Entre la permanencia y el cambio de lo humano
Aunque la figura parece seguir siendo la misma, entre el corazón de un labriego etrusco y el de un ejecutivo de Manhattan, hay demasiadas diferencias para esperar que puedan entenderse. Ya solo entre madre e hija en cualquier ciudad de nuestro tiempo hay sensibilidades tan dispares que solo el amor puede lograr que se concilien.
Cuesta creer, pues, que los filósofos hayamos tenido la arrogancia de señalar, en un ser que cambia ávidamente, unos rasgos constantes, una esencia que solo podría estar perfectamente delimitada en el dominio de la abstracción. Así como el hombre de las cavernas se adentraba en el bosque provisto de un garrote, el joven de hoy no da un paso sin su teléfono celular; y así como el primero no podía guarecerse en el fondo de su cueva sin una hoguera que lo calentara, el segundo no resistiría unas horas sin la luz de una pantalla conectada a internet.
Pero, ¿el humano de ahora ha dejado de ser del todo el que era hace miles de años? Ya no creemos que las tempestades sean obra dioses ofuscados y hasta el fuego, intimidante y destructor, lo guardamos domesticado e inofensivo en un pequeño encendedor. Sin embargo, a pesar de que la atmosfera esté saturada ahora de señales de sonidos, imágenes y textos, de miríadas de unidades de información que fluyen de continuo –al punto que no entendemos por qué el aire permanece transparente–, seguimos siendo individuos con temores y preguntas, nuestras vidas siguen oscilando entre problemas y aspiraciones y en nuestro mirar titila todavía la perplejidad o la incertidumbre.
Las facilitaciones técnicas nos han proporcionado una ganancia de tiempo, una eficiencia y una simplificación operativa que sería una locura desestimar. Pero, silenciosamente, han dado también lugar a una serie de modificaciones en el cuerpo, la psicología, la percepción, el lenguaje y el trato personal que son indetenibles, diría inexorables, aunque no por ello deberían dejar de ser examinadas. Todo cambio comporta, a la par que una conquista, una pérdida. Y es justo mirar lo dejado atrás, no sea que en la inercia de los avances perdamos para siempre algo que no debíamos perder.
Repercusiones de las tecnologías en el cuerpo y el lenguaje
Quizá algunos recuerden el vídeo-clip de “Lazy”, de David Byrne (2001), en el que se relata la angustia de un televidente arrellanado en su sofá, embrutecido y alelado, que colapsa ante el fracaso de uno de sus artefactos domésticos. O el film Wall-E, realizado por Pixar en 2008, cuya historia tiene como protagonistas a un par de robots que parecen una reserva de humanidad en medio de una sociedad gobernada tiránicamente por un conglomerado comercial.
Wall-E muestra, por cierto, a los ocupantes de una nave espacial que aguardan la regeneración de una Tierra inhabitable a causa de la contaminación industrial. Esos futuros mortales viven perpetuamente aposentados en sillas flotantes con brigadas de robots a su servicio, sin que necesiten en ningún instante abandonar su posición de confort. Sedentarismo, alentado por la instantaneidad de las satisfacciones, que redunda en la atrofia de sus facultades de locomoción y juicio, y en una consecuente obesidad. Repárese, por cierto, en cómo los aparatos de telefonía celular, que concentran un número creciente de opciones, han reutilizado el pulgar de las manos y, a la vez, paradójicamente, consumen la aptitud de éstas para la manipulación de herramientas. Las máquinas alteran disimuladamente nuestra anatomía. La inmovilización de una rutina imantada a un monitor –ante el cual se conversa, se trabaja, se compra, se viaja y se descansa– termina por inhibir el funcionamiento óseo-muscular y, por ello, atenúa progresivamente la sensación física de estar en la realidad, que es la más apremiante de nuestras certezas.
