Los cinéfilos vieron nacer en el 2002, hace ya cinco años, una película única: El arca rusa. Con esta cinta, Alexander Sokurov demuestra cómo a partir de la cámara digital, una nueva tecnología,el cine tiene aún la posibilidad de reinventarse sin perder su condición de arte. He aquí una apreciación de este clásico contemporáneo.
En el encuadre final del cortometraje Emak-Bakia, realizado en 1926 por el surrealista Man Ray, aparece una mujer con los párpados cerrados y unos ojos dibujados sobre ellos. ¿Esos ojos esbozados no son precisamente los del subconsciente? ¿aquellos que nos permiten viajar a través de nuestra memoria mientras soñamos? Esa misma noción de la mirada onírica, es la que abre la cinta El arca rusa, la extraordinaria película del ruso Alexander Sokurov. Mientras la pantalla se mantiene oscura, una voz en off pronuncia la frase “Abro los ojos y no veo nada”. Nunca llegamos a reconocer a quién pertenece esa voz, plenamente identificada con la cámara y sus movimientos fantasmales. Lo que sí entendemos es que las imágenes que aparecen a continuación emergen como encadenamientos surreales de recuerdos, pertenecientes a aquel personaje sin nombre ni imagen.
La película es una proeza cinematográfica. Se realizó con una sola toma que duró alrededor de noventa minutos, y que se desplazó a través de los diversos pasillos del museo del Hermitage, uno de los más grandiosos del mundo, captando el desenvolvimiento coreográfico de más de 2,000 actores y extras, al igual que tres orquestas. Toda una compleja puesta en escena no sólo por sus condiciones técnicas, sino por la búsqueda de un clima de sueño; que se siente en esa enrarecida atmósfera de luces en penumbra, tenues, apagadas, que entran por las ventanas del museo y parecen de amanecer, propias de aquel momento del día en que aún dormitamos. Pero también en esos acordes de resonancias góticas que se repiten intermitentemente, mientras nuestra visión acompaña a dos personajes espectrales, inquietados por la riqueza artística y el pasado fastuoso del Hermitage: el Espía, personaje invisible representado por un encuadre subjetivo continuo, y el Marqués de Coustine, un diplomático francés del siglo XVIII.
Sin embargo, esa sensibilidad suprareal deviene en El arca rusa en una poética del tiempo. Tal como sucede en ciertos filmes de directores como Alain Resnais, Theo Angelopoulos o Raúl Ruiz, El arca rusa amalgama el presente y el pasado. Visitantes del museo que viven este siglo pueden cruzarse por los pasajes barrocos del Palacio de Invierno, una de las principales áreas del museo, con personajes de siglos pasados que protagonizaron los grandes sucesos ocurridos en la historia del Hermitage.
Ello explica que el desafío al que se enfrentó Sokurov de registrar la película en una sola toma, adquiera un sentido conceptual. El museo evoca a través de sus paredes y reliquias algunos de los momentos más importantes de la historia de Rusia; desde los tiempos de Catalina II en el siglo XVIII hasta el estado de sitio que impusieron los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, hechos que conviven con el presente a partir de lo que vemos, de las asociaciones mentales con el pasado estimuladas por sus ambientes.
Si el montaje es aquel medio que permite fragmentar el presente y el pasado como mundos espaciotemporales antagónicos; el plano secuencia borra esa posibilidad. En ese sentido, la mirada en plano secuencia de El Arca Rusa concentra el ayer y el hoy del Hermitage, hace que sean un mismo espacio y un mismo tiempo. Pero como podemos notar, en esa poética el presente y el pasado sólo pueden fusionarse gracias a un acto que para la cinta representa un estado de elevación: el arte de contemplar. El filme de Sokurov es ante todo película sobre la contemplación. El espía representado por la voz en off y el movimiento de la cámara, a pesar de su presencia etérea, es como un cuerpo sensible ante la belleza perceptible en el museo, magnetizado por sus cautivantes decorados o por las pinturas de Rubens o Van Dyck. No obstante, en El arca rusa no sólo se contempla viendo. También oliendo y tocando. El Marqués de Coustine alcanza un profundo placer al sentir los aromas de las pinturas; y la mirada del Espía acaricia los relieves, las molduras y toda superficie perteneciente a cada pasaje u obra del museo, haciendo que una sensación visual la experimentemos como una ilusión de textura.
El tempo lento y calmo con que la cámara recorre el Hermitage es el equivalente al de alguien que camina por un museo y aprecia obras de arte. Pero su desplazamiento roza lo metafísico, porque el encuadre se mueve como una presencia flotante. Y es que El arca rusa concibe el trayecto por esa mítica arquitectura de San Petersburgo como un viaje del espíritu, que trasciende lo terrenal. Todo ello se refleja en esa fotografía que configura una profundidad de campo y hace que los recovecos del Hermitage luzcan como amplios caminos por explorar; así como en el plano final, que nos muestra el mar a través de una ventana, mientras escuchamos al Espía diciendo “Mira el mar, está en todas partes… Estamos destinados a navegar para siempre, a vivir para siempre”.
Cuando vemos El arca rusa, es inevitable identificar al Espía con el concepto narratológico de “observador invisible”, aquel que comprende al encuadre como si fuera un testigo invisible o imaginario que guía al espectador. Sólo que en la película de Sokurov, ese “observador invisible” adquiere vida propia, es un ser consciente de la identidad y la memoria de Rusia, y posee el arte de invocar a las ánimas que alguna vez cobijó el Hermitage. Un arte mágico, melancólico y sublime.
