“Érase una vez en Anatolia”, la gran película del turco Nuri Bilge Ceylan, pasa mañana en el ciclo que le dedica al director la Filmoteca de la PUCP. Con seguridad, una de las mejores películas de los últimos años.
En este largo viaje en busca de un cadáver, una docena de hombres cumplen una travesía física, áspera, desgastante, propia de una aventura prolongada y agotadora, y a la vez un recorrido que tiene acentos iniciáticos, de aprendizaje colectivo y cotejo existencial. El territorio es vasto, monótono, y Bilge Ceylan lo filma con una mirada panorámica, implacable y morosa, que registra a las figuras en el paisaje: unos hombres alineados en la caravana de autos tratando de encontrar una ajuga en un pajar.
Empeño que está marcado además por el sentimiento de lo siniestro, de lo bello y lo que se desvanece, de lo sublime que no impide la muerte. El procurador recuerda la historia de la mujer maravillosa que predijo su propio final. La soberbia aridez del paisaje se ofrece con esas mismas características: visto desde lo alto, en picados majestuosos, da cuenta de su carácter natural imponente pero también anuncia la tragedia que se esconde bajo la tierra.
Y en medio de la seca dureza de la película y de un realismo que parece inflexible, aparece de pronto una secuencia alucinatoria. En plena noche, en el lugar de reposo al que ha llegado la comitiva, irrumpe una bellísima joven. Está iluminada por una lámpara y sirve té a los presentes que la observan con expresión incrédula.
En el claroscuro, es como una aparición espectral. En el mundo de profesionales varones que describe el filme, es como la intervención de una leyenda del pasado. En la descripción de ese universo de personajes de una Turquía racional y moderna encarnada por el procurador y el forense, la muchacha se convierte en una representación del espíritu acaso folclórico e ingenuo de la vida rural. En la lógica de esos seres racionales que tratan de encontrar la verdad de un hecho criminal, la aparición nocturna de la joven pone en cuestión sus convicciones, sus certezas, su propia mirada. Y es que ella está ahí, pero no es del todo cierta. ¿O sí lo es?
O acaso es tan cierta o tan falsa como la responsabilidad del pobre hombre que grita su culpa ante la inminencia del hallazgo del cuerpo.
Ricardo Bedoya
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