El éxito de las películas de Amauta Films tuvo un breve efecto expansivo y multiplicador. Logró que afluyeran capitales a la actividad fílmica, fundándose empresas que se iniciaron en la producción de largometrajes, aunque con resultados diversos.
Algunas apenas produjeron una cinta, como Colonial Films, de Antero y Oscar Aspíllaga - herederos de una de las grandes haciendas azucareras del norte del país, Cayaltí -, Pedro Burbank y Hernán Moscoso, que sólo logró estrenar, en 1938, El niño de la puna, dirigida por Carlos Artieda, una comedia que tuvo como protagonistas a tres famosos actores teatrales, Ernestina Zamorano, Carlos Revolledo y Pedro Ureta.
Cóndor Pacific Films intentó la hagiografía con Santa Rosa de Lima, que fue realizada en 1939 por el actor Pepe Muñoz, obtuvo el Nihil Obstat eclesiástico y se mantuvo apenas unos días en cartelera.
Igual suerte corrieron la Empresa Cosmos, que fracasó con Padre a la fuerza (1939), dirigida por Roberto Ch. Derteano, y Ollanta Films con el melodrama El vértigo de los cóndores, estrenada en 1939 y dirigida por el chileno Roberto Saa Silva, quien luego hizo en Colombia algunos largos como Allá en el trapiche(1943), Anarkos (1944) y la inacabada Pasión llanera (1947) Saa Silva, tenor lírico y pintor, había adquirido experiencia fílmica en Hollywood, donde laboró como técnico y actor (trabajó en 4 cintas norteamericanas rodadas en español, Sombras de gloria (1929) de Andrew L. Stone; Monsieur Le Fox (1930) de Hal Roach; Las campanas de Capistrano (1930) de León de la Mothe y El presidio (1930) de Ward Wing. Arribó al Perú en junio de 1938.
Alguna envergadura tuvo la Productora Peruana de Películas (PROPPESA), de propiedad de Teófilo Fiege, Luis Iturriaga y Pedro Cáceres. Bajo la dirección de Fiege, importante distribuidor y exhibidor, se equipó con máquinas Bell y Howell y un sistema sonoro Leitone y hasta inició la construcción de un estudio cinematográfico en el barrio limeño de Magdalena. Sin embargo, apenas pudo producir dos largometrajes, El destino manda, en 1938, dirigida por Florentino Iglesias - que había realizado, en 1930, una cinta muda, La última lágrima y Corazón de criollo, dirigida, en 1938, por Roberto Charles Derteano, con un argumento que ilustraba las desventuras de Luis Enrique, el plebeyo, protagonista del clásico vals de Felipe Pinglo Alva. Derteano había obtenido alguna experiencia como técnico en Estados Unidos, país al que regresó después de sus incursiones en la dirección de películas peruanas. Allí filmó, hacia 1953, un documental de título explícito, Morfina, producido por el Departamento de Narcóticos del Gobierno de los Estados Unidos.
Descontadas las cintas de Amauta Films, entre 1937 y 1940 se estrenaron siete películas, lo que sin duda significó una cifra importante, teniendo en cuenta la magra producción de años atrás. Ninguna de ellas, sin embargo, logró alejarse de las pautas impuestas por Amauta. Esos títulos fueron sólo paráfrasis de los asuntos y fórmulas al uso en las cintas de Villarán y Salas.
A juzgar por los comentarios de la época, la producción de Amauta Films fue mejorando su calidad y técnica. Los balbucientes inicios, en los que era perceptible la apresurada y frágil artesanía puesta en práctica para su realización, fueron superados por una nitidez creciente de sonido e imagen. No ocurrió lo mismo con sus epígonos. A El destino manda de PROPPESA, se le objetó su indefinición fotográfica (con planos fuera de foco) y su deficiente sonido. De Corazón de criollo, de la misma productora, se dijo que por defectos del encuadre, al galán se le veía con deformaciones físicas ostensibles y que la música, ensordecedora, impedía escuchar a los cantantes.
Un comentarista resumió su opinión de El niño de la puna de Colonial Films, de la siguiente manera:
Algunas apenas produjeron una cinta, como Colonial Films, de Antero y Oscar Aspíllaga - herederos de una de las grandes haciendas azucareras del norte del país, Cayaltí -, Pedro Burbank y Hernán Moscoso, que sólo logró estrenar, en 1938, El niño de la puna, dirigida por Carlos Artieda, una comedia que tuvo como protagonistas a tres famosos actores teatrales, Ernestina Zamorano, Carlos Revolledo y Pedro Ureta.
