Se ha dicho que es un filme académico e impersonal. Que Cronenberg está ausente de él. Absurdo. Provoca responder haciendo un ejercicio de lectura cronenberiana.
Afirmando, así, que “Un método peligroso” es la historia del joven Carl Jung, brillante pero aún inexperto, curioso pero tímido, ambicioso pero cauto en el manejo de sus expectativas. Justo en el momento de su despegue profesional, se encuentra ante dos escenarios -dos cuerpos- que mutan y se distorsionan. Uno está “invadido” por la dolencia mental; el otro por la maternidad. El cuerpo de Sabina es una suma de torsiones físicas que son producto de la histeria. El de Emma, su esposa, está “tomado” por el embarazo.
Para Jung, desde entonces, su camino no es más que una sucesión de alternativas entre las que debe decidir (la familia o la profesión, la aplicación de una u otra técnica terapéutica, América o Europa, la fidelidad o la traición, entre otras), que luchan en su conciencia y le provocan sueños inquietantes. La dualidad mental y la noción de encrucijada como núcleo dramático han estado siempre presentes en el cine del autor de “Dead Ringers”. La aparición de Sabina como paciente agrega una nueva bifurcación: la de uno u otro tratamiento aplicable, el tradicional o el basado en la palabra, lo que trae consigo la exhibición de esas máquinas primitivas que abren el alma como en otras películas de Cronenberg permitían abrir el cuerpo (“The Brood”, “Dead Ringers”)
Jung acude entonces donde el gurú, el conductor, el hombre que posee la llave de los sueños y la teoría omnisciente, el que convoca el teatro de las fantasías recónditas y pone en escena lo reprimido y lo oculto (¿recuerdan la relación de James Spader y Elías Koteas en “Crash”?)
Ese hombre, Freud, es un científico de apariencia paternal y bienhechora, pero que revela, progresivamente, a partir de gestos y dichos mínimos, su narcicismo, egoísmo, vanidad, paranoia. Sin dejar de ser un caballero de la refinada y culta Viena, así como también un hombre frágil que protege su intimidad y su estatus, y un padre de familia que pasa por estrecheces económicas.
El Freud del extraordinario Viggo Mortensen podría haber sido un villano como los quería Hitchcock: manipulador, seductor, irónico, de inteligencia superior. Y es así como lo presenta Cronenberg. Cumpliendo tres roles: el paternal; el académico y científico; el perverso.
Freud es el hombre que “escanea” la mente del reprimido Jung, el único que puede hacerle sombra intelectual (hay que ver el retrato que ofrece la película del pobre Ferenczi), y le siembra un virus poderoso, destructivo, inatacable: el del deseo convocado por el dionisíaco Otto Gross.
¿Para qué lo hace?
Cumpliendo su papel tutelar, para iniciar al hombre joven en los misterios de la vida y sacarlo de su rutina familiar e institucional. En su función académica y científica, para demostrar al alumno refractario que el sexo es la fuerza que impulsa la conducta humana. Ejecutando su papel perverso, para sancionar a una mente que compite con la suya, viendo caer al ario Sigfrido y provocando que Sabina acuda a él como árbitro de la relación.
Freud inocula a Gross como prueba de las disfunciones que la psique puede causar en el cuerpo o, acaso, como el estímulo que necesita Jung, ese hombre conservador y rígido, para que en su cuerpo se fusionen al fin las ideas y los afectos, las teorías y las vivencias.
El de Jung es, a partir de entonces, un cuerpo poseído y una mente “tomada”. El veneno que, según Freud, esparcirá por América en su desembarco neoyorquino, es vertido antes sobre su joven seguidor. El caballo de Troya, el germen de la disfunción, ha sido Gross, aunque él ni lo imagine.
En trance de construir a Sabina como su creatura, Jung se convierte, sin sospecharlo, en agente poseído por Freud, que hace las veces de Caligari. Nada más cronenberiano que eso.
Entonces empiezan las transformaciones. Jung modela a Sabina en un escenario de crueldad. El azote en las nalgas es solo uno de los recursos del guion perverso –pero vivificante- inducido a larga distancia por el “padre” que vive en la Bergstrasse de Viena; otro es el de la complacencia ante el dar dolor; otro más, el hacerlo en nombre del conocimiento; y otro, el darse cuenta que el “método de la palabra” le conduce a esta representación cruel y activa.
