jueves, 23 de septiembre de 2010

Amauta Films: setenta años después (parte final)

El período del cine mudo y las primeras experiencias sonoras se desarrollaron en el país con la precariedad y la improvisación típicas del arrojado voluntarismo amateur. En el afán de enfrascarse en la aventura del cine, sus responsables no se detuvieron para analizar la factibilidad del empeño o la consistencia del mercado. Manuel Trullen, Francisco Diumenjo y otros, deseosos de profesionalizar sus actividades técnicas, alentaron entonces la idea de la creación de una industria cinematográfica en el país. Para ello se requerían equipos modernos, personal técnico, estrellas y, claro, inversiones, esas fuentes de financiamiento estables sin las que el cine no puede existir.

El capital llegó de los hermanos Varela La Rosa, industriales en el ramo de la electricidad, que aspiraron a lograr, en un plazo breve, la instalación industrial que, por prueba o error, se perfeccionase paulatinamente, adquiriendo la experiencia y los equipos necesarios para hacerla competitiva, incluso en mercados extranjeros.

Y en efecto, los resultados inmediatos fueron auspiciosos. La prensa comentó que las cintas de Amauta Films fueron mejorando su calidad fotográfica y de sonido aunque no dejaron de anotar la escasa originalidad de tramas endebles y situaciones argumentales manidas.

Fascinados por la mitología de los estudios norteamericanos, los responsables de Amauta constituyeron los propios y se lanzaron a una producción febril, con personal contratado y dispuestos a igualar la calidad de la producción extranjera. Muy pronto se vio que la aspiración era incompatible con los recursos disponibles y con la estrechez de un mercado que fue perdiendo vitalidad. En efecto, los equipos importados que eran indispensables para la actividad de la compañía, requerían de costos de operación desmesurados. Y entonces el amateurismo repudiado se infiltró en diversas formas, sobre todo cuando hubo necesidad de inventar una tecnología nacional hecha de composturas rápidas en equipos de segundo uso y la incorporación de dispositivos técnicos de hechura criolla. El trabajo en el laboratorio se hizo muchas veces usando una bañera para el revelado.

El mercado limeño tampoco fue un aliado para el desarrollo de la idealizada industria. En buena medida debido a la opción genérica adoptada, las cintas de Amauta se dirigieron a un auditorio obrero, de artesanos, migrantes y de pequeña burguesía que realizaba trabajos dependientes. Ello recortó las posibilidades para la distribución de las películas en las salas de cabecera del centro de la ciudad, identificadas con el cine hablado en lenguas distintas al español.

La programación de las cintas de Amauta en las infaltables salas de Breña (Capitol), Barrios Altos (Apolo o Delicias) o en zonas tradicionales y en paulatino deterioro del centro de Lima, como Chirimoyo o Malambo, demos­traran que las películas no tuvieron como destinatario principal al auditorio de comerciantes, profesionales o empresarios que radicaban en el sur de la ciudad, en nuevos distritos, o que frecuentaban, por motivos de trabajo, la Plaza San Martín y el Jirón de la Unión, ubicados en la zona neurálgica del comercio y las finanzas de la capital, y que conformaban el sector social que concentraba el mayor poder adquisitivo y mostraba mayor asiduidad en la asistencia al espectáculo fílmico.

Fueron películas para "cines de barrio", que eran parte del escenario que se reflejaba en la pantalla. En ellos, los "guapos" y los "gallos" prolongaban su educación sentimental y social. En sus butacas se conquistaban la fantasía, la piel femenina y se lograba la experiencia inefable de sentir intimidad en medio de la colectividad. En el cine de Breña o en el de Barrios Altos, frente a películas que magnificaban lo que no era más que un minucioso inventario de ambientes cotidianos y familiares, los empleados endeudados, los obreros agotados, los migrantes mal acogidos por la ciudad, las futuras madres con esposos huidizos o novios esquivos, podían sentirse parte de un conjunto cálido y enfervorizado, de una comunidad acogedora, de un todo social que, durante hora y media, aparecía sin diferencias ni jerarquías, exhibiéndose compacto, sólido, sin fisuras.

Cines de barrio que cincuenta años después serían devastados por la experiencia privadísima y excluyente de la contemplación del vídeo y la televisión.

Las demás compañías productoras surgidas en esos años finales de la década de los treinta tuvieron semejantes pretensiones y dificultades. PROPPESA, la más importante de ellas, inició la construcción de estudios donde buscaba hacer películas de manera continua, único modo de lograr la homogeneidad en el producto y el consistente interés del espectador. Sin embargo, la compañía no llegó a estrenar su tercera cinta, luego del fracaso de las dos anteriores.

En todos los casos, la existencia de las compañías productoras encontró una justificación en la necesidad de competir con las películas que venían del exterior, creándose la convicción de que mostrar hechos, gestos y costumbres nacionales fundaba una forma de expresión fílmica peruana, lo que ya de por sí era signo de progreso y modernidad. El poder lucir un cine propio, con lo que suponía ello de posibilidades de desarrollo tecnológico y de afirmación de identidad, era un motivo de orgullo. El próximo paso, pensaron los producto­res, era exportar las cintas a mercados ávidos de color local.

No calcularon que algunos países contaban ya con una producción regular de cintas nacionales y habían recurrido al proteccionismo, a los aranceles elevados para el cine competitivo.

