En la ciudad de Sylvia, de José Luis Guerín, es una declamación al amor esquivo, al amor platónico de voyeur romántico, que entrega sus días a la contemplación de la beldad y a la concreción sentimental de sus pulsiones con sólo miradas. Sylvia es el nombre de la belleza a la que este joven – en bohemia y vagabundeo- busca dar cuerpo. Principalmente en las escenas primeras, donde los protagonistas son los primeros planos a las lindas mujeres “postulantes a Sylvia”, cuyas facciones se acarician a un ritmo seductor con sonata de melodioso violín, desde una perspectiva estupefacta del observador artista, de mirada diáfana y provocadora. Esa secuencia, la mejor del filme, sugiere las motivaciones del chico, quien andará a pie y tras su Sylvia preferida por varias calles y pasajes en un largo trayecto de misticismo enajenante, pues de espaldas ambos nos sumergen a un episodio onírico, donde la poca distancia entre los dos parece la distancia infinita entre el deseo y la realidad.
Cuando se rompe esa poesía del seguimiento, o sea cuando ella cae en cuenta del asedio, la película “habla” lo que nunca debió hablar. Las aclaraciones del error y la conversación (o intercambio de palabras) entre los fantasmas que parecieron ser toca piel y pisa pavimento. Los dos caminantes devienen personajes de ficción, con parlamentos y acciones preconcebidas que no parecían llevar a cabo. Entonces, se quiebra el encanto, se pierde el verso de la admiración e intuición al amor, pues se habla de hechos comunes, de situaciones bochornosas, de personas que sí existen, de saludos y despedidas. El idilio no recupera nuevamente su condición fantasmagórica que tanto conmovió. En la ciudad de Sylvia pasará a la historia por esa pareja de penantes que no debieron mirarse a los ojos.
Otra gran película es Leonera, de Pablo Trapero, acaso de las mejores en toda la competencia.
¿Cuándo una mujer es madre y viceversa? Julia, recluta por asesinato, goza de los favores que le permite la presencia de su hijo en prisión. Ella usufructúa la dependencia del niño, lo que le permite permanecer en la sección de guardería, que es una zona cómoda y segura dentro del mismo presidio. El bebé es su “amparo”, que sólo tendrá “vigencia” por cuatro años, cuando después este deba emigrar a la libertad. Su dependencia al niño como salvaguardia deviene amor de madre en apariencias convincentes. ¿Cómo saberlo? Lágrimas y arrebatos no responden, pues apoyan ambas alternativas. En esa interrogante radica la ambigüedad y trascendencia de Leonera, que -además de ágil y muy entretenida- es dadora de preguntas sobre el verdadero concepto del amor o subordinación.
Cuando el niño es separado de Julia inicia para ella su verdadera penitencia tras las celdas. Entonces, su salida inmediata se vuelve la meta, que cual adicta intenta con pataletas incontrolables. ¿Importa ya el desenlace? Si consigue unirse nuevamente con su hijo o si se asfixia sola en la ansiedad y frustración, ¿cambia el discurso? Por si fuera poco, ese final –del que no guardaba expectativas- es una hazaña, lograda con intrepidez, dedicada para los que siguieron una historia dentro de este conflicto de introspección. No sólo no defrauda sino que aporta a la “digestión” de la película, que llega a un puerto como figuradamente llegan madre e hijo tras escapar de propios y extraños. Leonera es un cuestionario que no se resuelve, asimismo una cautivadora historia pródiga en elementos del mejor cine de entretenimiento.
También han pasado ya, con mucha más pena que olvido, Perro sin dueño, de Beto Brant y Renato Ciasca, diario de un patético deprimido que sólo sabe amar entre lágrimas; Satanás, de Andrés Baiz, manido relato de violencia con historias paralelas que confluyen, esta vez para no aportar nada sino disgusto por su efectismo trágico. Gonzáles Iñarritu sigue influyendo, lamentablemente. Y Mutum, de Sandra Kogut, que sigue en una zona rural a un sufriente niño sumido en las desgracia, hasta que un visitante de ciudad –aquí capitalino- lo “rescata” de esas carencias materiales y morales. Pocas veces vi a un personaje tan maltratado por su propio guión. En fin, es algo del concolón de este festival.