Ellos actúan un sexo que se observa desde lejos, como si se representase en un escenario, ante un espejo, con los personajes concentrados en sus respectivos papeles, como si fueran actores tratando de “jugar” los roles que llevan aprendidos de memoria. Ceremonia maquinal. Pasión ritual y mental, como en “M. Butterfly”. Y como en esa película, el que posee también es poseído. Sabina, ratón del laboratorio de Jung, observa a su terapeuta mientras la golpea. Él también es “creatura”.
La “muchacha salvaje”, de quijada sublevada, aprende a ser distinta trastocando a Jung. Él es el creador dominado por el ser que “adoptó” y paga así el precio de su autonomía intelectual frente al “maestro”. A su turno, Sabina, depurada a través de la palabra y el dolor, es com-partida (“Dead Ringers”, otra vez), con tensión, por los dos hombres, el viejo y el joven. Ahora son colegas y ella trabaja sobre las relaciones entre el sexo y la muerte, a las que Freud presta atención. El viejo manipulador obtiene algún provecho de su brillante y perverso juego.
Cronenberg traza una intrincada relación en la que todos creen ser autónomos cuando en realidad cada uno de los personajes depende de los otros.
Al final, el cuerpo de Sabina está alterado una vez más. Pero ahora, por la maternidad. Melancólico frente al lago de Zurich y a punto de padecer una prolongada depresión, Jung ha sido transformado por el acto “imperdonable” que debió hacer para aprender a vivir. En la extraordinaria secuencia final, se velan las posibilidades de lo que no pudo ser: el amor de la pareja; la colaboración fructuosa entre dos grandes figuras del pensamiento; la libertad entendida de otra manera para Jung. Final desolador, tristísimo, tanto como el de “Dead Ringers”.
A los personajes solo les queda vivir el resto de sus historias personales que, como la Historia de Europa, será desastrosa. Se informa que Sabina murió ametrallada por los nazis. Freud padeció una dolorosa enfermedad. Jung, dice un título final, murió de modo apacible en 1961. Es imposible no asociar esa observación final sobre la muerte de Jung a la trayectoria de lo que hemos visto. La serenidad de la muerte ganada a costa de pagar el precio de lo “imperdonable”. El método peligroso aplicado a su propio creador.
Pero la lectura que he hecho resulta arbitraria y ociosa. Rebuscar las huellas temáticas del autor no aporta mayor valor a una película.
“Un método peligroso” es excepcional no por afiliarse al canon Cronenberg, sino porque es una película esencial, despojada, tersa, concentrada, emocionante. Parece la obra culminante de un director maduro, que ya no tiene que lucirse ni probar destrezas ante nadie. Recrea una época sin complacerse en minucias escenográficas o de mobiliario y filma los espacios sin incurrir en el paisajismo bucólico ni en los efectos postales. Consigue de Mortensen y de Michael Fassbender una extraña naturalidad al encarnar a personajes de semejante rango. Trabaja la elipsis con seguridad, sobre todo cuando introduce el intercambio epistolar como mecanismo narrativo, evitando así la exposición lineal y didáctica de argumentos y contradicciones. En una cinta tan dialogada, la palabra revela lo oculto y lo reprimido a través de los acentos, las entonaciones, el énfasis en esta o aquella frase. Ahí está, por ejemplo, el gran momento de Mortensen advirtiendo al personaje de Sabine que no debe confiar en un ario. O el diálogo entre Freud y Jung en la cubierta del barco que los lleva a Estados Unidos en una noche de descubrimientos. Y Keira Knightley, como lo ha dicho Cronenberg, concentra su gestualidad en la tensión de la boca, en su dificultad para pronunciar, como si se atragantara con unas palabras que, sin embargo, luchan por salir. Son vehículos de lo reprimido por tanto tiempo.
“Un método peligroso” está, junto con “M. Butterfly”, “Dead Ringers”, “Crash”, “Videodrome”, “Parásitos mortales” y “Una historia de violencia”, entre lo mejor de David Cronenberg.
Ricardo Bedoya
3 comentarios:
me gustó mucho tu crítica sobre un método peligroso.
los cuerpos que se distorsionan por el embarazo o por la histeria ( mente)
los cuerpos como salas de ensayo de jung, de freud y de sabine.
me gusta que recalques que el trabajo o mejor dicho la mutación de los cuerpos no es producto del trabajo de un titiritero
sino de la interacción de los personajes.
y ahí reside la perversión.
Podría hacer una review de Prometheus, que actualmente esta en cartelera.
No te olvides de "Promesas del este".
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