Cóndor Pacific Films intentó la hagiografía con Santa Rosa de Lima, que fue realizada en 1939 por el actor Pepe Muñoz, obtuvo el Nihil Obstat eclesiástico y se mantuvo apenas unos días en cartelera.
Igual suerte corrieron la Empresa Cosmos, que fracasó con Padre a la fuerza (1939), dirigida por Roberto Ch. Derteano, y Ollanta Films con el melodrama El vértigo de los cóndores, estrenada en 1939 y dirigida por el chileno Roberto Saa Silva, quien luego hizo en Colombia algunos largos como Allá en el trapiche(1943), Anarkos (1944) y la inacabada Pasión llanera (1947) Saa Silva, tenor lírico y pintor, había adquirido experiencia fílmica en Hollywood, donde laboró como técnico y actor (trabajó en 4 cintas norteamericanas rodadas en español, Sombras de gloria (1929) de Andrew L. Stone; Monsieur Le Fox (1930) de Hal Roach; Las campanas de Capistrano (1930) de León de la Mothe y El presidio (1930) de Ward Wing. Arribó al Perú en junio de 1938.
Alguna envergadura tuvo la Productora Peruana de Películas (PROPPESA), de propiedad de Teófilo Fiege, Luis Iturriaga y Pedro Cáceres. Bajo la dirección de Fiege, importante distribuidor y exhibidor, se equipó con máquinas Bell y Howell y un sistema sonoro Leitone y hasta inició la construcción de un estudio cinematográfico en el barrio limeño de Magdalena. Sin embargo, apenas pudo producir dos largometrajes, El destino manda, en 1938, dirigida por Florentino Iglesias - que había realizado, en 1930, una cinta muda, La última lágrima y Corazón de criollo, dirigida, en 1938, por Roberto Charles Derteano, con un argumento que ilustraba las desventuras de Luis Enrique, el plebeyo, protagonista del clásico vals de Felipe Pinglo Alva. Derteano había obtenido alguna experiencia como técnico en Estados Unidos, país al que regresó después de sus incursiones en la dirección de películas peruanas. Allí filmó, hacia 1953, un documental de título explícito, Morfina, producido por el Departamento de Narcóticos del Gobierno de los Estados Unidos.
Descontadas las cintas de Amauta Films, entre 1937 y 1940 se estrenaron siete películas, lo que sin duda significó una cifra importante, teniendo en cuenta la magra producción de años atrás. Ninguna de ellas, sin embargo, logró alejarse de las pautas impuestas por Amauta. Esos títulos fueron sólo paráfrasis de los asuntos y fórmulas al uso en las cintas de Villarán y Salas.
A juzgar por los comentarios de la época, la producción de Amauta Films fue mejorando su calidad y técnica. Los balbucientes inicios, en los que era perceptible la apresurada y frágil artesanía puesta en práctica para su realización, fueron superados por una nitidez creciente de sonido e imagen. No ocurrió lo mismo con sus epígonos. A El destino manda de PROPPESA, se le objetó su indefinición fotográfica (con planos fuera de foco) y su deficiente sonido. De Corazón de criollo, de la misma productora, se dijo que por defectos del encuadre, al galán se le veía con deformaciones físicas ostensibles y que la música, ensordecedora, impedía escuchar a los cantantes.
Un comentarista resumió su opinión de El niño de la puna de Colonial Films, de la siguiente manera:
"Argumento: Falto de originalidad, falto de gracia. No se ha tenido en cuenta que ya los ‘toros' (N. del A: se refiere a las corridas de toros) han pasado a la historia en Lima, y que no es en su ambiente donde puede encontrarse tema que entusiasme. Diálogo: Falto de ingenio. Chistes: Manoseados.
Interpretación: Sin brillo, sin relieve, tomadas desde ángulos inconvenientes.
Sonido: Ronco, turbio.
Dirección: Pésima. Total: Un desastre".
Interpretación: Sin brillo, sin relieve, tomadas desde ángulos inconvenientes.
Sonido: Ronco, turbio.
Dirección: Pésima. Total: Un desastre".
No es extraño entonces que el público se resistiera a seguir tales empeños, que obtuvieron una muy magra acogida, forzando a la liquidación de sus empresas productoras.
En octubre de 1940 se estrenó la última película producida por Amauta Films, y la etapa que pareció señalar el inicio de un desarrollo industrial pletórico de prosperidad y futuro se liquidó de pronto y sin posibilidad de reversión.