Esta reclusión, que tiende a comprimir y desmaterializar los objetos –“no moriré hasta haber acabado con el papel”, decía Bill Gates, lo cual quiere decir que hasta una simple hoja es un peso que ya no sabe soportar–, explica, en parte, el apogeo de los gimnasios y los deportes de riesgo, desde los llamados X-games hasta prácticas como el planchado extremo, ideado en Inglaterra, que consiste en planchar una prenda llevando la tabla a las alturas de un pico escarpado o las profundidades de un lago, a la pendiente de un nevado sobre el cual se esquía o a un río turbulento mientras se navega. Gentes de las grandes ciudades buscan, por estas y otras vías, recobrar la conciencia de estar vivas a través de las sacudidas del peligro inminente. Por su parte, la publicidad actual, resignados los oídos al bullicio urbano, procura una mayor acentuación, fragmentación y aceleración de su composición acústico-visual en una carrera por llamar la atención del que camina por la avenida u oye la radio, que engendra un clima de histeria natural, que, por lo demás, trasunta en la sintaxis nerviosa y astillada de los géneros más al uso en la industria cinematográfica vigente.
Los padres se afligen, y se sienten torpes o secretamente tontos, al advertir la rapidez con que las nuevas herramientas de ocio y comunicación se insertan en el dominio de sus hijos, cuyos dedos y sentidos han llegado a adquirir tal velocidad de transición que no puede sino deberse a un sistema nervioso aguzado, ágil e intrépido; por ello mismo, peligrosamente voraz y adicto a la agitación, al punto de supeditar su propia iniciativa a una continua excitación. Cuando se va tan a prisa, la única forma de no caer es no detenerse y limitarse a pasar por encima de las cosas. Nada cuesta tanto a las cabezas de nuestro tiempo como la concentración, la profundidad y hasta el asombro. Cuánto aterra a la gente el silencio o la tregua. Lo que, paralelamente, tiene su reflejo en los gustos y estilos de las diversas formas de la cultura popular.
Ya el solo lenguaje verbal recoge estos nuevos estados de ánimo. Las personas, por ejemplo, se saludan haciéndose preguntas que ninguna de ellas está dispuesta a contestar. “¡Qué tal!”, “¡qué tal!”, se dicen dos que cruzan la vereda. Antaño, esta frase habría requerido una pausa para ponerse al día el uno al otro, frente a frente. Lo que horrorizaría a quienes hoy prefieren ganar segundos para llegar a un transporte público, a la cola de un banco o a donde sea no se sabe para qué. Así, la expresión “¿qué tal?”, como otras, ha perdido su intención original. Se dice, pero se trata más de un gesto que de una proposición. Las contracciones de los mensajes de celular o del chat colonizan otros predios de la comunicación. Pero no es posible aún saber adónde llegará esta mutación de los idiomas, aun cuando no podamos negar que en todo ello participa una inventiva encantadora. George Steiner, hace décadas, se preguntaba si no estaríamos llegando a una era postlingüística donde prevalecerán los símbolos y las emisiones sensitivas antes que la articulación de palabras, es decir, antes que el pensamiento. Y no estoy seguro de que debamos aceptar la privación del pensamiento.
La pobreza de palabras es, en sustancia, una pobreza de la vida. Tener cierto repertorio léxico no sirve tanto para ornamentar el habla cuanto para decir solventemente las cosas que vivimos. La riqueza verbal favorece la versatilidad y alguna exactitud para nombrar lo sucedido. Nombrar es discernir, delinear, o sea, intuir y comprender. El “bravazo” que dice una adolescente luego de una fiesta puede bastar en una charla de pasillo, pero defrauda, cuando no se añade más, una experiencia que se suponía atesorable. Verbalizar los hechos es compenetrarnos con ellos, lograr una aprehensión menos difusa y más íntima. Poner la misma etiqueta ―“bacán, chévere”― sobre una diversidad de casos es aplanar y uniformizar lo que nos pasa, restringir la relación con lo que hay fuera o dentro a la puntuación de las exclamaciones. Es, finalmente, desposeernos de nuestra existencia.
