A primera vista, "La casa muda" es una variante más del concepto acuñado por “El proyecto de la bruja de Blair”: el pequeño filme de bajo presupuesto que sigue a pocos personajes por un espacio opresivo y siniestro. En el trayecto, la apariencia de la normalidad se agrieta hasta desplomarse y se establece el dominio de lo angustioso y lo irracional.
Pero “La casa muda” se resiste a ser clon de “...la bruja de Blair” y aporta de su propia cosecha. Destaca el dispositivo de filmación: la acción transcurre, sin cortes de montaje, en un dilatado plano –secuencia registrado durante más de setenta minutos por una cámara fotográfica que permite grabar en alta definición. La película pretende la coincidencia del tiempo de la acción con el de la proyección, al que se añade un período adicional, imaginario, puramente subjetivo, que cierra la película.
Pero esa cámara no identifica el punto de vista de algún personaje de la ficción. Aquí no existe un reportero que acompañe a la protagonista en su estancia por la “casa muda”, como ocurre en “REC”. La cámara es, más bien, expresión de una mirada incorpórea pero siempre alerta para registrar las fases de la angustia, apuntalando la impresión de lo siniestro. Es un ojo invisible pero denso, a la manera de una potencia ominosa que se alinea con las otras amenazantes “presencias” que se mantienen actuantes fuera del campo visual. Ruidos violentos que se lucen en una banda sonora trabajada con minucioso cuidado.
Mirada que activa, además, una curiosa sensación de intimidad en su cercanía con el cuerpo de la actriz (Florencia Colucci), sobre todo cuando su personaje se ve desbordado por los ruidos que le aterran y se muestra inerme. Al evitar los movimientos descontrolados o convulsivos de la cámara, el director Gustavo Hernández logra que un crispado intimismo aflore aun en los momentos de mayor tensión. La cámara es testigo de su peripecia pero también comparte su interioridad.
Esa enérgica “presencia en ausencia” del ojo de la cámara aporta a la primera mitad de la cinta un clima seguro de misterio, descomposición y extrañeza. Mientras los signos de lo que ocurre en esa casa se mantienen opacos y nada tiene explicación posible, la película mantiene el interés. Es decir, el miedo puro y duro, en su presentación neta y sin adornos, funciona plenamente.
Pero en los quince minutos finales empiezan a despejarse las incógnitas y la “casa muda” se arranca a hablar. Los secretos familiares encerrados en ese lugar salen a la luz con toda la fuerza de lo reprimido y la cinta propone una interpretación en clave psiquiátrica del misterio. Desde ese punto de vista –no diremos cuál-, lo que vimos antes adquiere un nuevo significado. Entonces, “La casa vacía” se desploma en el artificio y el truco de guión. Todo se resuelve en un guiño de superioridad al espectador que cayó en el arbitrario juego. Un juego que se quiere brillante pero que no puede redondear el final.
Pero “La casa muda” se resiste a ser clon de “...la bruja de Blair” y aporta de su propia cosecha. Destaca el dispositivo de filmación: la acción transcurre, sin cortes de montaje, en un dilatado plano –secuencia registrado durante más de setenta minutos por una cámara fotográfica que permite grabar en alta definición. La película pretende la coincidencia del tiempo de la acción con el de la proyección, al que se añade un período adicional, imaginario, puramente subjetivo, que cierra la película.
Pero esa cámara no identifica el punto de vista de algún personaje de la ficción. Aquí no existe un reportero que acompañe a la protagonista en su estancia por la “casa muda”, como ocurre en “REC”. La cámara es, más bien, expresión de una mirada incorpórea pero siempre alerta para registrar las fases de la angustia, apuntalando la impresión de lo siniestro. Es un ojo invisible pero denso, a la manera de una potencia ominosa que se alinea con las otras amenazantes “presencias” que se mantienen actuantes fuera del campo visual. Ruidos violentos que se lucen en una banda sonora trabajada con minucioso cuidado.
Mirada que activa, además, una curiosa sensación de intimidad en su cercanía con el cuerpo de la actriz (Florencia Colucci), sobre todo cuando su personaje se ve desbordado por los ruidos que le aterran y se muestra inerme. Al evitar los movimientos descontrolados o convulsivos de la cámara, el director Gustavo Hernández logra que un crispado intimismo aflore aun en los momentos de mayor tensión. La cámara es testigo de su peripecia pero también comparte su interioridad.
Esa enérgica “presencia en ausencia” del ojo de la cámara aporta a la primera mitad de la cinta un clima seguro de misterio, descomposición y extrañeza. Mientras los signos de lo que ocurre en esa casa se mantienen opacos y nada tiene explicación posible, la película mantiene el interés. Es decir, el miedo puro y duro, en su presentación neta y sin adornos, funciona plenamente.
Pero en los quince minutos finales empiezan a despejarse las incógnitas y la “casa muda” se arranca a hablar. Los secretos familiares encerrados en ese lugar salen a la luz con toda la fuerza de lo reprimido y la cinta propone una interpretación en clave psiquiátrica del misterio. Desde ese punto de vista –no diremos cuál-, lo que vimos antes adquiere un nuevo significado. Entonces, “La casa vacía” se desploma en el artificio y el truco de guión. Todo se resuelve en un guiño de superioridad al espectador que cayó en el arbitrario juego. Un juego que se quiere brillante pero que no puede redondear el final.
(Esta es una versión modificada del artículo aparecido en el diario El Comercio el 23 de junio)
Ricardo Bedoya
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