La causa inmediata del fracaso de esta experiencia fue, sin duda, la escasez de materia prima que trajo consigo la Segunda Guerra Mundial. La industria bélica requería el empleo de celulosa para la fabricación de explosivos, producto que era usado también en la elaboración de insumos fotográficos. Estados Unidos, país productor de la materia prima, volcado al esfuerzo industrial de guerra, impuso el racionamiento de las cuotas exportables de cinta virgen para filmar o copiar películas. A fines de 1940, era sumamente difícil acceder al producto en los mercados dependientes del insumo importado. Por otro lado, la escasez fue administrada por la Oficina Coordinadora de Relaciones Exteriores de Washington, presidida por Nelson Rockefeller, que indicó a los proveedores de celulosa que debían dar preferencia en su abastecimiento a países aliados de los Estados Unidos en su lucha contra el Eje. México se benefició con tal preferencia pues estuvo resueltamente al lado de los aliados, a diferencia de la otra importante industria de cine de lengua española en América Latina, la argentina, a la que la ambigua neutralidad de su gobierno acarreó dificultades.
Pero la preferencia por México no sólo se hizo efectiva en el campo del abastecimiento de materia prima. Estados Unidos también apoyó la difusión de una cinematografía que podía propagar en los países hispanohablantes los postulados de la causa aliada.
Los efectos del desarrollo extraordinario que tuvo la industria mexicana desde mediados de los años 30 se dejaron sentir muy pronto en el Perú. Si el éxito internacional de Allá en el Rancho Grande, en 1936 y 1937, había creado no sólo un público cautivo, sino modelos y patrones genéricos que nuestro cine asumió sin mayor distancia o reflexión, a partir de entonces se produjo una verdadera expansión de esa cinematografía, que tomó por asalto al mercado peruano.
Un hecho significativo de esta acogida fue la salida de sus películas del "ghetto" de su exhibición exclusiva en cines de barrios populares. En 1943, El circo de Miguel M. Delgado (1942), con Cantinflas, se estrenó en el exclusivo Cine Metro, ubicado en la céntrica Plaza San Martín de Lima, sala reservada hasta entonces alas exclusividades de un cine norteamericano que prefería por esa época dirigir un buen porcentaje de sus películas al auditorio de su propio país, incitándole a mantener la esperanza, el coraje o la fe en el esfuerzo de guerra. El centro de la ciudad, ruidosa médula de la actividad empresarial del Perú (le entonces, transitado por las clases medias, se abrió al talante popular de un cine de habla hispana.
El distribuidor Eduardo Ibarra, pronto especializado en la importación de cintas mexicanas, fue el soporte de esta expansión, convirtiendo al país en un "mercado natural" de esa industria.
Populismo urbano, sainete campirano, proclividad al melodrama, gusto por la mezcla de géneros, sustento en el sistema de estrellas, factura técnica de irreprochable calidad y espectáculo. Tales eran los ingredientes infaltables de cualquier película mexicana. Con tales dotes, ellas se convirtieron en competidoras encarnizadas de un cine peruano hecho a su sombra pero carente de la eficacia profesional y la capacidad industrial del modelo mayor. No es sorprendente pues que se produjese un desplazamiento hacia el producto que ofrecía el mejor empaque, el acabado superior. Las cintas peruanas sufrieron con esta inesperada concurrencia y perdieron. El capítulo siguiente fue su salida del mercado.
No pocas versiones han atribuido el fracaso de Amauta a un desorden administrativo y empresarial crecientes. Sin embargo, la explicación parece insuficiente, ya que fue toda la producción de películas peruanas la que colapsó junto con la empresa de Varela La Rosa.
Si hubiese que interpretar las razones del fin de esta experiencia, parece más acertado hacerlo luego de constatar la influencia simultánea de hechos que no fueron previstos por los empresarios de entonces. Contaron la guerra y el progresivo fortalecimiento del cine mexicano, que interpelaba a nuestro auditorio con preocupaciones cercanas a las suyas, tan distintas a los afanes proselitistas en los que se hallaba empeñado el cine de los Estados Unidos. Pero también importó la exigencia creciente de la calidad técnica, apetencia difícil de satisfacer en las precarias condiciones de una actividad artesanal a la que se le cerraron las posibilidades de acceso a insumos indispensables.
En octubre de 1940 se estrenó la última película producida por Amauta Films, y la etapa que pareció señalar el inicio de un desarrollo industrial pletórico de prosperidad y futuro se liquidó de pronto y sin posibilidad de reversión.
