías?, Fuego de juventud, Pasto de sangre, Más allá del ancho río, El capitán Simbad, entre otros estrenos y reestrenos de la Metro Goldwyn Mayer, eran exclusividad de la sala de la Plaza San Martín.
Ya no es posible decir: “¡Esa la vi en el Colmena, o en el República, o en el Metro!”, asociando una escena, el perfil de un actor, un beso glorioso, los colores deslumbrantes, un paisaje inmenso, el CinemaScope y el Technicolor, con la neta presencia de más de mil doscientos espectadores repartidos en platea, galería y cazuela pero arrastrados por la misma emoción. La memoria de ciertas viejas películas se apareja con fechas, épocas y modos de estar en el cine, en un cine, en ese cine.
En el Metro vi Ben-Hur. Recuerdo la cola creciendo por el Jirón Carabaya y a mi padre al lado, tomando mi mano. Le preocupaba que no me dejarán entrar (y no ver él, ese día, la película que le interesaba tanto). Un aviso decía que impedirían la entrada a los menores de seis años; me faltaban tres meses. Avanzamos en suspenso y pasamos sin problemas.
Desde entonces, el Metro se convirtió en la sede de mi cinefilia creciente. Oro para el César, Scaramouche, ¿Dónde están los espías?, Fuego de juventud, Pasto de sangre, Más allá del ancho río, El capitán Simbad, entre otros estrenos y reestrenos de la Metro Goldwyn Mayer, eran exclusividad de la sala de la Plaza San Martín.
Sospecho, ya que no tengo el recuerdo preciso, que el cine conservaba aún algunos de los fastos de fines de los años treinta, cuando se inauguró, casi a la par con otros cines Metro en diversas capitales sudamericanas, para estrenar las cintas con Judy Garland y Mickey Rooney, Spencer Tracy y Katharine Hepburn, Clark Gable y muchas otras estrellas, más que las que tiene el cielo, como proclamaba el lema publicitario de la compañía.
La sala formaba parte de uno de los inmuebles macizos de la Plaza San Martín. Desde los portales o el frente, lucía monumental. Su platea era larga y profunda; la galería (más tarde mezanine) dejaba espacio libre para estirar las piernas y la cazuela tenía una estrecha puerta de acceso separada de la entrada principal. Para llegar al "gallinero" había que apurar interminables escalones, ajustando el paso cuando se trataba de ver una película prohibida para tu edad, temiendo el arrepentimiento de un complaciente boletero que de un silbido te podía expulsar.
Con el paso de los años fui percibiendo las limitaciones de la sala: no tenía la pantalla tan grande como las del República, el Diamante o el Roma; tampoco, el pesado y mullido telón rojo del Tacna, que se abría poco a poco en sincronía con el desfallecimiento de la luz; el sonido del Central era más nítido, y la mezanine del Le París te encaraba con el justo nivel medio de la pantalla. Manías fetichistas, es cierto, pero que cuentan e importan.
¿Y a qué viene todo esto? A que la inauguración del Festival de Lima será en el cine Metro, como viene ocurriendo desde hace dos años. El Centro Cultural de la Universidad Católica hizo un gran trabajo de restauración de la sala, convertida hace años en templo de alguna iglesia de salvación instantánea. Ana Osorio puso todo el empeño para recuperarlo de la ruina, y lo logró.
Pese a eso, y a mi cariño por ese cine, no iré a la inauguración del Festival. El fantasma de Scaramouche me lo impide: la proyección y el sonido ya no son lo que eran y justo debajo de la pantalla los empresarios de la iglesia que allí funciona han colocado, con cemento y piedra inamovibles, una caja fuerte metálica para guardar los diezmos de los fieles o los incautos. Los mercaderes han profanado el templo.
La sala formaba parte de uno de los inmuebles macizos de la Plaza San Martín. Desde los portales o el frente, lucía monumental. Su platea era larga y profunda; la galería (más tarde mezanine) dejaba espacio libre para estirar las piernas y la cazuela tenía una estrecha puerta de acceso separada de la entrada principal. Para llegar al "gallinero" había que apurar interminables escalones, ajustando el paso cuando se trataba de ver una película prohibida para tu edad, temiendo el arrepentimiento de un complaciente boletero que de un silbido te podía expulsar.
Con el paso de los años fui percibiendo las limitaciones de la sala: no tenía la pantalla tan grande como las del República, el Diamante o el Roma; tampoco, el pesado y mullido telón rojo del Tacna, que se abría poco a poco en sincronía con el desfallecimiento de la luz; el sonido del Central era más nítido, y la mezanine del Le París te encaraba con el justo nivel medio de la pantalla. Manías fetichistas, es cierto, pero que cuentan e importan.
¿Y a qué viene todo esto? A que la inauguración del Festival de Lima será en el cine Metro, como viene ocurriendo desde hace dos años. El Centro Cultural de la Universidad Católica hizo un gran trabajo de restauración de la sala, convertida hace años en templo de alguna iglesia de salvación instantánea. Ana Osorio puso todo el empeño para recuperarlo de la ruina, y lo logró.
Pese a eso, y a mi cariño por ese cine, no iré a la inauguración del Festival. El fantasma de Scaramouche me lo impide: la proyección y el sonido ya no son lo que eran y justo debajo de la pantalla los empresarios de la iglesia que allí funciona han colocado, con cemento y piedra inamovibles, una caja fuerte metálica para guardar los diezmos de los fieles o los incautos. Los mercaderes han profanado el templo.
Ricardo Bedoya
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