Dentro de unos años, quizá ahora mismo, cuando dos amigos conversen y uno de ellos recuerde algo que el otro no, bastará con que active un dispositivo y abra unos archivos (un paisaje, una película). Los dos mirarán la luminiscencia sin agregar más que un “bravazo”. El artilugio ahorrará el esfuerzo de la descripción y el incentivo de la imaginación. Las máquinas terminarán teniéndolo y sabiéndolo todo; las gentes no serán más que aros rodantes por donde todo pasa y nada permanece.
Repercusiones en los afectos y los vínculos interpersonales
De otro lado, considerando que cada individuo es al fin y al cabo una unidad, la hiperactividad neurológica y la superficialidad cognitiva pueden acabar permeando el tejido de las emociones, y tal vez tengan que ver con esa fluctuación anímica característica de nuestros días. Inclusive, como observa Zygmunt Bauman, pueden llegar a socavar la interrelación personal descargándola del arraigo y reduciéndola a los dispersos episodios de la conexión informática.
Para cualquier enamorado sin respuesta, el celular, el correo electrónico o el chat cobran una importancia acuciante que esparce aquí y allá ocasiones de expectativa, angustias de espera e insufribles intrigas ante el silencio accidental que se interpreta como una respuesta. Negativa, claro. Sin embargo, así como las tecnologías pueden volver más nervioso y tenso a un sentimental, frente al cual la paciencia de un Romeo parecería una proeza inhumana, ellas mismas propician conductas menos románticas como la simple espera de cómplices en el Messenger o la experimentación con las reacciones ajenas a través de banales mensajes de texto. En suma, la comunicación como una especie de deporte más que como el conocimiento del otro y de uno mismo en el otro.
Dice Bauman: en “el ir y venir de los mensajes, la circulación de mensajes es el mensaje, sin que importe el contenido. Tenemos pertenencia… al constante flujo de palabras y oraciones inconclusas (abreviadas, por cierto, truncadas para acelerar la circulación). Pertenecemos al habla, no a aquello de lo cual se habla”.
“El advenimiento de la proximidad virtual –añade este ensayista polaco– hace de las conexiones humanas algo a la vez más habitual y superficial, más intenso y más breve. […] A diferencia de las relaciones humanas, ostensiblemente difusas y voraces, las conexiones se ocupan solo del asunto que las genera y dejan a los involucrados a salvo de desbordes y protegiéndolos de todo compromiso más allá del momento y tema del mensaje enviado o leído. Las conexiones demandan menos tiempo y esfuerzo para ser realizadas y menos tiempo y esfuerzo para ser cortadas. La distancia no es obstáculo para conectarse, pero conectarse no es un obstáculo para mantenerse a distancia. […] ‘Estar conectado’ –concluye Bauman– es más económico que ‘estar relacionado’, pero también bastante menos provechoso en la construcción de vínculos y su conservación”.
En Wall-E, como en la pesadilla de otra película, The Matrix (1999), los niños no son el fruto de la unión de personas, sino cultivos de laboratorio. Por ello, cuando en Wall-E, por causa del azar rozan sus dedos un varón y una mujer, que nunca antes habían girado sus cabezas para verse mientras miraban fijamente la pantalla por la cual se hablaban, surge una mezcla de estupor y admiración.
Gilles Lipovetsky asegura que el equipamiento técnico de los jóvenes no ha generado su incomunicación, más bien, por contraste, ha incrementado su apetito por las concentraciones públicas y los eventos masivos, unido a un nuevo gusto por lo “en vivo” y un mayor roce de mundo. “Si las relaciones de vecindad se debilitan –dice–, no es en beneficio del enclaustramiento doméstico, sino de una «sociabilidad extensa» más selectiva, más efímera, más emocional, o, dicho de otro modo, en la onda del espíritu hiperconsumista”.
He ahí el problema, justamente: el urbanita actual acaba optando por las convocatorias pasajeras –una protesta ecologista, un festival de música, una feria gastronómica, un show de solidaridad–, olvidando hasta la indolencia la contigüidad con sus vecinos y su condición de ciudadano implicado en el estado de su comunidad. En los años ochenta, Richard Sennet había ya referido el deterioro de la dimensión pública y el desplazamiento de los intereses cívicos por las afinidades emocionales que, evidentemente, solo pueden asegurar una integración ocasional, inapta para la cohesión de una saludable vida en común.
