viernes, 17 de junio de 2011

Biutiful




Hace unos años, “Babel”, dirigida por el mexicano Alejandro González Iñárritu, propuso un tour por el dolor globalizado y la miseria moral convertida en lenguaje común de los seres humanos. Ahora, en “Biutiful”, Gónzalez Iñárritu relocaliza el malestar, para concentrarlo en un lugar y una persona.

El espacio del deterioro total es una Barcelona vista desde el lado opuesto al de su iconografía turística. El personaje es Uxbal (Javier Bardem), un marginal absoluto, desgraciado en todos los campos de su vida, que sobrevive conectando a empresarios mafiosos y a trabajadores ilegales con autoridades corruptas. Pero su miseria no es sólo laboral, también es familiar y física. Se le diagnostica una enfermedad terminal y la película se presenta como la crónica de todas estas infelicidades juntas.

A diferencia de otras cintas del director, desde “Amores Perros” hasta “21 gramos”, aquí no hay discontinuidades ni fragmentaciones temporales, ni quiebres del relato, ni cambios espaciales súbitos, ni intención alguna de urdir relatos hipertextuales. La trayectoria de “Biutiful” es directa, acumulativa y vectorial. Es el itinerario de un “vía crucis”.

El de Uxbal es un cuerpo maltratado en un paisaje sórdido. El hiperrealismo del estilo se luce en la solvencia de la técnica fotográfica con que se filman esos espacios saturados donde malviven los trabajadores clandestinos, o las morgues donde yacen los niños muertos, o el hospital colmado de pacientes, o los interiores donde el personaje central muestra los signos corporales de su decadencia. Las imágenes pretenden lucir no sólo fuerza sino también textura, presencia, rugosidad y hasta capacidad para penetrar los sentidos. Algo maloliente se desprende de esa imaginería sórdida.

En los veinte primeros minutos de proyección, esos costados ásperos, sombríos, casi mortuorios, llaman la atención y provocan una impresión de desasosiego, extrañeza e incomodidad. Lo mismo ocurre con el tránsito existencial de Uxbal, que se abisma a cada paso. La relación con su familia, los lugares que frecuenta, su extraña conexión con el más allá, los primeros desastres que vemos, causan curiosidad y cierto morboso interés.

Pero, progresivamente, esa extrañeza se convierte en irritación. La fascinación de González Iñárritu por lo deletéreo se codea con el regodeo. La acumulación de desgracias, mugre, lamentos, accidentes, locura, corrupción, contrariedades del destino, quiebres histéricos, muertes injustas, culpas insoportables y pathos subrayado, se impone como regla, como programa narrativo, como camisa de fuerza para el relato, como manual de cumplimiento obligatorio. ¿Quién da más dolor por el precio de la entrada? ¿Quién ofrece más martirio a cambio de la atención que exige la película?

Muchos filmes han logrado mostrar con potencia lírica el destino maltrecho de un perdedor. Ahí está, por ejemplo, “Fat City”, de John Huston, al que “Biutiful” cita. Pero la gran diferencia entre ambas películas radica en la ternura, pudor, comprensión y solidaridad con la que Huston mira a sus personajes. Pudor que le llevaba, por ejemplo, a elegir distancias relativas para mostrar lo más turbio o a eligir la elipsis como recurso ante lo extremo. González Iñárritu proclama la piedad ante Uxbal pero no tiene empacho en coquetear con el miserabilismo y la obscenidad, volviendo una y otra vez, ad nauseam, sobre aquello que garantiza el efecto mórbido pero nunca revulsivo ya que se desgasta en la reiteración: desde la imagen de los niños muertos hasta la descomposición de la orina de Uxbal o el plano entero que lo muestra semidesnudo y protegido contra la incontinencia.

Javier Bardem es un buen actor, pero la de “Biutiful” no es una buena actuación, por más que haya sido recompensada en el Festival de Cannes. Hay una entrega física del actor, sin duda. Pero su personaje, al cabo, resulta plano, pasivo, unidimensional. Se deja contagiar por el estilo monocorde de la película. El rictus que lleva parece de mármol, a la manera de un Victor Mature en grave constipación. Su gesto, inamovible, es el de una mascarilla mortuoria.


(Versión ampliada del artículo publicado en "El Comercio" el 16 de junio de 2011)



Ricardo Bedoya

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Demasiado duro Bedoya, no estoy de acuerdo.

Anónimo dijo...

La interpretación de Bardem es excepcional. Como se nota que usted no ha cuidado (u observado) pacientes en estado terminal. Cuando usted esté del lado de la realidad (espero que no le suceda pero vendrá) recuerde a Bardem.

lapaupachica dijo...

Coincido con los comentarios. Sin embargo, a mí, aunque en un momento quise escapar del cine y la sensación de angustia -y si bien Amores perros me pareció sensacionalista- esta película me gustó porque lleva al extremo la condición humana y le da un espacio a dios y a la fe como salvadores encarnados en la intención firme de un padre y la energía maternal de la mujer que ha perdido todo menos eso. Me gusta como recordatorio de lo fabuloso que es vivir, aunque mi criterio sea completamente "subjetivo". Acerca de la crítica, como dije, igual coincido, pero insisto en que algo se eleva sobre lo deleznable y hasta hartante.