El crítico y profesor argentino Gustavo J. Castagna, jurado de la crítica en el último Festival de Cine Latinoamericano de Lima, nos envía su crónica del Festival. Este artículo fue publicado en la edición del mes de octubre de la revista argentina El Amante.
a la memoria de mi mamá, quien deseó fervientemente que emprendiera este viaje
La experiencia limeña fue más que satisfactoria en varios aspectos. Por un lado, conocer una ciudad y un festival del que difícilmente uno se olvide. La atención de los anfitriones, en ese sentido, superó en mucho los comentarios previos: prestos al mínimo detalle de los invitados, organizados de manera perfecta en cuanto a las exhibiciones, mesas, tertulias, fiestas, paseos turísticos, agasajos y todo lo que atañe a un festival, presurosos para cualquier eventualidad que lindara con la torpeza (este crítico estuvo a punto de romperse el alma por una caída y recibió atención médica urgente), quienes organizan el Festival de Lima desde hace varios años (la Pontificia Universidad Católica de Perú) merecen el mayor de los elogios y alabanzas. Fueron diez días (del 2 al 11 de agosto) que traspasaron las expectativas en cuanto a la calidez y el desmesurado buen trato del eficiente equipo de prensa y la confortabilidad limeña hacia este escriba que, por si no bastara, tuvo la suerte de presidir el jurado de la crítica junto a los colegas Jorge Ayala Blanco (México), Carlos Brandao (Brasil), Jorge Letelier (Chile) y Federico de Cárdenas (Perú).
Dividida en varias secciones, las exhbiciones del festival, a plena concurrencia, plantearon algunos enigmas de difícil resolución a corto plazo. Por ejemplo, el destino de un cine latinoamericano perezoso en cuanto a sus aportes estéticos y bastante ávido por insertarse en un mercado de films que complazca el gusto europeo y/o norteamericano. Costó encontrar más de un puñado de películas interesantes en dos secciones (Competencia Oficial y Opera Prima) que no se correspondieran con historias que parecen escritas por prolijos ilustradores de guión o que ofrecen un look heredado de la peor televisión, eso sí, con un discurso político sesentista o setentista aggiornado por la mirada simplona y populista del siglo XXI. En algunos casos debido a un mainstream andino que no le teme al culebrón en coproducción (Una sombra al frente de Augusto Tamayo; Los Andes no creen en Dios de Antonio Eguino), la road movie política y afectiva de ritual de iniciación estilo Thelma y Louise quiteña (Que tan lejos de Tania Hermida), la comedia donde la Historia no interesa demasiado cuando el dinero aparece como salvación (Soñar no cuesta nada de Rodrigo Triana) o el relato bienpensante donde otra vez la Historia es sustituída por un pensamiento políticamente correcto de burgués de izquierda ex combativo (El violín de Francisco Vargas). Pero más inquietudes, como viene ocurriendo en los últimos años, son las escasas novedades provenientes de las ficciones brasileñas (Cafundó o Caja dos merecen pocos comentarios), aun cuando La casa de Alicia de Chico Teixeira proponga un verosímil no demasiado original pero bienvenido como pequeño ejemplo de prédica femenina de carácter hiperrealista. En este punto, El año que mis padres se fueron de vacaciones de Cao Hamburguer es un film-fórmula que mezcla el Mundial de Fútbol del 70, la historia de un chico y la ausencia de sus padres debido a la represión militar, una acumulación de rituales de la colectividad judía como aprendizaje del chico, los amigos del pequeño, etc. Es decir, el guión perfecto donde nada sobra ni falta para estimular a un espectador correcto. Los tiempos cambian, claro, y hace más de veinte años Adelante Brasil de Reginaldo Farías contaba el mismo argumento pero desde los goles de Pelé y Tostao en paralelo con las torturas de la dictadura. Ahora, en cambio, el discurso es más liviano, como si el galardonado film checo Kolya se hubiera insertado en las calles de Brasil de los 70. Ojo, el ejemplo, de El año que mis padres…. no es el único donde la corrección se da la mano con la prolijidad argumental y el conservadurismo estético que acepta un público globalizado.
Por eso, algunas de las películas argentinas que invadieron Lima se alejarían de las necesidades y requerimientos del mercado y de la formulación prolija de un guión, aun cuando la reiteración de ciertos gestos propone más de un interrogante. Pero la estupenda Una novia errante de Ana Katz, El asaltante de Pablo Fendrik, La antena de Esteban Sapir y hasta El otro de Ariel Rotter estuvieron algunos escalones arriba del resto.
Hasta que llegó Carlos Reygadas con Luz silenciosa y justificó buena parte del festival. Las historias de un grupo de menonitas del norte de México provocan que el cine se sienta cómodo con los tiempos muertos, los mínimos gestos y la confluencia entre personajes y paisajes. Como si las películas de Dreyer no necesitaran únicamente de la Fe divina sino del conocimiento y las vivencias terrenales, las dos horas veinte de Luz silenciosa, pausadas e intensas, trascendieron los límites de la mera observación de un film como no ocurría, tal vez, desde las películas de Robert Bresson de los 50 y 60. Reygadas, además de dejar su título más interesante luego de Japón y Batalla en el cielo, llegó a un punto interesante de plantear: ¿podrá superar, entre otras cuestiones, el extenso plano inicial y el último, de aclaración cíclica, con el que se cierra Luz silenciosa?
Los premios de la crítica fueron para Luz silenciosa, Una novia errante y Hamaca paraguaya de Paz Encina, en este orden, tres películas que hacen confiar no solo en un cine latinoamericano sino en un mejor futuro para el cine de cualquier latitud.
Gustavo J. Castagna
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