domingo, 27 de junio de 2010

Toy Story 3, una vez más


Esta es una versión ampliada del comentario aparecido en el diario El Comercio el día 27 de junio de 2010.



El cine de animación de la empresa Pixar es una de las escasas fuerzas creativas persistentes en el cine actual. Desde “Toy Story” hasta “Los increíbles”, desde “Ratatouille” hasta “Up, una aventura de altura”, sus películas no tienen desperdicio.


“Toy Story 3” es una de las mejores películas de Pixar. Tal vez porque combina, en dosis exactas, la aventura, los sentimientos, la melancolía y un costado oscuro y hasta escalofriante. Empieza como un “serial” de los años 40: se mezcla la imaginería del western con la de los superhéroes que rescatan doncellas en el último minuto. Explosiones y acción se suceden con la absurda y delirante intensidad de un dibujo animado de Chuck Jones o Tex Avery. Pero ese prólogo solo es virtual; existe en la fantasía de Andy que juega con sus muñecos. La secuencia es fundamental porque marca uno de los polos emocionales de la acción, el de la euforia, el placer lúdico de inventar mundos. Pronto asoma el polo opuesto, el de lo luctuoso.



Andy es un adolescente y ya no necesita a sus muñecos, arrumados en un baúl. Por imposición maternal, las alternativas para ellos son permanecer en el ático de la casa, ser donados a una guardería o echados a la basura. Lo que sigue es el lamento colectivo de los viejos héroes, ofendidos por la indiferencia de Andy y machacados por el paso del tiempo. Separado el vaquero de sus amigos por la preferencia del muchacho, los juguetes asumen el destino de la cultura del desecho. Se enfrentan a la nostalgia de la utilidad que tuvieron, de la felicidad que procuraron y entienden la fragilidad que les es propia y la materialidad de la que están compuestos, apta para el reciclaje o la incineración. Hasta los muñecos se enfrentan a la mortalidad.



Pero el resentimiento y la pesadilla luctuosa se trasforman en la fantasía de una segunda oportunidad: serán útiles, una vez más, en una guardería llamada Sunnyside. Es como un parque de atracciones glorioso, donde aparecen nuevos amigos y se amplía la juguetería: hay una Barbie tontísima, un Ken metrosexual, un oso de peluche patriarcal y aparentemente acogedor y un bebe gigante, con un ojo gacho, de una inexpresividad más bien torva. Están también los usuarios de los juguetes, una pandilla de niños que decapitan muñecas, descuartizan animales y mutilan juguetes con la misma rabia destructora de los personajes de una película “gore” de Takashi Miike. Pero la guardería no tiene costado soleado y allí los muñecos hacen su aprendizaje del dolor. “Toy Story 3” es una ordalía que Pixar fabrica con maestría técnica.



Las texturas amables de los ambientes y la luminosidad del lugar se apagan poco a poco. Los colores se ensombrecen mientras descubrimos que ese lugar es un panóptico, donde rige la cultura del control y la vigilancia. El perturbador bebe gigante se torna siniestro hasta convertirse en uno de los villanos más atractivos y terroríficos del cine de los últimos años, y las sombras se imponen. “Toy Story 3” apuesta al expresionismo y gana. Un expresionismo con varios espantajos, pero también con personajes burlescos que enfrentan el miedo y la amenaza de la muerte con la gracia de comediantes del cine mudo: como el señor cabeza de papa convertido en tortilla mexicana pero luego desgarrado por cortes que lo desintegran. Todo es así en esta película, que pasa de lo exaltante a lo siniestro en un tris. Y de lo siniestro salta a lo íntimo: la secuencia final, con Andy entregando su legado, es pura efusión de sentimientos, pero de buena ley.



Se cierra con esa secuencia el "rito de pasaje" de los juguetes: ellos se integran, reconstituidos, a una nueva vida, luego de haber conocido la experiencia primera de la separación dolorosa de su pequeño mundo inicial y haber atravesado por la vivencia liminal de la guardería transformada en asilo.


Ricardo Bedoya