martes, 14 de junio de 2011

X-Men: Primera generación



“X-Men: primera generación” es una pequeña sorpresa. En primer lugar porque se aleja de la pomposidad que suele añadirse a las historias de superhéroes con el fin de darles un alcance mayor de audiencia y aportarles “respetabilidad”, a veces hasta con aires shakespereanos, a la manera de “Thor”.

En segundo lugar, porque el director Matthew Vaughn, el mismo de la interesante “Kick-Ass, un superhéroe sin superpoderes”, se las agencia para urdir un relato que posee el dinamismo propio de las películas de acción de los años sesenta, en la línea de las psicodélicas aventuras de espías que, imitando a James Bond, aprendían a manipular sus mortíferos “gadgets” en algún ultrasecreto hangar.

En tercer lugar, porque este episodio de “X-Men” es un ejercicio de estilo que restablece un vínculo con la estética de las historietas, con la composición de sus cuadros y grafías, recurriendo a la división de la pantalla cinematográfica, que se fracciona en coloridas viñetas, acelerando el avance de la acción.

“X-Men: primera generación” se saca la camisa de fuerza de la fórmula, deja a un lado los deberes de la franquicia, esquiva el recetario del filme de superhéroe exitoso, y gana en desenvoltura, gracia, espectacularidad y frescura.

Esta cinta es una “precuela”; su historia se remonta a las raíces de la leyenda y a los días de la formación de los X Men, para narrar el origen de cada uno de los personajes. La primera secuencia, la del niño con el perverso médico de un campo de exterminio nazi, introduce la película con brío y aporta un estilo para los efectos especiales, que apuestan por cierta ingenuidad y modestia antes que por desplegar destellos deslumbrantes y lucir sofisticadas maquinarias. Luego, la acción se sitúa en plena guerra fría, en los momentos previos a la crisis de los misiles, en octubre de 1962. Es el momento en que se forma el grupo de mutantes que va a derivar en el enfrentamiento de dos personajes, El Profesor X y Magneto.

Antes de llegar a ese punto, se suceden los retratos de los superhéroes, a los que conocemos cuando aún se ignoran como tales, acaso porque acaban de salir de la adolescencia y les cuesta aceptar los rasgos físicos que los hacen “diferentes”. “X Men: primera generación” cuenta la historia del descubrimiento, reclutamiento, preparación técnica y formación de un equipo de combate, pero también es la crónica de los miedos íntimos de los mutantes al descubrirse a sí mismos. Temor de sus poderes, vergüenza de saberse distintos, necesidad de ocultarse al resto del mundo. Una secuencia muy lograda los revela inermes e inseguros: el ataque sorpresivo a la casa de Charles Xavier (James McAvoy) por parte de mutantes más avezados, los esbirros del villano Sebastian Shaw. El pasaje, de una violencia inesperada, quiebra el juego de la exhibición de los poderes de los “aprendices de mago”.

Todo en la película sigue esa misma alternancia: lo lúdico y lo violento se entremezclan siguiendo las pautas de una coreografía juguetona y estilizada que recuerda la imaginería de las historietas de rasgos pop de los años sesenta, en la línea de “Diabolik” o “Modesty Blaise”, sin olvidar por cierto la filiación original con la obra de Stan Lee y su equipo de Marvel.

Ricardo Bedoya

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