martes, 28 de abril de 2009

12:08, al este de Bucarest


“12.08, al este de Bucarest”, de Corneliu Porumboiu, forma parte de ese grupo de películas que ha colocado al cine rumano de hoy en el centro de la atención. Ya no sólo se puede esperar buenos filmes de Lucien Pintilie; ahora también hay realizadores tan solventes como Cristi Puiu (“La muerte del señor Lazarescu”), Catalin Mitulescu (“Como festejé el fin del mundo”), Cristian Mungiu (“4 meses, 3 semanas, 2 días”), Radu Mihaileanu (“Anda, ve y vuelve”) que comparten el gusto por el estilo austero, la escritura seca pero acerada, la atención al clima de la época, el afán por hablar de la Rumania de hoy aun cuando la acción se desarrolle en el pasado, y un humor que se entremezcla con los momentos más serios y dramáticos apareciendo cuando nadie lo espera.

Eso es lo que ocurre en “12.08, al este de Bucarest”, que empieza con unas imágenes perfectamente encuadradas de los ambientes opacos y las atmósferas cotidianas de un pueblo rumano, el este de Bucarest. Estamos en la periferia y todo en ese lugar parece típico, remoto, rutinario y tal vez hasta bucólico. Pero hay un hecho que aún se recuerda, aunque parezca ya perdido en el pasado. Un canal de televisión local decide debatir los sucesos ocurridos, allá en Bucarest, el 22 de diciembre de 1989, el día de la caída de Ceaucescu.

Casi como una exigencia de decencia colectiva y de limpieza de la memoria histórica, un programa televisivo se pregunta por la hora exacta en que los pobladores salieron a la plaza principal para enfrentar al régimen. Si lo hicieron antes de las 12.08, los manifestantes fueron revolucionarios llenos de coraje, pero si salieron después de las 12.08 –hora de la caída del dictador- fueron una banda de oportunistas que se subieron al coche de la revolución a la hora undécima. El conductor del programa, Jderescu, conversa con Piscosi y con el profesor Manescu sobre lo que ocurrió aquel día.

Buena parte del desarrollo de la película se centra en esa emisión televisiva que busca esclarecer la verdad de los hechos. Pero la seriedad del debate y la veracidad del testimonio gira, poco a poco, hacia el contraste imprevisto, el lapsus, la contradicción, la sorpresa, el humor involuntario hasta que se impone lo irrisorio y domina el absurdo mondo y lirondo.

El talento de Porumboiu se revela en la escrupulosa dirección de actores pero también en los agujeros con los que va perforando la superficie lisa de esa emisión de televisión, iluminada con la invariable monotonía de la clave alta y transmitida con el consabido encuadre frontal. La monotonía de la transmisión se va haciendo pedazos: la cámara se tambalea por una avería en el trípode; los “gags” –chistes visuales- y las frases absurdas surgen desde la solemnidad de la emisión y la seriedad del asunto tratado; el camarógrafo hace esfuerzos irrisorios para mantener a los tres personajes en el encuadre; la engolada seriedad del conductor, que cita a Heráclito y a los filósofos griegos, da paso a la intervención de los espectadores que contradicen el testimonio del invitado del programa, el profesor de historia que pretende haber sido “héroe” de la jornada revolucionaria.

“12.08, al este de Bucarest” pone en solfa la Gran Historia a partir de los testimonios de los pequeños pobladores, pulverizando el Relato Histórico enorme y absoluto para fragmentarlo en una miríada de historias ínfimas que se confunden con el chisme y la murmuración. De paso, trastoca la figura del “héroe” y el “revolucionario” a partir de la mirada de los otros, esos pobladores que acaso medraron escondiéndose en el momento de la verdad, que no reconocen al “prohombre” como tal y le atribuyen la calidad de alcohólico.

Más allá del humor, “12.08, al este de Bucarest” está recorrida por cierta melancolía, la del que ve la ocurrencia de las cosas a lo lejos y no puede participar en ellas: el Gran Acontecimiento de la Historia ocurre en la capital, pasando de costado por ese pueblo de la periferia condenado a estar para siempre al este de Bucarest y a espaldas del mundo. Porumboiu describe con ironía esa condición excéntrica que desafía la utopía globalizadora: “Después de la revolución en 1989, cuando tenía trece años, pensaba que en dos años nos convertiríamos en Francia. No fue así”.

Ricardo Bedoya

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