Luego de algunos años de incertidumbre y crisis de la empresas cinematográficas, en 1994, se dictó una nueva ley de cine. La novedad de esta norma, vigente hasta hoy, consistió en el reconocimiento oficial de la expresión fílmica como un hecho cultural y de comunicación. El Estado, en consecuencia, se fijó como objetivo fomentar la producción de películas nacionales, procurando promover a los nuevos realizadores.
Para cumplir esas buenas intenciones, la ley creó un organismo, el CONACINE (Consejo Nacional de la Cinematografía Peruana), dependiente del Ministerio de Educación, que se convirtió en rector de la aplicación de la legislación cinematográfica. El fomento estatal, de acuerdo a la letra de la ley, tomó la forma de un sistema de concursos destinados a premiar cada año a los seis mejores proyectos de largometrajes y a cuarenta y ocho cortos terminados.
En efecto, la ley aprobada, impresa y vigente estableció la realización de cuatro concursos anuales de cortometrajes. Las recompensas se fijaron en dinerario: cuarenta y ocho premios de un monto ascendente a cerca de catorce mil dólares de los Estados Unidos de Norteamérica para cada uno de los cortos reconocidos. Al mismo tiempo, ordenó la realización de dos concursos anuales de proyectos de largometrajes, premiados con sumas diversas según hubiesen logrado el primero, segundo o tercer premio. En todos los casos, los premios recompensan la calidad, sea de los proyectos de largos o los cortos acabados.
Son dos millones de dólares, aproximadamente, los que debe consignar el Tesoro Público cada año para fomentar el cine peruano y sufragar los gastos administrativos del CONACINE, responsable de la gestión de la ley, además de otras vinculadas con la representación del cine peruano.
Al dictarse la ley, estos mecanismos, basados en premios y recompensas, se propusieron como alternativas a la legislación derogada. El sistema creado no interfería con los principios de libertad contractual y de mercado proclamados por la política económica liberal impuesta por el gobierno de Alberto Fujimori. El mecanismo de concursos y premios se basó en un sistema de concesión estatal de estímulos directos (premios a la calidad) a la producción cultural y no en subsidios indirectos, reprobados por la doctrina liberal. En este punto radica la principal diferencia de este régimen respecto del que existió hasta 1992. La ley vigente aborda el problema del cine desde el punto de vista del estímulo a la actividad cultural, a diferencia de la anterior, que lo hacía promoviendo la exhibición de los largos acabados o resarciendo al productor de cortos con recursos económicos generados durante su pase obligatorio por las salas.
A diferencia de lo que ocurrió hasta 1992, la ley no estableció ningún canal de exhibición para los cortos premiados. Sólo un régimen concertado de exhibición de los largometrajes y la intervención arbitral del Estado en el caso que un exhibidor, presionado por los distribuidores de cintas extranjeras, abusara de su posición en el mercado.
En el marco de las orientaciones económicas liberales impuestas en el país y en casi todo el continente, el método de promoción escogido era uno de las pocos posibles y viables. Cualquier proyecto proteccionista hubiera naufragado antes de zarpar. Sin embargo, las limitaciones de esa concepción se hicieron visibles muy pronto.
En efecto, al cabo de un tiempo se comprobó que la voluntad estatal de apoyar al cine no era consistente ni real. Los concursos sucumbieron al primer ajuste presupuestario. El cine peruano, desde 1994, dependió de las disponibilidades financieras de la caja fiscal y eso lo torno frágil y dependiente de las orientaciones particulares adoptadas por la economía. A pesar de su obligación legal, el Estado no cumplió con asignar el presupuesto previsto para que la ley de cine sea aplicada sin tropiezos.
Por eso, a finales de la década de los noventa, la situación del cine peruano era, una vez más, crítica. El monto de los premios empezó a hacerse cada vez más oneroso para el Tesoro Público y ocurrió lo previsible: el cine, crónico pretendiente de los esquivos fondos públicos, se transformó en acreedor defraudado del Estado. La ley nunca se aplicó como lo ordenaba el texto publicado en el diario oficial: los recursos llegaron tarde, mal –a cuentagotas- o nunca. Los dos millones de dólares jamás se desembolsaron.
A su turno, el cortometraje dejó de ser una actividad empresarial para convertirse en un ejercicio académico o en una forma de aprendizaje del oficio. Desde el año 2000, la producción de cortos se incrementó de un modo notable, aunque pocas de esas películas fueron exhibidas en auditorios públicos, al no tener un circuito de exhibición previsto. Su exclusión se basa en un criterio aritmético: sus minutos de duración no suman lo suficiente para ocupar una sesión estándar de cine. Pero también en hábitos culturales que han hecho que acudir al cine sea un asunto de planificación del tiempo libre, uso del ocio y pago por el espectáculo ofrecido. El cortometraje no satisface esas expectativas, se queda “corto”. Por eso, nadie paga por verlos.
La mayoría de los cortos fueron realizados por jóvenes, sobre todo en universidades e institutos de Lima y regiones del país. Las cámaras digitales pusieron lo suyo en este auge, que se extendió a las regiones.
Pero también aportó la renovada vocación por la realización en los campos de la ficción y el documental. El panorama actual es contradictorio: se expanden las energías de los más jóvenes y se hacen películas, pero al mismo tiempo se incumplen las normas mínimas de promoción al cine expresadas en la ley vigente desde hace una década.
Si el cortometraje fue, en los años setenta y ochenta, la hechura de una ley que le dio posibilidades de exhibición y un mercado cautivo, ahora el corto desborda las previsiones legales e ignora sus marcos, regímenes y prescripciones. Si en los primeros años de vigencia de la ley actual, los cortos se hacían con la expectativa de ganar algunos de los premios del próximo concurso, ahora se hacen a sabiendas que los concursos pueden postergarse "sine die" o no tienen un calendario fijo de convocatorias.
Los problemas que el corto enfrenta ha restablecido cierta lucidez en el análisis de los objetivos y los horizontes. Suprimidas las exenciones tributarias y la exhibición obligatoria, al gusto del liberalismo dominante, la ganancia que ofrece la realización de un cortometraje no se mide en términos cuantitativos o contables. Es un rédito formativo, de afirmación expresiva, de manejo del medio, de apuesta por un formato particular, de vocación por el relato breve y la exposición sucinta; en fin, de necesidad expresiva. El corto no es un largo en germen, ni una película de noventa minutos resumida o reducida. Los estándares temporales del cine son muchas veces imposiciones exteriores de naturaleza económica. En el corto, el director afronta uno de los problemas centrales de las artes narrativas, el de la duración, que integra así a su propia búsqueda estética.
Ricardo Bedoya
2 comentarios:
Buen texto pero lo siento un poco panorámico.
Me olvidaba...¿Dónde se pueden ver los cortos de Sinclair y Suárez?
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