Cuando se rompe esa poesía del seguimiento, o sea cuando ella cae en cuenta del asedio, la película “habla” lo que nunca debió hablar. Las aclaraciones del error y la conversación (o intercambio de palabras) entre los fantasmas que parecieron ser toca piel y pisa pavimento. Los dos caminantes devienen personajes de ficción, con parlamentos y acciones preconcebidas que no parecían llevar a cabo. Entonces, se quiebra el encanto, se pierde el verso de la admiración e intuición al amor, pues se habla de hechos comunes, de situaciones bochornosas, de personas que sí existen, de saludos y despedidas. El idilio no recupera nuevamente su condición fantasmagórica que tanto conmovió. En la ciudad de Sylvia pasará a la historia por esa pareja de penantes que no debieron mirarse a los ojos.
Otra gran película es Leonera, de Pablo Trapero, acaso de las mejores en toda la competencia.
¿Cuándo una mujer es madre y viceversa? Julia, recluta por asesinato, goza de los favores que le permite la presencia de su hijo en prisión. Ella usufructúa la dependencia del niño, lo que le permite permanecer en la sección de guardería, que es una zona cómoda y segura dentro del mismo presidio. El bebé es su “amparo”, que sólo tendrá “vigencia” por cuatro años, cuando después este deba emigrar a la libertad. Su dependencia al niño como salvaguardia deviene amor de madre en apariencias convincentes. ¿Cómo saberlo? Lágrimas y arrebatos no responden, pues apoyan ambas alternativas. En esa interrogante radica la ambigüedad y trascendencia de Leonera, que -además de ágil y muy entretenida- es dadora de preguntas sobre el verdadero concepto del amor o subordinación.
Cuando el niño es separado de Julia inicia para ella su verdadera penitencia tras las celdas. Entonces, su salida inmediata se vuelve la meta, que cual adicta intenta con pataletas incontrolables. ¿Importa ya el desenlace? Si consigue unirse nuevamente con su hijo o si se asfixia sola en la ansiedad y frustración, ¿cambia el discurso? Por si fuera poco, ese final –del que no guardaba expectativas- es una hazaña, lograda con intrepidez, dedicada para los que siguieron una historia dentro de este conflicto de introspección. No sólo no defrauda sino que aporta a la “digestión” de la película, que llega a un puerto como figuradamente llegan madre e hijo tras escapar de propios y extraños. Leonera es un cuestionario que no se resuelve, asimismo una cautivadora historia pródiga en elementos del mejor cine de entretenimiento.
También han pasado ya, con mucha más pena que olvido, Perro sin dueño, de Beto Brant y Renato Ciasca, diario de un patético deprimido que sólo sabe amar entre lágrimas; Satanás, de Andrés Baiz, manido relato de violencia con historias paralelas que confluyen, esta vez para no aportar nada sino disgusto por su efectismo trágico. Gonzáles Iñarritu sigue influyendo, lamentablemente. Y Mutum, de Sandra Kogut, que sigue en una zona rural a un sufriente niño sumido en las desgracia, hasta que un visitante de ciudad –aquí capitalino- lo “rescata” de esas carencias materiales y morales. Pocas veces vi a un personaje tan maltratado por su propio guión. En fin, es algo del concolón de este festival.
John Campos Gómez
1 comentario:
Sobre Leonera, Julia es un personaje muy interesante debido a que puede pasarse por incompleta la idea que su actitud queda en un mero egoísmo para su hijo, sobre la intención de querer que el pequeño viva en la misma celda de su madre ya que dicha no puede salir de ella. Al parecer Julia sufre algo más allá de eso y puede ser aquello que los freudianos se referían al decir que la imagen tanto de la madre y el hijo son uno solo, son complemento. Después de la concepción la madre se siente incompleta es por eso que necesita la cercanía del hijo. La madre responde a ello con un gesto de propiedad hasta de egoísmo, claro que subjetivamente o inconscientemente eso podría ser interpretado como la búsqueda de su complemento. Podría ser lógico esto sin necesidad de recurrir al psicoanálisis, ello cumplido en el desenlace de la película.
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