Hay un Robin Hood para cada época. El célebre Douglas Fairbanks lo fue en 1922, durante los días del cine silente. Encarnó las esencias del aventurero, pero, sobre todo, respondió a las expectativas de un medio que sustituía la carencia de palabras con la agitada coreografía. Eufórico y espadachín, Fairbanks construyó el arquetipo del héroe acrobático y romántico, con un toque libertario de anárquica rebeldía. Sus escaladas, saltos y piruetas potenciaron la cualidad irreal, de ensoñado y abstracto frenesí, típica del cine mudo.
En 1938 ya había llegado el sonido y el cine exhibía el atributo del color. “Las aventuras de Robin Hood”, producida por Warner Bros. y dirigida por Michael Curtiz y William Keighley, fue el vehículo perfecto para lucir en mallas al actor más admirado por las damas de entonces, Erroll Flynn, filmado en un Technicolor extraordinario, de tonos fuertes y de pura saturación cromática. Una secuencia de antología al final de la película: el duelo a espada entre Robin y el Sheriff de Notthingham, encarnado por el torvo y formidable Basil Rathbone. La perfecta coreografía de esa escena nada tenía que envidiar a la de cualquier musical de entonces, como los producidos por la empresa RKO, con Astaire y Rogers como protagonistas.
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Ricardo Bedoya
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