Mumble es un joven marginal. Un outsider. Vive en una comunidad de pingüinos emperadores en la que se puede formar parte si se logra cantar melodiosamente e interpretar un tema que canalice los sentimientos, la “canción del corazón”, como le llama. Él, lamentablemente, tiene una voz desafinada, y sólo posee un talento, pero que no es reconocido y admitido por los viejos sabios que lideran su grupo: bailar. Todo ello desemboca en una exclusión que lo llevará a conocer a otros animales y emprender muchas aventuras.
Ese es el argumento de El Pingüino (Happy Feet), la última película de George Miller, aquel director australiano que se hizo conocido en el mundo, aunque muchos no lo crean, por la violenta Mad Max (1979). Sin embargo, Miller alcanzó a fines de los noventa un cierto prestigio en el campo del cine para niños con su guión de Babe: el cerdito valiente (1995). Por cierto, llegó a dirigir su secuela, Babe: el cerdito en la ciudad (1998), que fue un fracaso de taquilla por hacer un relato por momentos duro y tal vez demasiado dramático para los pequeños. Lo cual fue previsible, tomando en cuenta los rasgos exaltados de sus primeros filmes.
Impresiona la expresividad de los gestos de sus personajes, así como la naturalidad de sus escenarios polares, de tonalidades blancas y azules. La animación hace que las imágenes de la película parezcan un registro directo de la realidad. Así, la cinta logra fluir a la manera de un musical, con imágenes bellamente coreografiadas, al compás de canciones pop de diversas décadas como “Heartbreak Hotel” de Elvis Presley o “Somebody to love” de Queen. No obstante, esa armonía entre lo visual y lo sonoro cumple una función dramática: la representación de Mumble como el diferente, el otro, el distinto, el “patito feo”; aquel que no consigue interpretar bien esas canciones, alejándose de un canon estético que lo lleva al rechazo de su comunidad.
Lo interesante es que esa visión de la marginalidad en Happy Feet incluso deviene en una alegoría de la realidad cultural y política de los EEUU. Mumble, alejado de los suyos, termina conociendo en el camino a otra raza de pingüinos, mucho más pequeños que él y que hablan y se comportan como cubanos. Acompañado por algunos de ellos, regresa a la tierra de los pingüinos emperadores; pero, por insistir en el arte “prohibido”de bailar y tener esas “malas juntas” foráneas, es rechazado por iniciativa de los más ancianos, tan conservadores como aquellos republicanos de Norteamérica que ven el peligro y la maldad en cualquier manifestación de lo extranjero o lo innovador.
Hacia el final, Happy Feet cambia el discurso del outsider por uno ecologista, a favor de la defensa de las especies animales, lo que hace que el filme pierda ritmo y consistencia; ateniéndonos a una resolución forzada que no tiene mayor coherencia con lo que se estaba contando al comienzo. A pesar de ese giro fallido, la película luce virtudes suficientes como para no perdérsela.
José Carlos Cabrejo
Ese es el argumento de El Pingüino (Happy Feet), la última película de George Miller, aquel director australiano que se hizo conocido en el mundo, aunque muchos no lo crean, por la violenta Mad Max (1979). Sin embargo, Miller alcanzó a fines de los noventa un cierto prestigio en el campo del cine para niños con su guión de Babe: el cerdito valiente (1995). Por cierto, llegó a dirigir su secuela, Babe: el cerdito en la ciudad (1998), que fue un fracaso de taquilla por hacer un relato por momentos duro y tal vez demasiado dramático para los pequeños. Lo cual fue previsible, tomando en cuenta los rasgos exaltados de sus primeros filmes.
Impresiona la expresividad de los gestos de sus personajes, así como la naturalidad de sus escenarios polares, de tonalidades blancas y azules. La animación hace que las imágenes de la película parezcan un registro directo de la realidad. Así, la cinta logra fluir a la manera de un musical, con imágenes bellamente coreografiadas, al compás de canciones pop de diversas décadas como “Heartbreak Hotel” de Elvis Presley o “Somebody to love” de Queen. No obstante, esa armonía entre lo visual y lo sonoro cumple una función dramática: la representación de Mumble como el diferente, el otro, el distinto, el “patito feo”; aquel que no consigue interpretar bien esas canciones, alejándose de un canon estético que lo lleva al rechazo de su comunidad.
Lo interesante es que esa visión de la marginalidad en Happy Feet incluso deviene en una alegoría de la realidad cultural y política de los EEUU. Mumble, alejado de los suyos, termina conociendo en el camino a otra raza de pingüinos, mucho más pequeños que él y que hablan y se comportan como cubanos. Acompañado por algunos de ellos, regresa a la tierra de los pingüinos emperadores; pero, por insistir en el arte “prohibido”de bailar y tener esas “malas juntas” foráneas, es rechazado por iniciativa de los más ancianos, tan conservadores como aquellos republicanos de Norteamérica que ven el peligro y la maldad en cualquier manifestación de lo extranjero o lo innovador.
Hacia el final, Happy Feet cambia el discurso del outsider por uno ecologista, a favor de la defensa de las especies animales, lo que hace que el filme pierda ritmo y consistencia; ateniéndonos a una resolución forzada que no tiene mayor coherencia con lo que se estaba contando al comienzo. A pesar de ese giro fallido, la película luce virtudes suficientes como para no perdérsela.
José Carlos Cabrejo
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