José Carlos Cabrejo
En el encuadre final del cortometraje Emak-Bakia, realizado en 1926 por el surrealista Man Ray, aparece una mujer con los párpados cerrados y unos ojos dibujados sobre ellos. ¿Esos ojos esbozados no son precisamente los del subconsciente? ¿aquellos que nos permiten viajar a través de nuestra memoria mientras soñamos? Esa misma noción de la mirada onírica, es la que abre la cinta El arca rusa, la extraordinaria película del ruso Alexander Sokurov. Mientras la pantalla se mantiene oscura, una voz en off pronuncia la frase “Abro los ojos y no veo nada”. Nunca llegamos a reconocer a quién pertenece esa voz, plenamente identificada con la cámara y sus movimientos fantasmales. Lo que sí entendemos es que las imágenes que aparecen a continuación emergen como encadenamientos surreales de recuerdos, pertenecientes a aquel personaje sin nombre ni imagen.
La película es una proeza cinematográfica. Se realizó con una sola toma que duró alrededor de noventa minutos, y que se desplazó a través de los diversos pasillos del museo del Hermitage, uno de los más grandiosos del mundo, captando el desenvolvimiento coreográfico de más de 2,000 actores y extras, al igual que tres orquestas. Toda una compleja puesta en escena no sólo por sus condiciones técnicas, sino por la búsqueda de un clima de sueño; que se siente en esa enrarecida atmósfera de luces en penumbra, tenues, apagadas, que entran por las ventanas del museo y parecen de amanecer, propias de aquel momento del día en que aún dormitamos. Pero también en esos acordes de resonancias góticas que se repiten intermitentemente, mientras nuestra visión acompaña a dos personajes espectrales, inquietados por la riqueza artística y el pasado fastuoso del Hermitage: el Espía, personaje invisible representado por un encuadre subjetivo continuo, y el Marqués de Coustine, un diplomático francés del siglo XVIII.
Sin embargo, esa sensibilidad suprareal deviene en El arca rusa en una poética del tiempo. Tal como sucede en ciertos filmes de directores como Alain Resnais, Theo Angelopoulos o Raúl Ruiz, El arca rusa amalgama el presente y el pasado. Visitantes del museo que viven este siglo pueden cruzarse por los pasajes barrocos del Palacio de Invierno, una de las principales áreas del museo, con personajes de siglos pasados que protagonizaron los grandes sucesos ocurridos en la historia del Hermitage.
Ello explica que el desafío al que se enfrentó Sokurov de registrar la película en una sola toma, adquiera un sentido conceptual. El museo evoca a través de sus paredes y reliquias algunos de los momentos más importantes de la historia de Rusia; desde los tiempos de Catalina II en el siglo XVIII hasta el estado de sitio que impusieron los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, hechos que conviven con el presente a partir de lo que vemos, de las asociaciones mentales con el pasado estimuladas por sus ambientes.
Si el montaje es aquel medio que permite fragmentar el presente y el pasado como mundos espaciotemporales antagónicos; el plano secuencia borra esa posibilidad. En ese sentido, la mirada en plano secuencia de El Arca Rusa concentra el ayer y el hoy del Hermitage, hace que sean un mismo espacio y un mismo tiempo. Pero como podemos notar, en esa poética el presente y el pasado sólo pueden fusionarse gracias a un acto que para la cinta representa un estado de elevación: el arte de contemplar. El filme de Sokurov es ante todo película sobre la contemplación. El espía representado por la voz en off y el movimiento de la cámara, a pesar de su presencia etérea, es como un cuerpo sensible ante la belleza perceptible en el museo, magnetizado por sus cautivantes decorados o por las pinturas de Rubens o Van Dyck. No obstante, en El arca rusa no sólo se contempla viendo. También oliendo y tocando. El Marqués de Coustine alcanza un profundo placer al sentir los aromas de las pinturas; y la mirada del Espía acaricia los relieves, las molduras y toda superficie perteneciente a cada pasaje u obra del museo, haciendo que una sensación visual la experimentemos como una ilusión de textura.
El tempo lento y calmo con que la cámara recorre el Hermitage es el equivalente al de alguien que camina por un museo y aprecia obras de arte. Pero su desplazamiento roza lo metafísico, porque el encuadre se mueve como una presencia flotante. Y es que El arca rusa concibe el trayecto por esa mítica arquitectura de San Petersburgo como un viaje del espíritu, que trasciende lo terrenal. Todo ello se refleja en esa fotografía que configura una profundidad de campo y hace que los recovecos del Hermitage luzcan como amplios caminos por explorar; así como en el plano final, que nos muestra el mar a través de una ventana, mientras escuchamos al Espía diciendo “Mira el mar, está en todas partes… Estamos destinados a navegar para siempre, a vivir para siempre”.
Cuando vemos El arca rusa, es inevitable identificar al Espía con el concepto narratológico de “observador invisible”, aquel que comprende al encuadre como si fuera un testigo invisible o imaginario que guía al espectador. Sólo que en la película de Sokurov, ese “observador invisible” adquiere vida propia, es un ser consciente de la identidad y la memoria de Rusia, y posee el arte de invocar a las ánimas que alguna vez cobijó el Hermitage. Un arte mágico, melancólico y sublime.
José Carlos Cabrejo
1 comentario:
que es un plano secuencia?
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