Se estrena “Shame”, con el título “Deseos culpables”. La dirige el británico Steve McQueen (“Hunger”)
Es el retrato de Brandon, un solitario dependiente de su relación obsesiva, compulsiva, con el sexo. McQueen centra la atención de su cámara en el cuerpo del actor Michael Fassbender. Documenta su presencia física, su corporalidad, sus gestos mecánicos, su concentración permanente y los movimientos de cazador urbano con que recorre Manhattan. Famoso artista plástico y realizador de películas experimentales, McQueen convierte a Nueva York en una jaula de cristal donde coexisten todas las soledades. Oficinas y departamentos son como celdas divididas por vidrios que resultan a la vez traslúcidos y como espejos. A través de ellos se ven o se adivinan los deseos de los otros y rebotan las imágenes de los deseos personales. Y todo transcurre en el vacío absoluto. La luz tiene una cualidad metálica, como si las noches de Manhattan lucieran un tono acerado y hasta agresivo. La composición visual apuesta a la geometría rigurosa. Las verticales marcan la tensión creciente de la insatisfacción de Brandon; son los ejes que dividen su vida, partida, disociada.
En la primera parte de la película, todo es acumulativo. Seguimos a Brandon en sus actividades sexuales maquinales, en las masturbaciones que practica aquí y allá, en su consumo de películas porno. Situaciones que le brindan alguna satisfacción inmediata pero no goce auténtico y que la película registra con un aire de constatación fría, de anotación notarial, de silencioso registro de una conducta frente a la que no cabe mayor comentario moral.
McQueen echa mano a los recursos del cineasta que llega a la industria luego de haber transitado las vías del filme de arte o del vídeo experimental: dilata el tiempo de duración de los encuadres, mantiene el plano o prolonga el movimiento de la cámara de modo inusual hasta escapar de los requerimientos estrictos de la narración. Ahí está el travelling de varios minutos que sigue a Brandon haciendo jogging por Manhattan con el fondo sonoro de Bach o el rostro de Carey Mulligan (notable presencia) fraseando “New York, New York” hasta encontrar en la canción un tono de plegaria, de lamento, de afección que echa en falta acaso la relación perdida con el hermano.
Pero ese costado clínico de la mirada de McQueen cede progresivamente al pathos y la solemnidad. Es curioso, pero llegado cierto punto de la película los personajes (Brandon y su hermana) empiezan a clamar por castigo o por redención. Y entonces la congelada geometría de ese mundo que rodea a Brandon se convierte en una sucursal del infierno, y la vergüenza del título de la película adquiere un sentido punitivo, moralizador. La secuencia de la relación sexual de Brandon con las dos mujeres lo muestra tomado por quién sabe qué culpa tormentosa o por un éxtasis que expurga el deseo que antes lo dominó. Mira a la cámara para interpelar al espectador sobre su pesar, su culpa, su verguenza o todo ello junto. El énfasis dramático de la secuencia es tal que contradice todo lo que vimos hasta entonces. Raro, paradójico.
Ricardo Bedoya
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