La causa inmediata del fracaso de esta experiencia fue, sin duda, la escasez de materia prima que trajo consigo la Segunda Guerra Mundial. La industria bélica requería el empleo de celulosa para la fabricación de explosivos, producto que era usado también en la elaboración de insumos fotográficos. Estados Unidos, país productor de la materia prima, volcado al esfuerzo industrial de guerra, impuso el racionamiento de las cuotas exportables de cinta virgen para filmar o copiar películas. A fines de 1940, era sumamente difícil acceder al producto en los mercados dependientes del insumo importado. Por otro lado, la escasez fue administrada por la Oficina Coordinadora de Relaciones Exteriores de Washington, presidida por Nelson Rockefeller, que indicó a los proveedores de celulosa que debían dar preferencia en su abastecimiento a países aliados de los Estados Unidos en su lucha contra el Eje. México se benefició con tal preferencia pues estuvo resueltamente al lado de los aliados, a diferencia de la otra importante industria de cine de lengua española en América Latina, la argentina, a la que la ambigua neutralidad de su gobierno acarreó dificultades.
Pero la preferencia por México no sólo se hizo efectiva en el campo del abastecimiento de materia prima. Estados Unidos también apoyó la difusión de una cinematografía que podía propagar en los países hispanohablantes los postulados de la causa aliada.
Los efectos del desarrollo extraordinario que tuvo la industria mexicana desde mediados de los años 30 se dejaron sentir muy pronto en el Perú. Si el éxito internacional de Allá en el Rancho Grande, en 1936 y 1937, había creado no sólo un público cautivo, sino modelos y patrones genéricos que nuestro cine asumió sin mayor distancia o reflexión, a partir de entonces se produjo una verdadera expansión de esa cinematografía, que tomó por asalto al mercado peruano.
Un hecho significativo de esta acogida fue la salida de sus películas del "ghetto" de su exhibición exclusiva en cines de barrios populares. En 1943, El circo de Miguel M. Delgado (1942), con Cantinflas, se estrenó en el exclusivo Cine Metro, ubicado en la céntrica Plaza San Martín de Lima, sala reservada hasta entonces alas exclusividades de un cine norteamericano que prefería por esa época dirigir un buen porcentaje de sus películas al auditorio de su propio país, incitándole a mantener la esperanza, el coraje o la fe en el esfuerzo de guerra. El centro de la ciudad, ruidosa médula de la actividad empresarial del Perú (le entonces, transitado por las clases medias, se abrió al talante popular de un cine de habla hispana.
El distribuidor Eduardo Ibarra, pronto especializado en la importación de cintas mexicanas, fue el soporte de esta expansión, convirtiendo al país en un "mercado natural" de esa industria.
Populismo urbano, sainete campirano, proclividad al melodrama, gusto por la mezcla de géneros, sustento en el sistema de estrellas, factura técnica de irreprochable calidad y espectáculo. Tales eran los ingredientes infaltables de cualquier película mexicana. Con tales dotes, ellas se convirtieron en competidoras encarnizadas de un cine peruano hecho a su sombra pero carente de la eficacia profesional y la capacidad industrial del modelo mayor. No es sorprendente pues que se produjese un desplazamiento hacia el producto que ofrecía el mejor empaque, el acabado superior. Las cintas peruanas sufrieron con esta inesperada concurrencia y perdieron. El capítulo siguiente fue su salida del mercado.
No pocas versiones han atribuido el fracaso de Amauta a un desorden administrativo y empresarial crecientes. Sin embargo, la explicación parece insuficiente, ya que fue toda la producción de películas peruanas la que colapsó junto con la empresa de Varela La Rosa.
Si hubiese que interpretar las razones del fin de esta experiencia, parece más acertado hacerlo luego de constatar la influencia simultánea de hechos que no fueron previstos por los empresarios de entonces. Contaron la guerra y el progresivo fortalecimiento del cine mexicano, que interpelaba a nuestro auditorio con preocupaciones cercanas a las suyas, tan distintas a los afanes proselitistas en los que se hallaba empeñado el cine de los Estados Unidos. Pero también importó la exigencia creciente de la calidad técnica, apetencia difícil de satisfacer en las precarias condiciones de una actividad artesanal a la que se le cerraron las posibilidades de acceso a insumos indispensables.
Perú no tuvo las "ventajas comparativas" de México, Argentina o Brasil, que contaban con una infraestructura de producción ya en actividad. Si los Estados Unidos, proveedores de película virgen, debían conceder preferencias comerciales para su suministro, era natural que lo hicieran a favor de las industrias afines en el orden ideológico o de aquellas que la requirieran para continuar con una actividad que había dejado de ser marginal para la vida económica de sus países. El cine en el Perú era una tarea precaria, de escasa significación económica, desarrollada en condiciones artesanales. El cese de la actividad fílmica no debía causar mayores problemas sociales (paro, cesantía) o económicos (pérdida de mercados, ruina de la infraestructura creada, descenso de los ingresos provenientes de la exportación de películas) al país. Y así fue.
Ricardo Bedoya
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