Cuántos hemos abrazado con júbilo a un desconocido en la tribuna del estadio celebrando un gol, para luego ignorarlo olímpicamente en los lugares de encuentro más habituales de una urbe. Los adolescentes escogen sus grupos en el universo de la web, forman colectividades imaginarias suscitadas por un interés posiblemente fugaz que se convierte en el único punto de intersección con los otros. Pero, al fin, esa elegibilidad para pertenecer a esos grupos o para sostener la comunicación, toma la consistencia de un hábito que, por comparación, les hace ver a la sociedad y a la familia como entornos que no han sido objeto de su elección y que, por tanto, representan espacios que los incluyen por obra de la coerción y no del afecto.
“Los hogares –dice dramáticamente Bauman– ya no son un lugar de recreación compartida, de amor y amistad, sino el ámbito de disputas territoriales […] ‘Hemos cruzado el umbral de nuestras casas individuales y hemos cerrado sus puertas, y luego cruzado el umbral de nuestras habitaciones individuales y hemos cerrado sus puertas. El hogar se transforma en un centro de recreaciones multipropósito donde los miembros del grupo familiar pueden vivir, en cierto sentido, separadamente codo a codo’. […] La soledad detrás de la puerta cerrada de una habitación particular y con un teléfono celular a mano es una situación más segura y menos riesgosa que compartir el terreno común del ámbito doméstico”.
Las distancias dentro de las ciudades, los ajetreos de la diversificación del trabajo, la preocupación por la apariencia estética y la demencial carrera por un estatus material, obligan a los padres a estar cada vez más ocupados fuera de casa y a comprometer la calidad de la relación con sus hijos. Nada más apropiado para mantener a éstos contentos tras la mañana escolar, que dispersar a su alrededor una serie de artilugios –computadora, I-phone, play station– con que entretenerlos el mayor tiempo posible. El niño juega sumergiéndose en los soportes electrónicos más que exponiéndose a las complicaciones del trato con sus coetáneos de barrio. Interiormente culpabilizados, los padres compensarán esa soledad con un tiempo dedicado a los dispendios del consumo. Lo que era el campo para los chicos de antaño, el festejo de la cita con la naturaleza, lo es ahora la ciudadela animada de un centro comercial.
La exaltación sensorial de las estrategias del mercado, según las cuales, por ejemplo, no basta tener un auto que ruede sino que es imprescindible que se halle dotado de mil funciones de comodidad, infunde la creencia de que el dolor físico o psíquico es una aberración que es preciso expulsar del radio de movimiento de cualquiera de nosotros y también de los pequeños.
“La educación de tipo tradicionalista y autoritario –dice, de nuevo, Lipovetsky– ha sido desplazada por una educación psicologizada, «sin obligación ni sanción», entregada al desarrollo del hijo, a su satisfacción completa, su felicidad inmediata. Ya no hay que «meter en cintura» ni que castigar, sino hacer todo lo posible para que el hijo no se sienta nunca insatisfecho ni desdichado, hacer todo lo posible, también es verdad en algunos casos, para evitar conflictos agotadores con él y verse en la incómoda situación de tener que decir «no». […] hay multitud de padres que ya no imponen reglas ni estructuras fijas aduciendo que lesionan la personalidad del hijo y le ocasionan sufrimiento interior; ya no quieren tanto inculcar el sentido del límite, respeto y obediencia, como escuchar y satisfacer los deseos de los hijos”.
En los Estados Unidos, cualquier niño o adolescente puede marcar un número de policía para denunciar a sus profesores o a sus propios padres por una presunta ofensa física o mental. Lo cual quiere decir que el vínculo más primario es el del sujeto con el Estado o el mercado, y no el de las personas entre sí.
