El libro de entrevistas editado por Giancarlo Carbone nos recuerda cortos realizados durante los veinte años de vigencia de la ley de cine (1972-1992). Cintas que se proyectaban antes de cada película extranjera, en los días en que salas de cine de mil quinientas butacas, o más, se repletaban con El exorcista, El Padrino II, Tiburón, La guerra de las galaxias o Taxi Driver.
Algunos de esos cortos son las mejores películas realizadas en el Perú hasta hoy. Pero, con pocas excepciones, no hay forma de contrastar la impresión de entonces, ya lejana, con las cintas mismas, porque es muy difícil de hallarlas. Destacamos cuatro cortos, documentales, que exigen ser recuperados y restaurados.
Allí está, por ejemplo, Bombom Coronado campeón, de Nelson García Miranda, un conciso “biopic” del boxeador que se convirtió en arquetipo del ídolo popular y del personaje jaloneado por la miseria y el fracaso. Bombon Coronado... era un fotomontaje de marcha acompasada por la polca de Pedro Espinel, los gritos de las tribunas, los golpes de campana anunciando el final de un round; sonidos transformados en pautas para marcar el ritmo del montaje. Entre la apelación populista y la fascinación por un conjunto de fotos en blanco y negro, que le daban al filme su aire de testimonio social y lo fechaban en una época y un clima cercano al “filme noir”, Bombon Coronado campeón tenía el encanto de la artesanía cuidadosa; el interés por la gesta del campeón que ve el derrumbe de su corona; el gusto por el melodrama al estilo de tantas películas mexicanas sobre el revés del éxito; y la fuerza de una película pionera, como que fue uno de los primeros cortos acogidos a la ley de cine.
Eguren y Barranco, de Arturo Sinclair, fue otro de esos cortos iniciales. Sinclair, que había fungido como fotógrafo para la Maysles Film Inc., empresa de los documentalistas norteamericanos Albert y David Maysles, dio un giro al documental biográfico y sumó travellings y contrapicados de las fachadas cuarteadas, los árboles de cortezas rugosas y las calles estrechas de un Barranco recorrido por el poeta, convertido en presencia espectral. El ritmo del corto era trémulo; la imagen, de cromatismo virado; los encuadres, muy compuestos; la cadencia, parsimoniosa; el tono, evocativo; el temperamento, casi sonambúlico. Eguren y Barranco no fue el único corto apreciable de Arturo Sinclair: también destacó Agua salada, hecho en 1974. En ellos se veía una preocupación auténtica por el cine y su escritura.
Danzante de tijeras, de Jorge Vignati, empleó un dispositivo simple: la cámara sobre el hombro del operador envuelve a los danzantes de tijeras. La cinta se desarrolla sin cortes, en un plano secuencia que es, a la vez, un travelling circular ininterrumpido. La película muestra las rutinas de los danzantes, pero se abre también al registro de una técnica –del bailarín y del operador de la cámara-, un arte y una forma de celebración y performance, casi rituales. Fusión y necesidad mutuas de lo representado y su forma de representación.
En 1983, Gianfranco Annichini realizó El Hombre solo y como en sus otros cortos, María del desierto o Radio Belén, empleó el documental para indagar otras dimensiones de lo real y lo imaginario. El hombre solo empieza retratando a un personaje anónimo, habitante de la selva, un anacoreta y un resistente. Pero ese punto de vista inicial se altera. El registro distante del documento pasa a ser la representación de un conflicto único y una obsesión singular. El hombre y su mujer inválida, frente a frente, solos en un claro del bosque se enfrentan. La cámara, a la vez invisible y atenta, está allí para captar, sin pudor ni disimulos, los reproches que le hace esa mujer quebrada a su marido. Fue indiferente con ella toda la vida. Más tarde, él, olvidando agravios, la lleva cargada por la selva en un recorrido interminable de piedad.
Algunos de esos cortos son las mejores películas realizadas en el Perú hasta hoy. Pero, con pocas excepciones, no hay forma de contrastar la impresión de entonces, ya lejana, con las cintas mismas, porque es muy difícil de hallarlas. Destacamos cuatro cortos, documentales, que exigen ser recuperados y restaurados.
Allí está, por ejemplo, Bombom Coronado campeón, de Nelson García Miranda, un conciso “biopic” del boxeador que se convirtió en arquetipo del ídolo popular y del personaje jaloneado por la miseria y el fracaso. Bombon Coronado... era un fotomontaje de marcha acompasada por la polca de Pedro Espinel, los gritos de las tribunas, los golpes de campana anunciando el final de un round; sonidos transformados en pautas para marcar el ritmo del montaje. Entre la apelación populista y la fascinación por un conjunto de fotos en blanco y negro, que le daban al filme su aire de testimonio social y lo fechaban en una época y un clima cercano al “filme noir”, Bombon Coronado campeón tenía el encanto de la artesanía cuidadosa; el interés por la gesta del campeón que ve el derrumbe de su corona; el gusto por el melodrama al estilo de tantas películas mexicanas sobre el revés del éxito; y la fuerza de una película pionera, como que fue uno de los primeros cortos acogidos a la ley de cine.
Eguren y Barranco, de Arturo Sinclair, fue otro de esos cortos iniciales. Sinclair, que había fungido como fotógrafo para la Maysles Film Inc., empresa de los documentalistas norteamericanos Albert y David Maysles, dio un giro al documental biográfico y sumó travellings y contrapicados de las fachadas cuarteadas, los árboles de cortezas rugosas y las calles estrechas de un Barranco recorrido por el poeta, convertido en presencia espectral. El ritmo del corto era trémulo; la imagen, de cromatismo virado; los encuadres, muy compuestos; la cadencia, parsimoniosa; el tono, evocativo; el temperamento, casi sonambúlico. Eguren y Barranco no fue el único corto apreciable de Arturo Sinclair: también destacó Agua salada, hecho en 1974. En ellos se veía una preocupación auténtica por el cine y su escritura.
Danzante de tijeras, de Jorge Vignati, empleó un dispositivo simple: la cámara sobre el hombro del operador envuelve a los danzantes de tijeras. La cinta se desarrolla sin cortes, en un plano secuencia que es, a la vez, un travelling circular ininterrumpido. La película muestra las rutinas de los danzantes, pero se abre también al registro de una técnica –del bailarín y del operador de la cámara-, un arte y una forma de celebración y performance, casi rituales. Fusión y necesidad mutuas de lo representado y su forma de representación.
En 1983, Gianfranco Annichini realizó El Hombre solo y como en sus otros cortos, María del desierto o Radio Belén, empleó el documental para indagar otras dimensiones de lo real y lo imaginario. El hombre solo empieza retratando a un personaje anónimo, habitante de la selva, un anacoreta y un resistente. Pero ese punto de vista inicial se altera. El registro distante del documento pasa a ser la representación de un conflicto único y una obsesión singular. El hombre y su mujer inválida, frente a frente, solos en un claro del bosque se enfrentan. La cámara, a la vez invisible y atenta, está allí para captar, sin pudor ni disimulos, los reproches que le hace esa mujer quebrada a su marido. Fue indiferente con ella toda la vida. Más tarde, él, olvidando agravios, la lleva cargada por la selva en un recorrido interminable de piedad.
Como en El desencanto, de Jaime Chavarri, o en Cabra, marcado para morir, de Eduardo Coutinho, El hombre solo muestra gestos externos e invariables, pero también revela momentos emocionales irrepetibles.
Son cuatro “documentales” que habría que recuperar y restaurar con toda urgencia.
Son cuatro “documentales” que habría que recuperar y restaurar con toda urgencia.
Ricardo Bedoya
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