Dos campesinos, Cándida y Román, conversan sobre una hamaca acerca de su hijo, que lucha en la Guerra del Chaco. Esperan su vuelta, hablan del clima y de un perro que no cesa de ladrar. La cámara siempre está quieta, a la misma altura, y los personajes descansan allá adentro, en la profundidad del campo visual.
No existe sincronía sonora entre lo que vemos y las palabras. Es como si el diálogo de los campesinos, dicho en guaraní, fuera un discurso intemporal, que se produce ahora, en el pasado o en cualquier otro tiempo. Lo que importa está fuera del campo visual: el hijo, el perro, el cielo que amenaza tormenta, el entorno, las condiciones de existencia de la pareja, que conocemos de modo tangencial en apenas unos planos del rancho y el trabajo.
Hamaca paraguaya, de Paz Encina, dura menos de hora y media, pero aspira a registrar la eternidad del lamento y la espera. La trayectoria física de la película –su transcurso de proyección; su paso ante nuestros ojos- es como una suma de enormes elipsis. De paradójicas elipsis. Los encuadres duran mucho, no hay cortes, todo aspira al tiempo real y continuo, pero nosotros sabemos que esa forma de acercarse a los hechos es un modo de registrar la infinita duración y persistencia de las cosas.
¿Y cómo lo percibimos? Por las entonaciones de la voz, que pasan de asertivas a resignadas; por el cambio progresivo de la atmósfera y el color del ambiente; por la cercanía de la noche; por el ruido de la tormenta, que es esa tormenta y todas las tormentas, así como ese día y esa noche es igual a todos los días y las noches. También por las informaciones del destino del hijo y los cambios de expectativas de los personajes, y por la impresión de inevitable ocaso o crepúsculo que va provocando la película conforme avanza.
La situación central de Hamaca paraguaya y la confrontación de la pareja nos recuerdan a Hombre solo, el notable cortometraje peruano de Gianfranco Annichini.
Hamaca paraguaya merecería un premio del jurado. Es una opera prima que condensa los mejores gestos de las primeras películas: arrojo; afán experimental; sentido agudo del cine, de su escritura y posibilidades.
No existe sincronía sonora entre lo que vemos y las palabras. Es como si el diálogo de los campesinos, dicho en guaraní, fuera un discurso intemporal, que se produce ahora, en el pasado o en cualquier otro tiempo. Lo que importa está fuera del campo visual: el hijo, el perro, el cielo que amenaza tormenta, el entorno, las condiciones de existencia de la pareja, que conocemos de modo tangencial en apenas unos planos del rancho y el trabajo.
Hamaca paraguaya, de Paz Encina, dura menos de hora y media, pero aspira a registrar la eternidad del lamento y la espera. La trayectoria física de la película –su transcurso de proyección; su paso ante nuestros ojos- es como una suma de enormes elipsis. De paradójicas elipsis. Los encuadres duran mucho, no hay cortes, todo aspira al tiempo real y continuo, pero nosotros sabemos que esa forma de acercarse a los hechos es un modo de registrar la infinita duración y persistencia de las cosas.
¿Y cómo lo percibimos? Por las entonaciones de la voz, que pasan de asertivas a resignadas; por el cambio progresivo de la atmósfera y el color del ambiente; por la cercanía de la noche; por el ruido de la tormenta, que es esa tormenta y todas las tormentas, así como ese día y esa noche es igual a todos los días y las noches. También por las informaciones del destino del hijo y los cambios de expectativas de los personajes, y por la impresión de inevitable ocaso o crepúsculo que va provocando la película conforme avanza.
La situación central de Hamaca paraguaya y la confrontación de la pareja nos recuerdan a Hombre solo, el notable cortometraje peruano de Gianfranco Annichini.
Hamaca paraguaya merecería un premio del jurado. Es una opera prima que condensa los mejores gestos de las primeras películas: arrojo; afán experimental; sentido agudo del cine, de su escritura y posibilidades.
Ricardo Bedoya
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