Sí, según se afirma, algunas películas de Amauta lograron exhibirse en países de América Central, fue como consecuencia de su casi inexistente producción nacional. Pero allí no se encontraban los mercados que hubieran podido compensar la fragilidad y escasa envergadura del nuestro. Ni, mucho menos, los que hubieran podido garantizar la continuidad de la producción y de las ventas al exterior.

Pero la pretendida competencia con el cine mexicano no se intentó liberando a la producción nacional de la preocupación del calco o la transcripción de situaciones y argumentos. No se logró, por ejemplo, la creación de un género nacional equivalente al que Brasil conoció como chanchada, creado a partir de música y anécdotas típicamente cariocas. Y aun cuando los fragmentos de las películas de la época que se conservan mantienen un acento inconfundiblemente limeño o regional, ofreciendo detalles de una geografía y un modo de ser que se imponen gracias al contenido objetivo de las imágenes, en su conjunto la producción fue mimética y apegada a cánones genéricos. Si el contacto entre el cine peruano y el público al que se dirigió fue estrecho, éste cesó sin nostalgias apenas se avizoraron dificultades. Y no hubo segunda oportunidad para el éxito de Amauta. El público prefirió seguir y apoyar al cine mexicano, que le ofrecía similares fórmulas, pero mejor acabadas.

Amauta erró al adoptar la creencia de que su éxito era un triunfo absoluto y no el punto de partida para la construcción de una fisonomía y una personalidad propias.

La idea del cine en el Perú de los años 30 fue deductiva, de un estilo tomado en préstamo a corto plazo, producto no de la difusión cultural, la curiosidad científica, el afán pionero, el requerimiento del mercado o conse­cuencia de un "estado de las cosas" en el orden del equipamiento o la especialización profesionales. Sí películas como El niño de la puna o El vértigo de los cóndores significaron pérdidas que trajeron consigo la disolución de las compañías productoras fue debido en buena medida a la desproporción entre intenciones y resultados. La cinta de Roberto Saa Silva pretendió competir nada menos que con las películas de aviación norteamericanas y para ello filmó planos desde el aire, rodados por pilotos de exhibición. Intentó incluso el uso de transparencias para dotar de espectacularidad a algunas imágenes. Sin embargo, el carácter paupérrimo de la producción, las situaciones inverosímiles, la fotografía opaca y el sonido inaudible - al decir de los comentaristas de la época- acabaron con las expectativas y condenaron a El vértigo de los cóndores al olvido. Este ejemplo es significativo de aquello que falló y que no se tomó en cuenta.

Se ignoraron a menudo las condiciones reales de la producción en el país. Argumentos hechizos y situaciones copiadas sólo podían dar lugar a un pastiche de industria.

Y sin embargo, se extendió la ilusión de que, con esas condiciones, todo era factible y que el público podía pasar por alto muchas imperfecciones a cambio de ver sus barrios y calles en la pantalla. No ocurrió eso. Y no hubo tiempo para despejar la ilusión.

¿Representó ese repentino brote de la producción cinematográfica peruana, a partir de 1937, una época de oro? ¿Significaron acaso esa veintena de películas una etapa particularmente rica e inmejorable de nuestro cine?

La respuesta es negativa. En primer lugar, porque hablar de una época de oro supone señalar una etapa especialmente fructífera al interior de una continuidad. La producción Fílmica en el Perú jamás adquirió la regularidad que hubiera podido hacer resaltar los méritos de las cintas de Amauta.

Pero también debido a que la propuesta de la compañía no logró madurar. Ni su imaginería populista, ni sus objetivos de producción pudieron arraigarse, crecer y tornarse influyentes. Después de todo, las épocas de oro generan clásicos y una de las características de lo clásico es erguirse como modelo, como objeto digno de ser imitado, citado, repetido.

Pasada una década, el modelo de Amauta aparecía ya como envejecido, fechado, expresivo apenas de un aire popular de los años que vieron la desaparición de las variedades en los escenarios teatrales y la irrupción en fuerza de la radio.

La de Amauta no fue una época de oro. Fue una inversión consistente y persistente que un fenómeno drástico de carestía y concurrencia llevó al eclipse total. El auge de Amauta fue el brote inesperado que irrumpió en la crisis y desembocó en otra crisis: ese estado crónico, esa condición de la existencia de nuestro cine.

La desaparición de la empresa trajo consigo un efecto conocido: las estrellas volvieron a sus teatros y se aprestaron a ingresar a otro medio de comunicación; los técnicos y realizadores sobrevivieron haciendo trabajos menores, documentales, noticiarios. Un proyecto, en suma, se fue a pique.Sus promotores se equivocaron al pensar que bastaba con una organiza­ción empresarial - la sociedad anónima, con personal estable y actividad continua- y la ilusión de la industrialización, para sacar adelante una producción competitiva del producto importado. Sin contar con equipos ni mercados --el éxito de algunas cintas de Amauta se explicó sobre todo por su bajo costo, lo que le permitió recuperar la inversión en las salas de la costa peruana- el cine peruano de los años treinta estuvo confinado a una modalidad artesanal de producción que impidió que sus cintas pudieran medirse en igualdad de condiciones con la producción- industrial de otros países. Las evidencias de la inferioridad acabaron con cualquier ilusión.
Ricardo Bedoya

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Y nunca m+ás habrá otro intento de hacer una industria de películas populares, que le gusten al público de verdad.

Armando

Llerena dijo...

El cine que impulsó Velasco Alvarado también tuvo continuidad y podría decirse que fue una reedición de Amauta Films