Tal desintegración producto, en parte al menos, del enclaustramiento tecnológico es uno de los riesgos más preocupantes de nuestros días, pues se trata de la disminución imperceptible de las aptitudes para el diálogo y la cooperación con los demás, y peor aún para la perdurabilidad de los vínculos con ellos, en todo lo cual, por cotejo con la practicidad inofensiva de las amistades virtuales, empezamos a ver el lado adverso de una carga. Es indoloro perder a un contacto en la red, el ingreso o la exclusión a un foro o un chat se deciden sin dramas con la sola pulsación de una tecla; pero la muerte de un prójimo puede dejarnos abatidos, de ahí que muchos, con el fin de ahorrar heridas, tiendan a eludir el compromiso de los lazos, esa responsabilidad y cuidado recíprocos de que hablaba el zorro al principito en el célebre relato de Saint-Exupéry.
La problematización de la individualidad
Todo lo que durante tanto tiempo ha dado soporte y sentido a la peripecia de los seres, aun en las más grandes penumbras, es decir, los afectos de la familia, la amistad y la pareja, con sus connaturales imperfecciones, se va sucesivamente encogiendo en una condición cada vez más individualmente demarcada. Al punto que es ya posible toparse con quienes, engreídos y emancipados por la eficiencia tecnológica, hallan perturbador el desacuerdo que siempre habíamos considerado, por el contrario, como uno de los regalos de la convivencia. Alexis de Tocqueville, en su visita a la Norteamérica del siglo XIX, había vislumbrado que las grandes urbes democráticas se encaminaban hacia un escenario en el que los conciudadanos estarían cada vez más juntos unos a otros y, al mismo tiempo, más separados.
De igual modo, el ensimismamiento alentado por el consumismo hace que cada cual conciba expectativas más ambiciosas respecto de su destino solitario y, proporcionalmente, experimente mayores desencantos, pues la mente en soledad imagina sin restricciones, alentada por las representaciones de belleza y plenitud de los anuncios del mercado, aunque la realidad impone finalmente condiciones más terrestres. En su película La rosa púrpura de El Cairo (1985), Woody Allen narra la historia de un ama de casa de vida gris que se enamora de un personaje de ficción, en la sala de cine que frecuenta a diario, hasta que, súbitamente, el galán sale de la pantalla para unirse a ella en una aventura sentimental irrevocablemente dolorosa. Pero como dice, con humor, el propio Allen, la realidad es el único lugar donde podremos encontrar un buen plato de comida china.
Y así como la espiral de los inventos técnicos, como soñaban Aristóteles o Leibniz, no nos han trasladado a una existencia más sosegada y entregada al gozo espiritual, igualmente la proliferación de los medios de comunicación, o de conexión para ser exactos, no nos han calmado ni colmado, sino, por el contrario, han disparado nuestras ansiedades con el resultado agravante de que podríamos no hallar, para aplacarlas, la compañía y la fidelidad de esa amistad que en otros siglos alabaron Cicerón o Montaigne.
Recuerdo la sencilla y hermosa escena final de Tiempos modernos (1931) de Charles Chaplin. El vagabundo y la chica a la que había rescatado de los peligros de la orfandad, quedan de nuevo a la deriva, luego de la enésima pérdida de un empleo, perseguidos por la inhumanidad de las leyes y la metrópoli. Ella baja la cabeza apesadumbrada, él le pide que mire de frente y se ponga una sonrisa. Ambos se ponen de pie y vuelven de nuevo a la carretera. De espaldas, los vemos alejarse bajo una silueta de montañas sobre las que resplandece una luz vespertina. Metáfora del camino de la vida siempre expuesto a las interrogantes y las adversidades de lo por venir, pero siempre llevadero precisamente en compañía.
Víctor Hugo Palacios Cruz
3 comentarios:
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bravazo tu articulo
excelente ensayo, recomiendo la lectura de amor líquido, así como de los otros autores citados. pasamos tanto tiempo conectados que podemos no percatarnos de los cambios, de lo que está detrás del futuro.
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